Juana Elizabeth Castro López
La fe como se entiende comúnmente no es la misma fe a la que se refiere Jesús, cuando dice: “…si tuviereis fe como un grano de mostaza, diréis a este monte: Pásate de aquí allá, y se pasará; y nada os será imposible” (Mateo). Sin embargo, cuando se logran desechar las ideas que distraen o distorsionan, es posible entender y actuar en esta fe que hace posible lo imposible. A continuación, partiendo de las nociones que pueden divagar el buen entendimiento de esta fe sobrenatural, se planteará su principio básico revelado en las Sagradas Escrituras cristianas.
La idea popular de fe puede empañar el buen entendimiento de la fe que logra imposibles. Es común entender la palabra fe como un conjunto de creencias religiosas tradicionales, las cuales generalmente son producto del sincretismo; por lo que, también, es frecuente que se tenga fe en varias cosas al mismo tiempo. Esta distorsión distrae y no puede generar la fe de la que habla Jesús. Por esta razón, Dios se da a entender muy claramente cuando dice “No tengas otros dioses además de mí. No hagas ningún ídolo ni nada que guarde semejanza con lo que hay arriba en el cielo, ni con lo que hay abajo en la tierra, ni con lo que hay en las aguas debajo de la tierra. No te inclines delante de ellos ni los adores. Yo, el SEÑOR tu Dios, soy…celoso…” (Deuteronomio). Por lo tanto, la fe sobrenatural a la que se refiere Jesucristo no es religión y tampoco es —valga la redundancia— creer en las criaturas que creó el Creador.
¿De qué fe habla Jesús? Como ya se mencionó, fe es creer y lo contrario de creer es desconfiar. Jesús, cuando habla de fe, está refiriéndose a la fe en Dios, es decir, en creerle a Dios. Por eso, el apóstol Pablo afirma que “…todo lo que no proviene de fe, es pecado” (Romanos), porque es dudar de Dios. La fe sobrenatural proviene de entender la grandeza de Dios que implica, entre otras muchas cosas, su amor y poder infinito, que tan solo con su soberana palabra puso orden e hizo todo lo que vemos, de lo que no se veía (Génesis).
Cuando la persona interioriza la grandeza de Dios, automáticamente pone su fe en Él. Recordemos que las Sagradas Escrituras definen la fe así: “Es, pues, la fe la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve” (Hebreos).
El que conoce cuán grande es Dios, obviamente, cree en Él y espera en Él; sabiendo que Dios no defraudará su esperanza. Este es el caso de una mujer que tocó el manto de Jesús: “… una mujer enferma de flujo de sangre desde hacía doce años, se le acercó por detrás y tocó el borde de su manto; porque decía dentro de sí: Si tocare solamente su manto, seré salva… Jesús, volviéndose y mirándola, dijo: Ten ánimo, hija; tu fe te ha salvado. Y la mujer fue salva desde aquella hora” (Mateo). En este pasaje neotestamentario podemos observar la definición de la fe en acción, porque la mujer vio en Jesús al Eterno Hijo de Dios y reconoció su ilimitado poder; por eso, ella dentro de sí tenía la certeza de que si tan sólo lograba tocar su manto sería sana. Esta era su convicción, a pesar de que se sabía enferma. En pocas palabras, la fe es creer en Dios porque se sabe cuán poderoso es Él.
Basándose en el conocimiento de la grandeza de Dios, Jesús dice que: “si a este monte dijereis: Quítate y échate en el mar, será hecho. Y todo lo que pidiereis en oración, creyendo, lo recibiréis” (Mateo) En otras palabras, Jesús está diciendo: ora a Dios, créele y recibe de Él.
Por lo tanto, la clave de la fe que hace posible lo imposible está en conocer y entender cuán grande es Dios. Y, este conocer (conocimiento o sabiduría) tiene su principio en el temor reverente a Dios, así lo afirman las Escrituras: “El principio de la sabiduría es el temor del SEÑOR; buen juicio demuestran quienes cumplen sus preceptos” (Salmos). Y, uno de dichos mandamiento es: “no tengas otros dioses además de mí” (Deuteronomio). Pues, uno es tu Creador y todo lo demás son creaturas, igual que tú. Entender esto, ya es sabiduría de Dios.
Conocer a Dios dinamiza la fe poniéndola en acción al llamar a las cosas que no son como si fueran. Así, ante una enfermedad, una deuda económica, un esposo golpeador, un hijo rebelde se debe tener la certeza de lo que se espera y decir o declarar: ¡Alabado sea Dios! ¡Sano(a) estoy!, aunque aún se vea la enfermedad. E, igualmente, declarar prosperidad, aunque aún se vea deuda; esposo amoroso, hijo bien portado, aunque todavía no lo sean. Se declara lo que se espera, con la certeza de que se verá, aunque aún no se vea, sabiendo que nuestra fe en Dios no será vana, pues poderoso es y nada hay imposible para Él. Esta declaración brota espontáneamente al entender la grandeza del amor y poder de Dios, que puede crear lo que se espera de lo que no se ve. Por lo tanto, la declaración surge de creerle a Él, de allí que la fe no se coloca en la declaración sino en Dios, que hace brotar esa convicción desde el interior del individuo. Esta es la fe de la que Jesús habla cuando dice: “y nada os será imposible” (Mateo).
Por esto concluimos que el poder de hacer posible lo imposible está en la fe que surge de conocer e interiorizar cuán grande es Dios.