Daniel Arjona/Foto Victoria Iglesias
El argentino Julio Cortázar escribió unas instrucciones para dar cuerda a un reloj, pero nadie nos ha dejado unas indicaciones similares para armar una antología de artículos. Se trata de un género que en demasiadas ocasiones sirve de relleno o como bypass en los tiempos de sequía creativa entre una novela y la siguiente, esos años ciegos en los que los autores, y sobre todo sus editores, no están dispuestos a dejar de vender libros. Y tantas veces se nota en estas reuniones apresuradas un cierto desorden, un corta y pega apresurado, sin orden ni concierto, sin estructura.
El caso de Claudia Piñeiro, compatriota de Cortázar, es exactamente el opuesto. Acaba de regalarnos una antología de artículos tan sólida y bien pensada que es mucho más que un complemento a su extraordinaria carrera de escritora literaria con multitud de fieles lectores. Sin llegar a servir, como subraya, de biografía, sí devana los deseos, luchas y quehaceres de una vida dedicada a las palabras. Y a los silencios que ora las velan ora las iluminan. Su hermoso título se impone: Escribir un silencio (Alfaguara).
—¿Cómo se sintió al reunir los variados textos de este libro? ¿Se reconoció a sí misma o en ocasiones le pareció leer a una extraña?
—Durante todos los años que he escrito ficción, la detenía cuando alguien me pedía un artículo para Clarín, Página 12, La Nación, El País, etc. O cuando me invitaban a un Congreso y tenía que escribir un discurso. O cuando abría una Feria del Libro. Yo agradecía mucho todas esas detenciones en la escritura de ficción que me obligaban a reflexionar sobre ciertos asuntos importantes. Cuando mi editora me propuso recogerlos en un volumen me puse a recordar y releer todos aquellos artículos y me quedé con los que seguían diciéndole algo a nuestro tiempo. El paso siguiente fue ordenarlos para dar cuenta de quién soy, de cuáles son mis intereses, de mi cuerpo, de mi familia, de lo que leo… La intención siempre ha sido ir de lo personal a lo universal.
—“Sospecho que lo que escribe nace del silencio”. ¿La escritura conjura los peligros de las palabras?
—Este tipo de escritura en particular sí permite conjurar los peligros de las palabras. Ofrece la posibilidad de la reelaboración, esa que no nos brinda la oralidad. Y afrontar cada tema por primera vez, para un artículo o una charla, te permite también una frescura desconocida, que el texto literario a veces no tiene más remedio que obviar.
—“No hay instrucciones para ser feliz. Solo preguntas y posibles respuestas”. ¿La lectura es una de esas posibles respuestas?
—La lectura es un gran vehículo del placer. Uno de mis artículos se titula precisamente “El derecho a leer” porque, ¿no cambiaría todo si, por ejemplo, en la escuela, la lectura se entendiera como un derecho en lugar de como una obligación? Pero leer también es un deseo. Recuerdo un día que iba conduciendo con uno de mis hijos y llevaba un libro en el coche, como siempre hago por si me coge un atasco, y puede aprovechar un poco más de tiempo para leer. Y de pronto, mi hijo agarró el libro y me dijo: “¿Qué hay acá dentro que lo llevás a todas partes?”. Me pareció maravilloso.
—De hecho, uno sale de este libro con un tesoro de recomendaciones lectoras. Me acordaba leyéndole de mis lecturas juveniles de Borges que siempre invitaban a leer otro montón de libros de otros autores. ¿Usted también se enorgullece, como él, más de los libros que ha leído que de los que ha escrito?
—Y lo mejor es que algunos de esos libros de Borges son reales… ¡y otros son inventados! Pero él leyó mucho más que yo, tenía motivos para enorgullecerse. Era una auténtica biblioteca andante. Yo acudía hace muchos años a los talleres literarios que impartía en Buenos Aires el gran escritor Abelardo Castillo, quien ya murió. Un buen día me dio una lista de diez libros de literatura clásica y un plazo. Cuando cumplió ese plazo, me había leído cinco de los diez y me respondió: “Puedes acudir a mi taller, si querés, pero esto así no va a funcionar”. ¡Y no fui por la vergüenza! Ja, ja, ja.
