Por Héctor González Aguilar
La obra de Alfonso Reyes es extensa, variada y de una calidad difícil de igualar, en los veintiséis volúmenes que conforman sus obras completas podemos encontrar poesía, cuento, teatro y ensayo, éste último, su género preferido; hoy recordamos a este importante polígrafo regiomontano fallecido el 27 de diciembre de 1959.
El que sería uno de los escritores más significativos de nuestro país llegó a la ciudad de México muy joven; su afición por el estudio lo llevó a fundar, junto a Pedro Henríquez Ureña y José Vasconcelos, el Ateneo de la Juventud, centro intelectual destinado a renovar no sólo la literatura sino el pensamiento nacional. Unos años después, tras la muerte de su padre –el general porfirista Bernardo Reyes- en los terribles acontecimientos de 1913 en México, el joven Alfonso decidió emigrar a Europa.
El día que nació, su padre, entonces gobernador de Nuevo León, asistía a una comida que la colonia española ofrecía con motivo del natalicio de Alfonso XIII, rey de España. Cuando el general se retiró para ir a conocer a su hijo, uno de los comensales le propuso el nombre de Alfonso para conmemorar ambos acontecimientos; años después, este detalle le saldría caro a nuestro escritor.
Estando en Europa, envió un telegrama a la estación ferroviaria de Burdeos para reservar un boleto a París, solicitando una cama en el carro dormitorio. Cuando llegó a la estación le sorprendió encontrarse con una muchedumbre, resultó que se había divulgado la noticia de que el rey Alfonso XIII viajaría a París, la confusión se generó a causa del telegrama, pues éste venía con el nombre de Alfonso Rey. Aunque la situación se aclaró, Reyes tuvo que pagar no nada más por la cama sino por todo el carro, pues se lo habían asignado totalmente, además debió sufrir la poca amabilidad de los empleados, que se habían vestido de etiqueta para atender al monarca.
Artemio del Valle Arizpe relata que Reyes era muy aficionado a los gatos, los engordaba como si fueran “canónigos felices”; cuando escribía era normal que lo acompañara un minino que contemplaba adormilado el armonioso movimiento de su pluma fuente; y cuando era necesario, el escritor abandonaba “algún importante ensayo” para dedicarse a la complicada tarea de buscar una pareja para su Pepe Bufa o para su querida Blanquerna.
Indudablemente, su obra más conocida es Visión de Anáhuac, 1519; escrita en España, se publicó en Costa Rica en 1917, se le reconoce como una verdadera obra maestra de la literatura. Reyes siempre la consideró como un ensayo, pero en la actualidad no hay un acuerdo en cómo definirla. El autor tenía el plan de que Visión de Anáhuac sería el inicio de un proyecto para encontrar “el alma nacional”, tal vez imitando a Dostoievski, que había intentado hacerlo previamente en Rusia.
Visión de Anáhuac hace referencia a esa primera visión de los españoles cuando en 1519 descendieron de las montañas hacia el valle de Anáhuac, tal vez por esa razón el primer título propuesto fue “Mil quinientos diecinueve”, pero el editor de Costa Rica prefirió “Visión de Anáhuac”, que era la otra opción ofrecida por Reyes.
La obra no se queda con esa primera, y maravillada, mirada de los españoles, Reyes nos hace conversar con Hernán Cortés y Bernal Díaz del Castillo acerca de la populosa ciudad de Tenochtitlan así como de las excentricidades de Moctezuma, también conversamos con Chateaubriand y Humboldt sobre las bondades climatológicas del valle, y Reyes nos da su propia percepción de lo que debió ser ese paradisiaco lugar en el cual se asentaba la capital del imperio mexica.
Él mismo fue quien acuñó el famoso epígrafe de “Viajero: has llegado a la región más transparente del aire”, del que Carlos Fuentes tomara un gajo para darle título a una de sus más conocidas novelas. Años después, al ver el deterioro del valle, Reyes escribió un breve artículo titulado “Palinodia del polvo”, en el que se pregunta acerca de lo que ha sucedido con aquella región más transparente.
El escritor también dedicó tiempo a plasmar sus reflexiones sobre la literatura y sobre su profesión; en El deslinde, expone sus ideas relativas a la teoría literaria. Era también un especialista en Goethe y en los clásicos griegos, y durante su estancia en Europa se empapó de los grandes escritores españoles, franceses e ingleses que ya conocía desde su natal Monterrey.
Las obras que publicó sobre Goethe y la literatura griega dieron motivo a Ermilo Abreu Gómez y a Héctor Pérez Martínez para recriminarle el poco interés que ponía en lo mexicano; la recriminación no tiene mucho sentido pues, como asienta Adolfo Castañón, Reyes acumuló más de dos mil quinientas páginas tratando temas de nuestro país.
Después de desempeñarse por varios años en el Servicio Exterior Mexicano, en 1939 regresa definitivamente al país, en donde dirige la Casa de España, que luego se convertirá en El Colegio de México. Connotados escritores y Universidades lo nominaron varias veces al Premio Nobel de Literatura, pero la Academia se resistió a concedérselo.
Para escribir de tantos y variados temas es necesario ser un gran lector, Reyes lo era. En su texto “Categorías de la lectura”, nos ofrece de una manera deliciosa sus ideas acerca de los diferentes tipos de lectura que existen, a la vez que nos aclara la forma en que un lector debe de abordar un libro:
“El libro, como la sensitiva, cierra sus hojas al tacto impertinente. Hay que llegar hasta él sin ser sentido. Ejercicio casi de faquir. Hay que acallar previamente en nuestro espíritu todos los ruidos parásitos que traemos desde la calle, los negocios y afanes, y hasta el ansía excesiva de información literaria. Entonces, en el silencio, comienza a escucharse la voz del libro; medrosa acaso, pronta a desaparecer si se le solicita con cualquier apremio sospechoso”.
Esto es sólo una muestra de lo que es Alfonso Reyes, un autor imprescindible de la literatura hispanoamericana; su obra está ahí, no para ser archivada sino para ser leída.