Hay autores que parecen no encajar en ordenaciones filológicas ni relaciones generacionales. Que han hecho sendero propio y no maridan bien con supuestos compañeros de viajes. Eduardo Mendoza es un novelista de trayectoria propia, estilo reconocible y naturaleza individual, que no individualista, que deja la impresión de resistirse a incrustaciones de última hora por razones temporales o cronológicas, aunque comparta con otros escritores, poetas, preocupaciones comunes y principales, como la ciudad de Barcelona, y el impulso de narrar la última historia del país en una literatura de delicadas originalidades.
La biografía le ha trazado un camino singular que principió con una peculiar educación religiosa, le llevó luego a estudiar Derecho, convertirse en traductor de la ONU y acabar siendo escritor, que es oficio al que entró por gusto, pero sin anhelos de perpetuarse durante décadas en sus estancias. Sus libros, como subraya algún entendido, dejan una biblioteca bifronte. Por un lado asoman obras de honda seriedad, y por otro unas narraciones con un enorme sentido del humor y que, en el fondo, están impregnadas por una sabia mirada sobre el mundo, quizá porque solo desde esas coordenadas, las de la ironía y la sonrisa, pueden sacarse a relucir todas las esquinas del hombre, incluso las innombrables.
Eduardo Mendoza dijo que se marchaba, que lo dejaba todo, pero se quedó. Y ha traído consigo este año Tres enigmas para la organización (Seix Barral), una ingeniosa trama de sucesos y personajes que evoca a las antiguas novelas de espías y que sigue con ese trabajo subvertido que es contar nuestras realidades más cercanas colándonos una sonrisa en el gesto.
—Dijo que iba a dejar de escribir y ha escrito una novela.
—(Risas). Sí, sí… Bueno, yo creo que todo tiene una relación de causa-efecto. Si no hubiera dicho nada, seguramente no habría vuelto a escribir nunca. Cuando hice esta declaración, que fue sincera, estaba convencido de que tenía que dejar de escribir, porque ya había publicado muchos libros y porque también existe un momento donde uno corre el riesgo de repetirse y de que se empiecen a ver los trucos (risas). En fin, que es mejor retirarse a tiempo, como hacen los futbolistas y los toreros.
—¿Y entonces?
—Pues la verdad, en cuanto hice esa confesión me pregunté: “¿Y ahora qué hago durante las veinticuatro horas del resto de los días que me quedan por vivir?”. No es que me falten aficiones, no se equivoque en este punto, pero claro, yo me imaginaba el resto de mi vida viendo series de televisión y hablando de fútbol con los amigos… y al pensar en ese futuro me puse a escribir otra novela inmediatamente. Enseguida, vamos, y además con más furia que nunca. (Risas). He escrito con un entusiasmo impensable. He escrito con el mismo ímpetu que cuando era adolescente y quería escribir una novela por primera vez, solo que ahora lo he hecho porque no me quería retirar de la escritura.
—¿Y se escribe mejor cuando la gente no espera una novela suya?
—Pues lo cierto es que tengo más libertad al escribir. Te lo reconozco. Se escribe mucho mejor sin presión. Sí, es verdad. En realidad, no tenía nada en la cabeza y tampoco manejaba ideas. Empecé así, para divertirme, para ir llenando las horas, y bueno, poco a poco me fui interesando en lo que hacía… y cuando la acabé, que la acabé bastante deprisa, lo hice con un disgusto tremendo, porque al final del libro me he vuelto a plantear el mismo problema que tenía cuando empecé: “¿Y ahora qué hago?”. La realidad es que este libro está funcionando bastante bien, para sorpresa mía. A esta obra le ha pasado lo mismo que a otra que escribí en unas circunstancias parecidas, Sin noticias de Gurb. La escribí de cualquier manera para el diario El País. Se iba a publicar para las páginas del verano, para el mes de agosto. Entonces reflexioné: “Pero si esto no lo va a leer nadie, y si lo leen lo leerán en la playa, con los calamares y una cervecita, así que tengo libertad para hacer lo que quiera”. Y mira: ahora, treinta años después, todavía es la obra que más firmo a los lectores.
