El pecado original de Max Brod, pieza clave del impulso de la carrera póstuma de Kafka, ha poseído siempre algo de la calidad asombrosa y el aura mítica de la ficción del escritor bohemio. En 1924 Franz Kafka, a punto de morir de tuberculosis y enfrentado a lo que seguramente consideraba un final ignominioso para su vida literaria, dejó a Brod un par de notas dándole instrucciones de que quemase “sin leer y hasta la última página” todo lo que iba a dejar, ya fuesen manuscritos, diarios o cartas. Brod, sin embargo, desobedeció la orden, y dedicó el resto de su vida a editar, compilar y promocionar incansablemente la obra de Kafka, erigiéndolo en la figura canonizada coronada de laureles de la modernidad enajenada que sigue siendo hoy en día para muchos lectores.

Efectivamente, Brod salvó dos veces de la destrucción los textos de Kafka: la primera, de las llamas autoinmoladoras de su testamento; la segunda, de las hogueras de la barbarie nazi, cuando, en 1939, huyó en tren de Praga a Palestina aferrado a un portafolios lleno de los papeles de su amigo. El improvisado editor murió en 1968 y dejó su colección a su secretaria, Esther Hoffe, al parecer con la intención de que ella acabase depositándola en una biblioteca o un archivo públicos. Hoffe, en cambio, guardó los documentos en una cámara acorazada, vendió lo que pudo –el caso más controvertido es el del manuscrito inconcluso de El proceso– y dejó el resto a sus dos hijas. Cuando murió en 2007, la Biblioteca Nacional de Israel impugnó los derechos a los archivos de Brod y Kafka, precipitando una sucesión de choques en los tribunales que enfrentaron a la institución con la hija de Esther, Eva, y el Archivo de Literatura Alemana de Marbach, que abrigaba la esperanza de adquirir los escritos. Al final, en 2016, el Tribunal Supremo israelí falló a favor de la Biblioteca Nacional.

Que Brod, el gran custodio del legado de Kafka, acabase dejándolo en manos de una pandilla de hipotéticos herederos litigiosos resulta toda una paradoja que, no obstante, viene muy al caso dada la omnipresencia de los tribunales en la obra del escritor. En esta paradoja se basa el nuevo libro de Benjamin Balint, (1976) El último proceso de Kafka. El juicio de un legado literario. El trabajo es un híbrido poco corriente, en parte novela judicial, en parte doble retrato de Kafka y Brod, y en parte crónica de la construcción de las identidades israelí y alemana tras la Segunda Guerra Mundial. Balint, historiador de la cultura de gran talento y sensibilidad intelectual, encuentra su expresión más natural en el modo interrogativo, y prefiere la exploración de las preguntas difíciles a las soluciones fáciles.

El primer tercio de su libro avanza y retrocede de los orígenes de la trayectoria de Kafka y su amistad con Brod al litigio por la custodia, aún pendiente de resolución, abierto por Israel. Las páginas dedicadas a este último, repletas de nombres de letrados y circunvoluciones procedimentales, a veces se hacen pesadas. Balint no consigue aclarar del todo los motivos que había detrás de los recursos cada vez más desesperados de Eva Hoffe para retener su herencia. Sea lo que fuere, el lector acaba cansado de los embrollos judiciales y anhela volver a la amplitud de las vistas a la mente de Kafka.

Al final, el autor desvela un Kafka inmune a tales dicotomías; un ejemplo, antes bien, de ambición multicultural, cuya universalidad artística nace de la particularidad de la experiencia de una vida judeoalemana en Praga. El carácter paradójico y el yo dividido del novelista se tratan más en profundidad a lo largo de una serie de capítulos que hablan de su relación con el sionismo, las mujeres, la lengua alemana y su propia condición de judío. Kafka tenía un instinto reflejo para lo que Philip Larkin denominó “la importancia de otro lugar”; la lejanía y la alteridad eran para él condiciones deseables. Le repelía, por ejemplo, el árido judaísmo en el que fue criado –la “nulidad de la religión memorística paterna”, en las hermosas palabras de Balint–, mientras que asistía encandilado a las representaciones de una compañía de teatro en yidis de Praga y a lo que percibía como la estimulante autenticidad de la cultura judía. Es muy característico de él que estas afinidades rara vez se concretasen en compromisos.

Si bien la falta de resolución de Kafka fue motivo de reproches personales, también puede servir para insinuar sus honestos medios para batirse con la herencia rota de la modernidad: la ruptura con las antiguas verdades y las estabilidades del significado. Los esfuerzos contradictorios de Kafka por pertenecer a un colectivo y abdicar de esa pertenencia, lo que él llamaba su “debilidad del nosotros”, sirve de lección en nuestra época de polarización tribal renovada, en la que la identidad grupal se define con frecuencia en términos exclusivistas para utilizarla mejor como maza contra los otros. Y aquí es donde llegamos a la paradoja final: aunque las obras de Kafka a menudo se han interpretado como parábolas de la demora, el destino inalcanzado y la postergación perpetua, en otros sentidos –entre los que sobresale la genuina, aunque tensa multiculturalidad de su imaginación literaria y su concepción de la individualidad– sigue yendo por delante de nosotros, indicándonos el camino a seguir. Se diría que siempre estamos intentando ponernos a la altura de Kafka.

Publicidad