Doña Carmen Iglesias entra en el despacho de la Real Academia de la Historia, de la que es directora, con una sonrisa en los labios. Es una mujer menuda y elegante cuya fuerza intimida hasta al peor de los observadores. Se trata de una energía poderosa y contenida, serena y potente, que viene de lejos; de un carácter educado en la negación de la imposición del destino, la incerteza del azar, el esfuerzo de los libros y la fortaleza de la soledad. Maestra de reyes, observa a quien la entrevista desde un lugar cercano y con una claridad singular, valorando los tiempos, las palabras y las lecturas comunes en una complicidad generosa de cultura y bibliotecas.

Hablamos de muchas cosas a la sombra de su libro El carácter es el destino (La Esfera de los libros, 2024), una antología de textos podríamos llamar «humanísticos»: reflexiones de plena actualidad, pequeños ensayos, entrevistas y homenajes que hoy se hacen más necesarios que nunca.

El título del libro es bellísimo, y encierra una historia.

Sí: “El carácter es el destino.” Esa frase es un aforismo que leí en Heráclito cuando yo andaba dedicada a Grecia, hace años. Aquella frase, entre tantas otras de los maestros clásicos, me resultó atractiva entonces, y útil, muy útil, durante toda mi vida. Tiempo después, en un almuerzo de amigas en el que estaba la directora de esta editorial, que es, además, amiga mía, Imelda, ésta me animó a escribir un libro que llevara por título aquel hermoso aforismo. “Si, algún día lo haré”, le conteste. Y mira, aquí está por fin. Ni yo misma creí que llegara a materializarse en papel aquel deseo.

Una frase con múltiples significados.

Efectivamente, ha tenido distintas interpretaciones a lo largo de los siglos, y casi todo el mundo del pensamiento y la filosofía ha pasado por él: Benjamin, Montaigne… Lo explico en el prólogo de una manera sucinta, porque no se trata de un estudio, sino de un prólogo, claro. Sin embargo, no quería dejar de contar la historia milenaria de esta frase y de su sentido cambiante pero siempre profundo. Incluso en la actualidad he leído la frase en artículos médicos, relacionada con los trastornos de personalidad. El carácter es algo que se construye y los genes están ahí, no cabe duda, pero yo no creo en una determinación; más bien en la incertidumbre, en que puede pasar cualquier cosa en el complejo choque de necesidad y libertad, que es un conglomerado que se mezcla muchas veces. 

Una experta en el siglo XVIII no podría pensar de otra manera.

Exacto, exacto. Sin el conocimiento no habría podido sobrevivir. Dese cuenta: hija única, huérfana de padre tempranamente… La lectura, los libros, el conocimiento, han sido para mí el soporte, el territorio donde he aprendido a vivir con los demás.

Esa pasión por el conocimiento sobrevuela en todos y cada uno de los artículos de este libro.

Sí. Me parecía coherente y hasta necesario. Es que mire, me voy a referir a España, pero está ocurriendo también en otros sitios; en Estados Unidos y hasta en Francia, que se dice pronto. Ha habido un fallo en la educación, de alguna manera, una nueva visión de que el niño debía ser libre y experimentar él… Claro que sí, pero dentro de unas ciertas reglas, para ir conociendo los límites. El no saber los límites que tienes y al mismo tiempo traspasar tus propias barreras para superarte cada día es algo muy difícil de enseñar, pero ahora lo estamos olvidando completamente.

¿Qué han significado los libros para usted?

Yo he sido educada en un ambiente de libros y siempre me he negado a participar en política, excepto un cargo que sí acepté, recuerdo, porque no me sacaba de lo mío y estaba vinculado con el centro de estudios políticos y constitucionales. La política, como decía Max Weber, es “un pacto con el diablo”, aunque sí hay que estar conviviendo con los demás. Tengo la impresión de que el mundo ha cambiado más de lo que creemos, aunque los que somos longevos y hemos vivido una época completa y larga creemos que todo ha empeorado muchísimo. Yo también lo creo, pero también sé que sólo es posible ver la verdad objetiva a posteriori. Pero verdaderamente estamos viviendo tiempos críticos, porque la tecnología ha cambiado totalmente la forma de ver el mundo.

¿Qué utilidad tiene su libro para los tiempos de hoy?

Pues lo primero que deseo es que resulte entretenido, que se lo pase el lector bien con él, y luego que de alguna manera contribuya a esa necesidad de comprensión de esta realidad compleja que abarca lo bueno y lo malo. Ir eligiendo lo bueno en la manera que uno puede, siguiendo buenos ejemplos, y en gran medida siendo capaz de identificar y retirarse de lo tóxico.

El subtítulo es definitivo: “Ideas y maestros”. Qué gran importancia la de los maestros.