—Pues si le digo que últimamente me encuentro con muchos escritores que quieren dejar de escribir… Me pasó con John Banville hace un año, y por aquí lo tiene de nuevo, por citar un ejemplo. Yo empiezo a afrontar que esto de que dejan de escribir es una estrategia.
—(Risas). Pues yo también creo que es una estrategia. Es evidente, pero no una estrategia comercial, sino una psicológica. Una cosa es lo que uno piensa que cree que tiene que hacer y otra muy distinta es lo que después le sale a uno, claro. Si uno hace lo que cree que tiene que hacer, sin duda se equivoca. Lo primero sería no empezar nunca a escribir, pero luego, si uno lo hace, debería dejarlo enseguida. Bueno, estas cosas uno se las plantea. En el fondo yo nunca tuve la visión de hacer una carrera literaria, sobre todo cuando empecé. Nunca pensé que podría hacerla.
—¿No?
—Jamás. Primero, porque en esa época no existía eso llamado “carrera literaria”. No había ningún escritor que se ganara la vida con los libros. Todos, normalmente, hacían periodismo y algunos trabajaban en la administración pública o en una empresa. Los escritores que yo conocí en esa época vendían poquitos libros. Pero bueno, entonces recapacité y acepté que me gustaba escribir, así que me dije: “Voy a escribir, pero me buscaré un trabajo y viviré de algo que me dé para comer caliente. En mis ratos libres me dedicaré a la escritura”.
—Fue cuando se convirtió en traductor.
—Sí, pero yo primero estudié Derecho, porque era lo que había que hacer en ese momento. Había que ir a la Universidad. Mire, los que no teníamos ninguna vocación de trabajo, en ningún campo, íbamos a la Facultad de Derecho. Ahí se reunía la gente. De la Facultad de Derecho de Barcelona decían que era un bar rodeado de aulas medio vacías (risas). Era un bar abierto a todas horas, donde había gente que hablaba sin cesar y que quería ser directores de cine, cantantes, bailarinas… todo menos abogados. Sin embargo, estudiábamos Derecho porque era la carrera que nos iba a permitir colocarnos. Y eso hice. Después me salió la oportunidad de hacer un examen para ser traductor en la ONU y lo hice. Me fui a Nueva York, que en realidad era lo que me apetecía. Ahí estuve once años viviendo. Luego seguí trabajando como traductor de la ONU ya por libre en Ginebra, en Viena… hasta que decidí que ya ganaba lo suficiente.
—Ha estado mucho tiempo fuera de España. ¿Cómo se ve el país desde la distancia que otorga vivir fuera? Se debe de ver de una manera bastante distinta.
—Sí, y todavía pienso que hice muy bien. Es cierto que me perdí momentos muy intensos de la historia reciente del país, pero me dio una perspectiva que he procurado mantener, porque he seguido viviendo fuera todo lo que he podido. Hasta hace poco me pasaba la vida en Londres. Dividía el año. Medio en Londres y medio en Barcelona. Creo que es instructivo, porque nos hace ver que muchas de las cosas que hacen que nos rasguemos las vestiduras pasan en todas partes y son de lo que podríamos llamar propias de la naturaleza humana. Vamos, que no se pueden pedir peras al olmo. Esta democracia que tenemos está muy bien.
—Pero hay más.
—Es cierto. La verdad es que viviendo fuera adquieres una imagen de España muy distinta de la que tenemos los españoles. Que bueno, tenemos unos defectos horrorosos, pero también tenemos unas cualidades que no tienen los demás. Los demás tienen los mismos defectos que nosotros, pero no esas cualidades. Y la gente en España es muy buena. Es cierto. Es muy buena, es muy simpática y es muy divertida. Y aunque no se lo crea, es muy competente, cosa que sorprende, porque aquí tenemos mala fama en este aspecto. Somos muy pesimistas, pero cuando vives en Inglaterra y necesitas que venga un electricista a arreglarte una cosa, van pasando los meses y acabas tú con un alambre porque no va a venir nadie, y si viene hace un agujero en la pared y se va y te deja el agujero y no ha arreglado nada. Pues esto es Europa. Incluida Alemania, cuando ves que en Alemania los trenes llegan con una hora y media de retraso. Yo sé que muy poca gente lo sabe, pero si has viajado por Alemania en tren, sabes que existe una app que te dice el retraso que llevan los trenes. Y también puede darse el caso de que pueda cancelarse el viaje. El que ha ido al extranjero y ha conocido la Seguridad Social que hay en Inglaterra, Francia o España habrá comprobado que la diferencia es abismal. Ojalá cualquier problema que tenga le pille en España y le lleven a un hospital aquí y no en París o en Londres. Y además, existe otro aspecto: aquí vivimos bien. Tenemos un sentido de lo que es vivir bien que en muchos sitios no tienen. Esto es importante, porque el no saber vivir hace que la gente se meta en operaciones muy complicadas. Todo el mundo ve claro lo que tiene a su alrededor.
