Jamás rechazó musicalizar una película una vez visto el montaje. Ennio, siempre respetuoso, pensaba que no le correspondía hacer un juicio crítico sobre una obra que no estaba terminada: “Y como no le he puesto la música, está claro que una película todavía no está terminada”.

Naturalmente. Ennio Morricone habla (en un reportaje de Canal+ por la edición 79 del Oscar en 2007) como heredero de la lírica italiana, de la ópera, ese espectáculo total que de alguna manera llevó a la pantalla. Es a la luz de esta herencia que terminó de construir la grandeza de enormes –y también de no tan grandes– obras cinematográficas. Poeta servicial, tomó la imagen como telón de fondo de un escenario compartido e hizo del cine una forma de su canto.

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¿Quién más haría del oboe (¡del oboe, que Prokofiev inmortalizó como el timbre inconfundible de un pato!) la voz de la piedad, de la misericordia de Dios en la Tierra, como una lanza de aliento sobre el tremor (¡El horror, el horror!, diría Conrad) de las cataratas del Iguazú?

En Morricone los instrumentos musicales son personificación y rasgo de carácter: es el brillo mediterráneo de sus mandolinas aquello que cubre de un halo dorado los códigos sangrientos de la Sicilia neoyorquina.

El artista esculpió con materia sutil el pathos de múltiples mundos, épocas e historias. Así inventó un sonido –el sonido– del Gran Oeste: convirtió en melodía el silbido del viento estepario y llevó a la tensión de una cuerda de guitarra la promesa de muerte en el ceño insondable de Clint Eastwood.

Hijo de un trompetista y de una ama de casa, Ennio nació en 1928, en la Roma fascista, en el barrio de Trastevere. Heredó las dotes del padre, que pulió en el Conservatorio de Santa Cecilia de Roma y sublimó como autor de obras de cámara, de canzone y, hacia 1955, de música incidental.

Bajo la influencia de su maestro Goffredo Petrassi comenzó a hacer carrera en el ámbito de la música de vanguardia, incluso tomó un seminario con John Cage en Darmstadt, escena que vio triunfar a Luciano Berio y Luigi Nono en el 60, a donde se encaminaba (¿a dónde hubiera llegado?) de no haber sido por cuestiones económicas que le convencieron de afianzar su camino en las series de televisión y más tarde el cine, que le ganó fama, en principio, al colaborar con Bernardo Bertolucci y su amigo de la escuela, Sergio Leone.

Fue en buena medida el éxito de su trabajo en los spaghetti westerns de Leone, primero con Por un puñado de dólares (1964) y sobre todo a causa de El bueno, El malo y el feo (1966), que la promesa vanguardista que se desplegaba en el Gruppo Internazionale d’Improvvisazione se dedicó de lleno al cine. Más de medio millar de bandas sonoras trazan la ruta de su “música absoluta”, que influyó a generaciones de creadores de cine y rock: de Passolini a Tarantino; de Joy Division a Muse, Metallica o Radiohead.

A un mes de obtener el Premio Princesa de Asturias de las Artes, Morricone selló con una carta el desenlace fatal de una caída previa, con ruptura de fémur, que terminó con su vida la madrugada de ayer en un hospital de Roma. La misiva, profundamente amorosa, que dirigió a familiares, amigos, y en especial a su esposa, María, revela la sencillez del artista, que solicita un funeral discreto.

Estos son algunos de los filmes que musicalizó Ennio Morricone.

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