Sin duda. Pero fíjese, recuerdo que mucha gente me decía: “Bueno, bueno, tanto que hablas de tus maestros”. Les molestaba. Y estoy hablando de gente de universidad. Pero claro, es que para mí los maestros han sido decisivos en momentos puntuales y específicos de mi vida. Completamente decisivos. Los cercanos y los literarios, por ejemplo Montesquieu, ahora más necesario que nunca, para poder volver a entender la necesidad de la división de poderes. Nunca olvidaré que al comienzo de la Transición le dediqué, sin mencionarle, un folleto especial, diciendo: “Montesquieu ha muerto”. Pero parecía que nadie le daba importancia a este hecho, para mí determinante. Y fíjese: las cosas se han ido deteriorando, y la deriva autoritaria de la que entonces hablaba nos ha traído a esta situación. Sin embargo, yo no he cejado en mi lucha. Precisamente, en breve saldrá un libro de artículos de los periodistas del Grupo Crónica, donde participo con un epílogo que me han pedido. Pues bien, en él hablo precisamente de la Transición y de cómo una vez que pasó el intento de golpe de Estado del 81 parecía que por fin vivíamos en un país con libertad, pero las cosas se deterioran, igual que nos deterioramos nosotros, con el tiempo. Por eso hay que estar cuidando esas cosas. Cuento también la experiencia de que cuando íbamos con una reforma en la que intentábamos desarrollar la ley de la Corona a partir de la Constitución, así como la ley electoral, que tenía ya entonces bastantes fallos, pues no sólo no nos hicieron caso, sino que nos increparon, desde varias instituciones, con un rotundo «¡aquí no se toca nada!». Y bueno, pues así estamos. Como no se toca nada, hoy han llegado, efectivamente, al asalto.

Otra de las cosas que este libro pone de relieve es la figura de la mujer, pero con una idea clásica y modernísima a la vez: la igualdad frente al feminismo.

Efectivamente. Es que en mi época el machismo era tan evidente que simplemente no hacías caso, te fortalecías día a día por dentro, y desde luego la lucha, en este caso, invariablemente, entonces y ahora, es dar la cara. Yo, al menos, lo he hecho siempre. Y cuando alguno ha venido aquí, a mi despacho, a pedir disculpas, siempre he dicho: “Las disculpas aquí no, sino donde se ha metido la pata, delante de todos”. No hay que pedir perdón, sino hacer las cosas. Pero mi defensa, mi feminismo, siempre ha sido hacia adentro: en la cultura, los libros y los maestros.

¿Alguno que quiera destacar?

Tuve tres grandes maestros muy cercanos: Maravall, Valdeavellano, pero sobre todo, Díez del Corral. 

¿Por qué dice usted “sobre todo”?

Pues porque don Luis, mi maestro, creyó en mí más que yo misma. Es que suele pasar con muchos jóvenes, que no sabes qué quieren ser, pero tienen unas capacidades que hay que cuidarlas, porque al final, con la guía de un buen maestro, terminan aflorando. Pasado el tiempo, a mí me ha pasado con mis propios alumnos, porque he tenido alumnos inteligentes y buenos, pero claro, el mundo es muy difícil, y por esa razón yo en eso siempre me he volcado mucho. Mire usted, tengo unas cartas de antiguos alumnos que son verdaderamente emocionantes, porque mis clases las he dado siempre con entusiasmo, con ese amor que he procurado preservar para transmitir el conocimiento, es decir, poniendo pasión y honestidad en mi trabajo, pero nada más. Y al cabo de los años me llegan cartas de alumnos (conservo un taquito en casa) que me recuerdan cosas que dije o mostré, o libros que recomendé, que han cambiado la vida de la gente. Es muy impresionante.

¿Cuál ha sido el criterio de selección de los textos de El carácter es el destino?

Pues ha sido complicado, porque he procurado que en el compendio de artículos haya temas cruzados, buscando siempre la pluralidad, aunque sí es verdad que hay bastantes apartados sobre la mujer, pues, y así lo recuerdo en el prólogo, la mujer está en todas partes, y en todo lo demás sigue siendo una presencia transversal. Estoy muy satisfecha con el resultado, después de tanto trabajo. Fíjese, a veces cuando veo el libro y lo abro, siempre me sorprende que yo haya escrito eso (risas). Me refiero a haber sido capaz de volcar esos momentos o ideas con claridad. Es que la escritura… ¿recuerda usted aquella frase famosa?: “Hay que oscurecer los textos para que parezcan importantes”. Pues yo siempre he pensado lo contrario: lo difícil es la transparencia compleja. Que un texto sea transparente pero que tenga a la vez fondo y forma es lo verdaderamente complicado. 

¿Cuál es el lector ideal de este libro?

Yo lo recomendaría a muchos tipos de gente; no sólo al mundo cultural o universitario, sino quizás especialmente a personas del común que tienen curiosidad y les importa lo que pasa en el mundo. Mi intención es que sea muy amplio, y por eso lo hice con ese cuidado.

¿Cuáles son esas “ideas” que recoge?

Pues muchas cosas que podríamos resumir en la idea de libertad e independencia, y al mismo tiempo la del compromiso con los demás. Uno se mueve en unas redes y no puede vivir en soledad total, por lo tanto, hay que estar en compromiso con los demás. Yo he procurado no fallar a la gente que confiaba en mí; que nunca se encontraran en la situación de decir: “Esto no me lo esperaba”. No decepcionar a la gente que me ha querido y ha confiado en mí; o al menos no hacerlo de forma consciente o egoísta.

Esas son ideas revolucionarias, doña Carmen.

Siempre he sido una niña “rara”, comprometida conmigo misma (risas). Esa ha sido mi manera de ser mujer. Fíjese, recuerdo a un chico muy mono, de esos que te gustan cuando eres joven, con el que solía charlar. Entonces, una de las veces le di la mano en señal de saludo y él me dijo, extrañado: “¡Ay, qué fuerte la das!”. Aquello fue decisivo (más risas). Yo le había dejado un libro de teatro de Sartre y renuncié a él (al libro, claro, que era en aquella época de estudiante sin dinero una especie de tesoro), pues al poco el chico me llamó para devolvérmelo y yo, con tal de no volver a verle, me quedé sin mi libro.

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