—Pero no se aprecia.
—Es que lo que tendríamos que hacer es viajar, y no hacer turismo. El hacer turismo es horroroso. Esto es uno de los grandes problemas que tenemos. Y este es un problema que no es de ningún país, sino de todos. Lo veo y me alarma más que otras cosas. Sobre todo porque es inevitable. Todos sabemos que la guerra es mala, que el cambio climático también resulta perjudicial, pero el turismo sabemos que no es malo, aunque está corroyendo todo a nuestro alrededor. El que recibimos y el que hacemos. La banalización de la cultura, de la identidad, no en el sentido identitario, sino de lo que significa como sentido de la vida… Todo eso se va a la porra por vender unas camisetas del Real Madrid o del Barça, que yo me preguntó: ¿Y para qué las querrán?
—En su libro uno de los personajes dice que “llevamos el pasado encima”. ¿Qué parte de su pasado lleva encima? ¿La educación religiosa que tuvo, por ejemplo?
—Bueno, a ver, yo considero que la formación que recibí fue buena en algunos aspectos, porque la enseñanza memorística e hipercultista que existía antes era bastante buena. La disciplina que inculcaban también lo era, pero en cambio, en el sentido de la culpabilidad y de responsabilidad de no echar ni un papelito al suelo, de ceder siempre el asiento —ahora cuando voy en autobús resulta que voy cediendo el asiento a gente que es mucho más joven y que está más sana que yo—, pues no sé. Esta pulsión del sacrificio, de estar siempre en falta y ser culpable de todo, que eso de que el ángel de la guarda, que en teoría te guarda, pero en realidad lo que está haciendo es apuntar todo lo malo que haces para que después te venga el castigo, esto, con franqueza, no te lo quitas de encima.
—Pero en ese pasado está el origen también de su mirada divertida sobre el mundo.
—Sí, claro, llega un momento en que empiezas a verle el lado absurdo a la vida. También comienzas a contrastar tu sentido de culpa con el sentido de culpa de otros. Yo tenía unos amigos judíos que decían que no podían comer calamares porque… en fin… Y esto me hizo tanta gracia… Les decía: «¿Pero de verdad crees que Dios está vigilando y que de repente, al verte comiendo un calamar, va a exclamar: «¡Está comiéndose un calamar! ¡Mecachis! ¡Esto no lo puedo consentir! …»». Pero para él era tan importante como para mí, no sé, cualquier otra cosa. «¿No has ido a misa?». Pues hombre, estas cosas, la verdad, me hacen mucha gracia.
—Otro de los personajes de su novela asegura que los superhéroes son superhéroes porque saben lo que es el compañerismo, a diferencia de los hombres. ¿Realmente es esto lo que los separa de nosotros, que somos de solidaridades menos ambiciosas?
—(Risas). Bueno, claro, ellos se lo pueden permitir. Se dicen: «A ver a mí quién me tose». Entonces se pueden permitir ser muy generosos. El hombre nunca sabe quién le va a acabar quitando la silla, la novia, el trabajo, ni idea… y en cambio, a un superhéroe… A Batman nadie le puede quitar nada. Este es otro de los temas que siempre me ha divertido mucho. Los superhéroes son otro de mis leitmotivs. Ahora ha habido una inflación galopante de superhéroes y hay películas hasta con siete y ocho de ellos. El superhéroe que va con este vestuario creo que es superhéroe, entre otras cosas, porque se atreve a salir con este vestuario. Yo creo que es su principal heroísmo. Siempre me han hecho mucha gracia por eso, porque suelen ser tontísimos. Una característica de los superhéroes es que son tontísimos. Supermán es el hombre más tonto del mundo y, la verdad, esto me inspira una enorme ternura.
