Escritores, dramaturgos, realizadores y artistas de todos los tiempos contaron desde siempre historias ejemplares, entre crónicas y metáfora, sobre pestilencias, epidemias y cataclismos que amenazan al género humano, como para recordar que la naturaleza siempre es más fuerte y resistente que el hombre.

Estas novelas, estas crónicas del “día después”, estas hipótesis de llegada al límite y de salvación “in extremis”, con las que vivimos en cierta sintonía, pueden ayudar a comprender y reflexionar sobre lo que ocurre en 2020.

Dos crónicas de la peste pueden ser interesantes, aunque distantes una de la otra más de mil años: la de Atenas del año 430 a.C. a la que se refiere el historiador Tucídides en “La guerra del Peloponeso”, y la de Londres de 1665 que describe Daniel Defoe, autor de “Robinson Crusoe”, vinculada con la de Milán de 1630 de la que habla el italiano Alessandro Manzoni en su monumental novela “Los novios”.

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En Atenas, el mal estalló durante la invasión y el asedio de los peloponesios y la situación se agravó de inmediato con características que evidentemente son siempre las mismas: “Los médicos no lograban afrontar esta enfermedad desconocida, sino que incluso morían más que los demás, ya que se acercaban a los enfermos más que los demás, y ninguna técnica humana les servía de ayuda”.

“Por más que se formularan súplicas en los templos o se recurriera a los oráculos o cosas semejantes, todo se reveló inútil”. El historiador, para que se pudiera reconocer de inmediato si volvía, describe los síntomas: “De improviso la gente sentía oleadas de calor en la cabeza, enrojecimiento y ardor en los ojos. La garganta y la lengua asumían un color sangriento y emitían un olor desagradable”.

“Después de estos síntomas llegaban los estornudos y la ronquera, y después de no mucho tiempo el mal bajaba al pecho con una fuerte tos. Y cuando alcanzaba el estómago provocaba espasmos, vómitos de bilis y fuertes dolores”, agrega el historiador. Fue una verdadera hecatombe, con la gente cada vez más desalentada e impotente, tanto que “incluso lamento sobre los moribundos al final se dejaba de lado, por cansancio, incluso de parte de los familiares, superados por la inmensidad de la tragedia. Y muchos usaron modos de sepultura indecentes”.

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La misma peste de Atenas fue recordada cuatro siglos después por Lucrecio en “De rerum natura”, pero con un recorte distinto al de la crónica y como punto de partida para una reflexión.

Por su parte Defoe, en el momento de la peste de Londres, tenía dos años y no estaba en la ciudad. Así escribió en su “Diario del año de la peste”, 60 años después, pero con una vivacidad y una documentación tales que la escritura parece del momento mismo: “Quisiera poder mostrar el sonido exacto de los lamentos y de las invocaciones que escuché en algunos pobres moribundos, de modo eficaz como para suscitar emociones en el alma del lector”.

Se habla del libro, efectivamente, también como de una novela histórica “noir”, que tiene forma de diario (y que el autor dice escrito en primera persona por un talabartero identificado, al final del volumen, solo con las iniciales H.F.).

Así, como gran escritor realista, Defoe nos sumerge en el horror cotidiano entre gente enloquecida, personas que corren desnudas por las calles, otros que saquean o se entregan a caprichosos vicios, mientras carros cargados de muertos arrojan a las fosas comunes los cadáveres, junto a algunos aún vivos. “Este modo de sepultar era el único posible, dado el número prodigioso de difuntos que no permitía dar abasto con los féretros”. Quien acapara mercaderías, quien huye al campo adonde pronto también llega la peste… Defoe describe todo como un magistral narrador, contando casos y casos individuales también con diálogos, dando por descontado que “nada puede suceder sin la orden o el permiso del Señor”, de quien la enfermedad es un preciso castigo”.

Más instrumental a un discurso diferente, y por lo tanto poco clara e imprecisa, es la peste de 1348 a la que alude Boccaccio como origen de su “Decamerón”: “Llegó la mortífera pestilencia, que o por obra de cuerpos superiores o por nuestras injustas obras provocó la justa ira de Dios para corregir a los mortales, y que había comenzado en Oriente algunos años antes”. Y lo mismo vale para la peste de Milán de “Los novios”, que Manzoni cuenta en sus ribetes sociales más que afrontando la enfermedad en sí misma, pero logrando un impresionante fresco de las fragilidades humanas llevadas al extremo.   

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