El número 22 de la calle de Allende, en el Centro Histórico de la Ciudad de México, alberga un taller en donde se reparan máquinas de escribir, mecánicas, eléctricas y electrónicas, que con dos siglos de existencia desde que irrumpieron en el mundo, hoy son objetos de culto y de colección.

En la actualidad las máquinas de escribir son ampliamente utilizadas por diversos sectores de la población, sobre todo, médicos que en ellas elaboran sus recetas, secretarias que escriben en pequeñas tarjetas y quienes que llenan cheques que de otra forma no podrían hacerlo; a mano no es rápido, y en computadora, es difícil.

Los hermanos Alejandro, Roberto y Salvador Montero, junto con su colaborador Marcial Jiménez, son artistas que dan nueva vida y esplendor a tan sofisticadas obras de ingeniería en su establecimiento “Servicio Montero”, espacio de dimensiones pequeñas donde paredes y piso, con máquinas, herramientas y refacciones, revelan su labor.

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Rodillo, tipos, barra, segmento, trucks, rieles, piñón, escape y cremallera, son ejemplo de las palabras que definen a las más de tres mil piezas que tiene una máquina de escribir promedio, de tipo casero o estudiantil, de acuerdo con lo comentado a Notimex por Marcial Jiménez, experto reparador y conservador, y apasionado de su oficio.

El transeúnte que pasa por la puerta de ese negocio y más aún quien entra en él, se percata rápidamente del reducido espacio en el que tres operarios trabajan en medio de “esqueletos” de máquinas de escribir, cada uno detrás de su pequeño escritorio cuyos cajones guardan cientos de diminutas piezas que habrán de servir algún día.

Unos minutos bastan para que desarme cada máquina que llega a sus manos, unas horas son suficientes para repararla, y la vida no alcanza para gozar la satisfacción de ver cada obra terminada que sale del “Servicio Montero”, alrededor de 150 máquinas de escribir cada mes, y durante una temporada alta, hasta 300, o más, señaló.

Hay tres temporadas altas al año. “Los médicos vienen a reparar sus máquinas de escribir, o a comprar una restaurada, durante su Internado, Residencia, o Especialidad. La necesitan para apuntes y recetas que requieren caligrafía clara y legible, por eso una máquina pequeña les ayuda y facilita el trabajo”, explicó el entrevistado.

Los ingresos económicos se han visto mermados en los últimos años, ante la desaparición de las empresas que fabricaban las máquinas de escribir. Para colmo, el taller de mecanografía ya desapareció de las escuelas secundarias del país, lo que vino a impactar negativamente en la venta y reparación de esas herramientas escolares”, dijo Jiménez.

“La máquina de escribir es en ciertas oficinas y consultorios médicos como una sartén en la cocina, donde si bien hay hornos de microondas y otros aparatos vanguardistas, nada como la sartén tradicional para preparar un buen par de huevos fritos”, como lo mencionó el entrevistado, en una analogía que refleja todo el valor y permanencia de las máquinas.

Los cuatro artífices saben que Eliphalet Remington creó la primera máquina de escribir comercial, en los albores del siglo XIX, en Nueva York. “Luego de obtener fama con sus máquinas de coser, la empresa E. Remington and Sons compró en 1872 los derechos de una máquina de escribir de la firma Sholes and Glidden, ideada por Christopher Sholes.

Esa máquina generó una revolución en el hecho cotidiano de escribir, dejando lápices y plumas a un lado, pues el novedoso artefacto muy pronto ocupó sitios privilegiados en el interior de todo tipo de negociaciones alrededor del mundo, aunque desde 1714 se habían realizado numerosos intentos por crear una máquina que escribiera de manera mecánica.

De voz templada y segura, rostro serio pero amable, y amplio vocabulario que le permite expresar sus ideas con claridad, Marcial Jiménez Rodríguez nació hace 58 años en esta ciudad. Hace 39 se inició en el oficio y hoy es uno de los pocos artistas de su tipo no sólo en la Ciudad de Mé6xico, sino del país, donde hay menos de 100.

“En el Centro Histórico de la Ciudad de México somos no más de 15 maestros, eso significa que se trata de un oficio en vías de extinción porque por un lado, las generaciones de hoy ocupan equipos de computación, y por otro, todas las fábricas de máquinas de escribir ya cerraron, consecuentemente, las refacciones tampoco se fabrican”, dijo.

Hasta la década de los 90 era relativamente fácil comprar una máquina nueva y hallar las refacciones que hicieran falta, mientras que hoy ya no hay máquinas nuevas y las piezas de refacción literalmente ya no existen. “Ante esa circunstancia y para poder ofrecer el servicio que el público exige, muchas veces aquí mismo fabricamos las piezas faltantes. Una reparación promedio cuesta 350 pesos”.

Ante el cierre de todas las fábricas de máquinas de escribir, por el “boom” de las tabletas, laptops y computadoras de escritorio, y debido a que los jóvenes en la actualidad poco interés tienen por aprender el oficio, y conocer la enorme ingeniería aplicada a las máquinas, “ya hablamos de que reparar máquinas de escribir es un arte”.

Alejandro, Roberto y Salvador Montero García, así como Marcial Jiménez, tienen en su local un “deshuesadero” de máquinas de escribir, arsenal de refacciones que permite seguir adelante en el negocio que les inculcó el tío Ruperto García Hernández, pero que con el devenir de los años ha pasado a ser una difícil actividad artesanal.

Los aparadores y mostradores del “Servicio Montero” ofrecen máquinas de escribir tanto mecánicas como eléctricas y electrónicas, pero también cajas fuertes, relojes checadores y otros objetos afines. “Las rentas son caras en el centro de la ciudad, y diversificamos el negocio para cubrir los gastos; el amor al arte no da para comer”, concluyó.

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