—Su último libro… es parodia de la novela de espías y del género negro.
—Les tengo un gran respeto y un gran cariño a las novelas policíacas y a las novelas de espías. Me gusta escribir, pero no solo la parodia, sino la novela y su parodia. Han comparado mucho esta novela con Mortadelo y Filemón, por los que siento un enorme respeto, pero estos personajes son una parodia del género de espías o de agentes. En cambio, esto es una novela de espionaje y su parodia, que es un género distinto. Aquí hay una historia. Uno de los problemas que tienen este tipo de obras, que tanto han proliferado, es que se toman demasiado en serio. Cuando empecé a escribir, la novela policíaca era un subgénero y nadie se tomaba en serio la novela policíaca. Agatha Christie era para cuando estás en casa enfermo, si no lees otra cosa. Ahora, en cambio, es el género por antonomasia. Nadie escribe literatura, solo se escribe novela policíaca. Y el problema es que se ha acabado tomando a sí misma demasiado en serio. Y está exigiendo del lector lo que el lector no está dispuesto a darle a la novela policíaca. El lector de novela policíaca quiere misterio, pistas, tiros, asesinatos, el mayordomo, pero que te lo tomes en serio, como si fuera una obra de Dostoyevski, por ahí no paso. Si me tengo que tomar en serio, ya leo a Thomas Mann. Si leo una novela policíaca, ya sé a lo que voy, pero aquí existen autores que quieren que te los tomes muy en serio, y eso no puede ser.
—Pero el humor sí que puede permitirse el lujo de decir sobre el hombre lo que no se puede decir desde la seriedad.
—El humor tiene varias facetas. Una es el chiste y la ocurrencia, que tiene que estar y que es bonito porque a todos nos gusta. Y luego tiene el humor. La mirada. Muchos cuando hablan del Quijote aseguran que ese humor es flojo, porque son dos peripecias, los molinos y demás. Y que, además, es un humor de coscorrones, de slapstick. Pero el humor bueno del Quijote es la mirada que tiene sobre todo lo que existe a su alrededor: el honor, la caballería, España, las instituciones, los hombres y las mujeres. Este es el gran humor que posee. Y creo que este es el humor que sí permite contar muchas cosas que la seriedad no permite tanto. Lo permite, pero es otra cosa.
—Es el humor anglosajón.
—Sí, y no. Me explico. Los anglosajones tienen un gran sentido del humor, pero, curiosamente, lo aprendieron del Quijote. El gran momento de la literatura inglesa, aparte de Shakespeare, que tiene un humor muy tosco y todavía muy marcado por la clase social, es que un personaje noble no puede ser gracioso, tiene que ser siempre un campesino o un criado… Cuando se traduce el Quijote ellos lo entienden, cosa que en España no. Entonces cambian el humor y empiezan a escribir humor. Como los franceses, Diderot y Voltaire, que también han entendido perfectamente el Quijote, algo que no sucede con nosotros.
—A través de sus libros se ha podido ver la evolución de España.
—Los de mi generación tuvimos la idea de que teníamos que contar la historia de la calle de España, que eran las novelas de Manuel Vázquez Montalbán, Juan Marsé, Javier Marías, que teníamos la necesidad de ir contando todo eso con el disfraz que fuera, en forma de novela policíaca o la que fuera, lo que iba pasando, porque estábamos viviendo una época de cambio. Éramos la generación del cambio, y eso es lo que vivimos.
—¿Y qué hicimos mal en estos años?
—Perdimos muchas oportunidades, aunque aprovechamos también otras, ¿no? Al final el resultado no ha sido tan malo, si no fuera por esta crispación. Nos equivocamos, básicamente, y considero que este ha sido el gran error: la corrupción. Teníamos que haberla atajado desde el principio. Ahora está tan extendida que resulta difícil. Y además es muy útil, porque es un arma arrojadiza. Casi conviene que haya corrupción porque así podemos hablar de eso y no de otras cosas que son las verdaderamente importantes. Ese es el fallo, pero también ha habido muchos aciertos. Yo cuanto más viejo soy más optimista me vuelvo.