Cristóbal Villalobos/Zenda
13 de octubre de 1909. A las 9 de la mañana, en el foso de Santa Amalia de la prisión de Montjuic, fusilan a Francisco Ferrer i Guardia, fundador de la Escuela Moderna. Sin pruebas, un tribunal militar lo había declarado culpable de instigar la Semana Trágica de Barcelona.
La ejecución había sido precedida por una polémica periodística protagonizada por intelectuales extranjeros y patrios. El 4 de septiembre, el diario L’Humanité, de Jean Jaurès, anunciaba la creación del Comité de defensa de las víctimas de la represión española, que contaba con la presencia de pensadores como Anatole France, Ernst Haeckel y Maurice Maeterlinck. El 6 de septiembre aparece publicado en el periódico galo un artículo rotulado A la Europa consciente, firmado por el citado Comité, en el que se acusaba a España de constituir la “barbarie intelectual” del continente.
La prensa gubernamental española contesta: “Campaña de escándalo”, titula La Época, el periódico oficialista de Maura, y llama a los intelectuales europeos “apaches”. Azorín, diputado maurista, escribe en ABC el célebre artículo Colección de farsantes, en el que intenta desprestigiar a aquellos intelectuales foráneos que critican ferozmente al gobierno español.
Pocos días después, ABC publica una carta escrita por Unamuno felicitando a Azorín por el artículo: “Son muchos aquí los papanatas que están bajo la fascinación de esos europeos”. El papanatas no era otro que Ortega y Gasset, que también fue aludido por Azorín en el texto anteriormente citado.
Ortega, por su parte, se toma unos pocos días para contestar desde El Imparcial: “Yo soy plenamente, íntegramente, uno de esos papanatas que están bajo la fascinación de esos europeos”. En el texto Unamuno y Europa, una fábula, se incluían términos como “filosofía soez” o “energúmeno español”, dedicadas a Unamuno.
La lucha dialéctica entre los dos colosos del pensamiento español no era algo nuevo. Mientras Ortega quería solucionar el problema de España a través de Europa, o sea, europeizándola, Unamuno andaba entre el casticismo y el existencialismo, según la época, lo que le convertía en un “hirsuto morabito, casi cabileño” para el madrileño. A pesar de que Unamuno colaboraba en las publicaciones editadas por Ortega, y en apariencia tenían una relación cordial (Unamuno habla del “amigo Pepe Ortega”), este último se marchaba de la Revista de Occidente cuando el primero llegaba a la redacción.
Según Eduardo Zamacois, “los grandes escritores son hombres de escasa conversación, por aquello de llevar la lengua en la pluma. Empero a Unamuno, que fue la personalidad más fuerte de la época, le gustaba hablar, y lo hacía sin tasa. El origen de la secreta antipatía que le profesaba Ortega y Gasset, que también se pirraba por hablar, era ese. Sé de buena tinta que, siempre que Unamuno iba a la Revista de Occidente, Ortega se marchaba de la redacción, para no perder el derecho a opinar”. Ramón Gómez de la Serna añadió que Unamuno se concentraba tanto en sus peroratas “que nunca notaba esa ausencia”.
La enemistad entre ambos no fue algo puntual, sino que corría paralela a los avatares históricos: durante la I Guerra Mundial, por ejemplo, Ortega se convirtió en germanófilo mientras que Unamuno defendió la causa aliada, lo que provocó nuevos roces en la prensa.
Sin embargo, cuando el rector de la Universidad de Salamanca fue destituido en 1914 por el ministro de Instrucción Pública, Francisco Bergamín, padre del poeta, Ortega no dudó en respaldar a Unamuno participando en numerosos actos de desagravio: “España sabe lo que debe a Unamuno, pero sería curioso saber lo que le debe al señor Bergamín”.
En un mitin en Bilbao, Ortega resumió la enemistad intelectual: “No ignoráis que soy enemigo extremo del señor Unamuno y que él me devuelve con creces esa hostilidad intelectual. No creo que el ex Rector de Salamanca haya escrito contra nadie mayor número de párrafos que contra mí. El acudir yo ahora presuroso en su defensa hace evidente que con su destitución no sólo él ha sido herido. Reñíamos en un combate, combate cuerpo a cuerpo, pero en toda lucha hay siempre un momento que hace de ella un abrazo”.
Cuando estalló la guerra civil, Ortega acabó refugiándose en París. Allí, el 1 de enero de 1937, el diario La Nación de Buenos Aires, donde colaboraba como articulista, le anunció el fallecimiento de Unamuno en su casa de Salamanca. Sin conocer la causa del óbito, escribió: “Ha muerto de muerte de España”.
En sus Obras completas, Ortega nos dejó unas últimas palabras sobre su enemigo íntimo: “Unamuno, de quien había vivido unos veinte años distante, se aproximó a mí en los postreros días de su vida, y hasta poco antes de la guerra civil y de su muerte reculaba a prima noche en la tertulia de la Revista de Occidente, con su cuerpo ya muy combado, como el arco próximo a disparar la última flecha. Algún día contaré la causa de esta aproximación que nos honra a ambos…”.






