El filósofo chileno Carlos Peña se rebela en su último ensayo contra la idea de que la filosofía es un saber prescindible y de que la universidad debe atender en exclusiva las necesidades técnicas y productivas de la sociedad capitalista, y opina que en un mundo sin reflexión no hay lugar para la democracia.

En una entrevista con motivo del lanzamiento en España de “Por qué importa la filosofía” (Taurus), el rector de la Universidad Diego Portales (Chile) denuncia que existe “un imperio de la utilidad inmediata: esperamos que la escuela o la universidad satisfagan necesidades acuciantes, nos provean de cosas útiles o que tengan valor de cambio, susceptibles de ser transformadas en mercancías”.

Sin embargo, la filosofía y las humanidades “no cumplen ninguna de estas tareas, por lo que hoy la mayoría de la gente piensa que estos quehaceres son desechables, distracciones, no fundamentales para la vida”.

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Por contra, “yo creo que son imprescindibles para la vida contemporánea porque permiten que las personas se transformen en individuos reflexivos, capaces de deliberar acerca del mundo y de lo que son. Estos sujetos reflexivos se alcanzan mediante el diálogo sin fin, la lectura, la escritura… son esenciales para la vida democrática”, añade Peña, que en el libro se vale de anécdotas e ideas de Heidegger, Wittgenstein u Ortega y Gasset.

El filósofo advierte de que un mundo donde solo se cultive la utilidad técnica y únicamente sirva aquello que es transformado en mercancía “sería un mundo donde la democracia no tiene ningún lugar y donde daría lo mismo ser gobernado por un dictador benevolente o un técnico sagrado”.

“La democracia entendida como la capacidad de la humanidad para gobernarse a sí mismo no tendría ningún lugar porque no tendría sujetos capaces de ejercerla”, afirma.

En este sentido, el también abogado y sociólogo cree que se está cerca de que la universidad se convierta en un lugar donde solo sea importante preparar para el mercado de trabajo y hacer crecer la producción industrial, algo a lo que no se opone, pero cree que no debe olvidarse que la institución académica ha de ser ante todo un lugar de pensamiento.

“Hay un hechizo con el anhelo del bienestar económico que estamos transformándolo todo en medios para alcanzar ese objetivo, estamos transformando el quehacer académico en un remedo de una factoría”, explica el rector chileno.

A su juicio, hoy se está midiendo el talento de los académicos no por el valor de los libros que escriben sino por el número de “papers” (artículos) que son capaces de publicar.

El autor de “Práctica constitucional y derechos fundamentales” y “Globalización y enseñanza del derecho”, entre otros, se muestra también escéptico con “la actual cultura pública, donde se ve una especie de somnolencia total, nadie piensa demasiado, la gente anda apurada por consumir, por hacer esto o aquello, las universidades por tener patentes…”.

Sin reflexión, “los integrantes de la sociedad están entregados a la manipulación, a liderazgos carismáticos, a cuartelazos, a dictadores benevolentes… La universidad sigue siendo la conciencia crítica de la sociedad, el lugar donde la sociedad toma conciencia de sí misma. Si usted suprime eso, la universidad no se distingue del departamento de investigación de una gran empresa”.

Por otro lado, augura un mundo en el que habrá una mayor presencia de la educación técnica, de nivel intermedio, y ello quizá permita a la universidad “retomar su vocación más propia, que no es necesariamente formar a gente para el mundo del trabajo”. 

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