Elizabeth Castro López
Aunque en su sentido ético simple implica vivir apartados del mal, la santidad es más que mera impecabilidad; porque involucra una total consagración a la voluntad y el propósito de Dios.
En el Antiguo Testamento, Dios proveyó la ley de Dios y rituales de purificación, para llevar vidas santas y así cumplir el llamado de Dios a la santidad: “Sean santos, porque yo, el SEÑOR su Dios, soy santo” (Levíticos). Hoy, este llamado de Dios a la santidad está vigente.
Pero, ¿cómo vivir diariamente en santidad en este mundo tan turbulento? Nuevamente, la respuesta es: la obediencia a la ley de Dios. Pero, ahora no hay rituales de purificación; porque aquellos eran sombra y figura del sacrificio perfecto de Jesucristo. Hoy, al amparo de la obra consumada por Jesús, vivimos en el tiempo de la gracia. Pero, esto no significa que Dios tolere el pecado. Por ello, cada uno de sus hijos debe vivir en santidad. La obediencia a la ley divina nos aparta del mal y esto, en sí, es vivir en santidad, la cual nos permite permanecer delante de Él diariamente. La Carta a los Hebreos lo dice de esta manera: “Busquen la paz con todos, y la santidad, sin la cual nadie verá al Señor”.
Antiguamente los mandamientos se obedecían por temor reverente a Dios. En el Nuevo Testamento, Jesús dice: “Si me amáis, guardad mis mandamientos”. Y, resume el decálogo divino en dos mandamientos de amor: Ama a Dios sobre todas las cosas y ama a tu prójimo como a ti mismo. Este último tiene que ver con “Busquen la paz con todos…”. “Y la santidad, sin la cual nadie verá al Señor”, tiene que ver con “amar a Dios sobre todas las cosas”. Él es santo y apartado de toda inmundicia; por tanto, los que le aman, le obedecen y así se apartan del mal. Porque quieren vivir en comunión con él, esto es ver a Dios.
Jesús habla de este vivir diariamente en comunión con Dios y lo pone en estos términos: “Todavía un poco, y el mundo no me verá más; pero vosotros me veréis… Le dijo Judas (no el Iscariote): Señor, ¿cómo es que te manifestarás a nosotros, y no al mundo? Respondió Jesús y le dijo: El que me ama, mi palabra guardará; y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada con él…” (Juan).
Sin embargo, el anhelo de santidad y comunión con Dios, a menudo encuentra estorbo. El apóstol Pablo, en una compleja y profunda disertación en su Carta a los Romanos, lo pone en estos términos: “…el querer el bien está en mí, pero no el hacerlo. Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago.”
Dios tiene conocimiento de esta frustración. Ante esto, Él hace una promesa: “Os daré corazón nuevo, y pondré espíritu nuevo dentro de vosotros; y quitaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré un corazón de carne. Y pondré dentro de vosotros mi Espíritu, y haré que andéis en mis estatutos, y guardéis mis preceptos, y los pongáis por obra” (Ezequiel).
Esta promesa divina se cumplió en la fiesta de Pentecostés posterior a la muerte y resurrección de Jesucristo. Ese día, Dios derramó de su Espíritu Santo. Y, la ley, antes escrita en tablas de piedra, ahora la escribe en el corazón de los creyentes, por la operación del Espíritu en ellos.
Dios da su Espíritu para que nos ayude a poner por obra sus mandamientos. De esta manera, y sólo de esta manera, es posible vivir cotidianamente en santidad. Por esto, Jesús rogó al Padre por la promesa del Espíritu, así lo dice: “Si me amáis, guardad mis mandamientos. Y yo rogaré al Padre, y os dará otro Consolador, para que esté con vosotros para siempre: el Espíritu de verdad, al cual el mundo no puede recibir, porque no le ve, ni le conoce; pero vosotros le conocéis, porque mora con vosotros, y estará en vosotros…” (Juan).
En conclusión. Vivir diariamente en santidad es posible, porque, como dice la Segunda Carta de Pedro: “… todas las cosas que pertenecen a la vida y a la piedad nos han sido dadas por su divino poder, mediante el conocimiento de aquel que nos llamó por su gloria y excelencia.” Es decir, en Jesucristo nos es dado todo cuanto necesitamos para vivir en santidad y comunión con Dios. Jesús es quien nos bautiza en el Espíritu Santo.
Reconocer, como el apóstol Pablo, “que no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago”, nos debe llevar a anhelar de todo corazón la promesa del Espíritu; para que limpie nuestros corazones y escriba en ellos Su ley y nos ayude a andar en Sus estatutos, a guardar Sus preceptos y a ponerlos por obra. Cumpliéndose la palabra de Jesús: “Bienaventurados los de limpio corazón, porque ellos verán a Dios.



