Las infantas de la casa de Habsburgo vuelven a palacio. No al suyo, el Alcázar, que se quemó en 1734, sino al de los borbones que ocupó su lugar. Vienen desde los cercanos conventos que ellas mismas fundaron o tutelaron, las Descalzas Reales y la Encarnación, para escenificar de nuevo la Pietas Austriaca, pilar ideológico de una familia que ambicionó gobernar el planeta apoyándose en su militancia católica. Sus mujeres la servían a través de los matrimonios concertados y la maternidad (recomiendo mucho el libro de Mª Cruz de Carlos Nacer en palacio. El ritual del nacimiento en la corte de los Austrias, de reciente publicación, que complementa muy bien la muestra). Pero también cuando se retiraban a los conventos –profesando o no– donde cumplían una misión simbólica al servicio de la monarquía y usaban su influencia en asuntos de gobierno, en contacto con prohombres españoles y europeos.

Aunque con menos peso artístico, la Encarnación tiene aún más interés político y teológico que las Descalzas, segunda residencia (Cuarto Real) instaurada por Juana de Austria para estar a gusto cuando no tenía que atender a sus obligaciones como regente y para organizar allí su sepelio (con cenotafio de Pompeo Leoni, no trasladado) aunque quien más la aprovechó y le imprimió carácter cortesano fue su hermana María cuando volvió viuda a España, tras haber parido trece archiduques, y se instaló en el convento con un enorme séquito. Pero la fundación de la Encarnación por la reina Margarita, esposa de Felipe III, y la estricta teresiana Mariana de San José supuso todo un pulso al duque de Lerma –que se había hecho con el control de las Descalzas precisamente para bloquear la actividad política que allí desarrollaban la emperatriz María y su hija– y se convirtió en el núcleo de la facción papista en las luchas de poder en la corte.

La buena iluminación y la limpieza del montaje nos ayudan a apreciar una selección de obras de primer orden

Solo siete de las obras ahora expuestas proceden de colecciones externas, lo que nos hace preguntarnos qué aporta la exposición que no pueda darnos la visita a los dos conventos donde, además, las piezas se contemplan en el contexto que mejor las explica. Dos argumentos, al menos, pueden esgrimirse. El primero es estético: la buena iluminación y la limpieza del montaje nos ayudan a apreciar una selección de obras de primer orden, algunas recién restauradas, que se desprenden del batiburrillo conventual. Piensen que el inventario de bienes muebles histórico artísticos está integrado, en el caso de las Descalzas, por más de 9.000 objetos y el de la Encarnación supera los 7.000. Además, una parte de lo mostrado no es accesible allí a los visitantes –que no son muchos: 46.922 y 15.511 respectivamente en 2018, frente al millón y medio del Palacio Real– por hallarse en zonas reservadas a la clausura. El otro es científico: con la exposición se pone al día, a través del libro editado para la ocasión, el estudio de estas fundaciones religiosas, con atención a su historia arquitectónica, sus usos de las imágenes, sus prácticas rituales y su significación política y cultural. Sin embargo, en las salas el comisario, Fernando Checa, ha optado por un abordaje más simple y atractivo para el público al focalizar el discurso en las sucesivas mujeres de la familia imperial que pasaron por ambos conventos, y es algo que tiene su lógica interna.

Los retratos cobran aquí una relevancia que en los conventos no es numérica pero sí programática. Las galerías de retratos familiares eran habituales en los palacios de los Habsburgo y en estos conventos cortesanos no podían faltar, situándose en las áreas de protocolo, de cara a los visitantes que venían a tratar asuntos de gobierno o diplomacia, o en las proximidades de los espacios de oración para promover los rezos por las almas de familiares vivos y muertos. Tenemos, desde mediados del siglo XVI a mediados del XVII, efigies no solo de las Austrias residentes sino también de sus hermanos, primos, hijos y sobrinos (bastardos incluidos), tíos y suegros, que encargaban a excelentes artistas e intercambiaban para mantenerse al día sobre los progresos dinásticos y para completar sus respectivas colecciones.

Con siete obras de Alonso Sánchez Coello (una atribuida), la muestra incluye una pequeña monografía sobre este extraordinario retratista para el que posó la propia Juana de Austria, pero también imponentes retratos de Antonio Moro, Joris van der Straeten, Frans Pourbus, Pantoja de la Cruz, Rubens y Van Dyck. Hay varios niños retratados, príncipes muertos a corta edad que, con las dos princesitas difuntas en hábitos monacales y en sus ataúdes que encontramos en la última sala, dedicada a la trascendental ceremonia de la muerte en los conventos, nos hablan no solo de la “angustia por la sucesión” provocada por la elevada mortandad infantil incluso en el seno de familias privilegiadas como esta sino de la extraña relación de las monjas con la maternidad, expresada por ejemplo en la proliferación de niños Jesús, vestidos, paseados y mimados como muñecos incluso por la ejemplarmente devota (o de eso tenía fama) sor Margarita de la Cruz, una de las protagonistas de este relato.

El aparato artístico implicado en la vida conventual/cortesana no servía solo, a través del retrato, a los asuntos dinásticos sino también a las prácticas religiosas, con especial dedicación a temas relacionados con la Pietas Austriaca, como el culto a Santa Úrsula y las cien mil vírgenes, de las que atesoraron numerosas reliquias en las Descalzas, y a la Legión Tebana liderada por San Víctor, a quien presta su fisionomía, en una pintura que no se ha traído, el emperador Rodolfo II. La escultura formaba parte de ese aparato devocional y también en este capítulo, junto a un sinnúmero de tallas insignificantes, hay obras en ambos conventos de gran valor, como demuestran las que se han seleccionado de Pedro de Mena y Gregorio Fernández. Particular protagonismo tenían, por otra parte, las colecciones de reliquias que santificaban los recintos, y se establece un interesante vínculo entre estas y las kunstkammern tan del gusto de los archiduques. La evolución artística que podemos rastrear a lo largo de la muestra, desde las tablas flamencas a la apoteosis barroca en los tapices de la serie El triunfo de la Eucaristía de Rubens, pasando por un renacimiento italianizante, no registra solo los cambios en el gusto sino también en la doctrina religiosa, con la irrupción la Contrarreforma y el culto a las imágenes del que fueron muy defensoras estas monjas, y nos muestra cómo se imbrican el arte y la historia.

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