—Cuando en un mundo tan polarizado una escritora, con tantos lectores como usted, se implica además en causas políticas en las que cree, ¿es algo que comienza a ser cada vez más excepcional?
—Cada vez hay más autores que prefieren no involucrarse en la realidad y quedarse al margen. Algunos colegas incluso me lo han reconocido explícitamente. Cuando yo estuve en el foco público por mi posición a favor del aborto, algunos lectores me escribían por redes para decirme que no pensaban leerme más. Y mi sensación es que esas personas, en realidad, tampoco me leían antes. No era más que una forma de agredirme. Yo nunca me he escondido, siempre he dicho las mismas cosas. Por otra parte, hay tanto para leer… Me parece bien que la gente seleccione. Si le soy sincera, diría que entonces gané aún más lectores de los que ya tenía.
—El libro incluye su famoso discurso a la Cámara de los Diputados de la Nación Argentina a favor del aborto. ¿Cómo recuerda aquello y sus consecuencias?
—Fue algo histórico por muchas razones, pero que además marca una diferencia con el momento que vivimos ahora. Nosotras peleábamos para conseguir nuevos derechos y aquella era una lucha alegre. Hoy en cambio en Argentina nos vemos obligados a luchar para no perder los derechos que ya teníamos. Y esa lucha ya, desgraciadamente, no es tan alegre. Lo volveremos a hacer, en cualquier caso.
—¿Cuándo comenzarán los hombres a escribir de la paternidad como las mujeres escriben de su maternidad?
—¡Ya lo están haciendo! Escritores como Andrés Neuman, Alejandro Zambra o Renato Cisneros. Por un lado, hoy existe una implicación mayor de los hombres en la crianza. Y por tanto, a esos escritores varones que lo viven le entran ganas de contarlo.
—El covid o “los años que vivimos en peligro”. Asegura que con todo lo malo, tiene algo que agradecerle a la pandemia: “escuchar lo que antes sólo oía”. ¿Cómo es esto?
—Dudé mucho si traer el tema del covid a este libro porque parece que ocurrió hace mucho tiempo. Y justamente por eso al final decidí que sí. No podemos olvidar tan rápidamente. No podemos olvidar, por ejemplo, cómo nuestras ciudades se quedaron en silencio y comenzamos a escuchar otros sonidos que habíamos perdido: el golpe de una pelota contra la pared que me hacía descubrir increíblemente al chico que era vecino mío y que ni sabía que vivía allí.
—Recoges al final del libro unas palabras de Maria Elena Walsh con las que lamentaba que en la Dictadura todos tenían una descomunal goma de borrar incrustada en el cerebro. Y lo conecta con lo que hoy llamamos «cultura de la cancelación».
—Es la sociedad la que debe rechazar ciertos discursos, nunca la censura. No me hacen gracia los chistes machistas, pero nunca los censuraría. No tengo ninguna duda de que hoy a algunos escritores les empieza a crecer de nuevo esa goma de borrar dentro de su cabeza. Que, por ejemplo, no incluyen fumadores para facilitar que sus libros se traduzcan en los países donde el tabaco está especialmente mal visto. ¡Pero la gente sigue fumando! ¿Cómo no vamos a contarlo? Luego tenemos esa manía de sobreproteger y subestimar a los niños. Si les hurtamos a los niños el horror en la ficción, ¿cómo sabrán reconocerlo cuando se lo encuentren en la realidad?
—“Quien nos niega el uso de una palabra nos niega también la existencia de lo que esa palabra nombra”. ¿Hoy en la Argentina de Milei vuelve a peligrar el uso de la palabra?
—Vivimos en la tergiversación permanente de la palabra. La palabra “libertad”, se me ocurre, la usan permanentemente el presidente Milei y sus seguidores, y luego están en contra del aborto. La libertad es solo para lo que a ellos les parece. Por lo tanto, el resto nos cuidamos de decir la palabra “libertad”, porque ellos se la han apropiado. A otras palabras positivas, por el contrario, las dieron una connotación negativa, como la palabra “cultura”. La gente de la cultura somos los vagos, los subvencionados. Me niego a que ocurra todo esto. No podemos regalarles las palabras.