Juana Elizabeth Castro López
Querer cambiar de forma de ser es un anhelo legítimo, producto de un sincero autoanálisis. Empero, entre querer y poder cambiar hay un mundo de diferencia. Podemos intentarlo muchas veces, pero, en la mayoría de los casos, solo nos quedamos con la buena intención. No obstante, lograr este anhelo de un cambio tan radical como “nacer de nuevo”, sí es factible. Y, sólo existe una persona que nos puede ayudar a hacerlo posible.
Para lograr cambiar necesitamos un nuevo corazón. Sólo Dios puede crearlo. El rey David fue confrontado con su forma errónea de proceder y llegó a la conclusión de que necesitaba cambiar. Entonces, buscó a Dios en oración y le dijo: “Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio…” (Salmos).
Pero ¿de qué sirve un corazón limpio? Jesús responde esta pregunta, cuando dice: “Bienaventurados los de limpio corazón porque ellos verán a Dios” (Mateo). Esta afirmación es como una llave que permite abrir un gran tesoro. Una de sus muchas joyas será expuesta a continuación; para esclarecer: ¿por qué Jesús es el único que nos puede dar un nuevo comienzo? y ¿por qué es importante anhelar tener un corazón limpio?
En primer lugar, un corazón limpio ve a Dios. Esto podría parecer pretencioso; sobre todo, porque, como dice el apóstol Juan: “A Dios nadie le vio jamás; el unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, él le ha dado a conocer”. Sin embargo, Jesús afirma, que los de corazón limpio verán a Dios.
¿Cómo puede entonces ser posible ver a Dios, si nadie le ha visto? Una duda similar surgió en uno de sus discípulos quien afortunadamente le preguntó: “Señor, ¿cómo es que te manifestarás a nosotros, y no al mundo? Respondió Jesús y le dijo: El que me ama, mi palabra guardará; y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada con él. El que no me ama, no guarda mis palabras…” (Juan). Luego entonces, Dios sólo es visible para los ojos espirituales de quienes le aman y actúan en Su Palabra, lo cual solo es viable para un corazón limpio.
Un corazón limpio ama a Dios sobre todas las cosas y a su prójimo como a sí mismo.
Subrayemos que amar a Dios trae como consecuencia obedecerle. Ahora bien, la mayoría conoce los mandamientos de Dios y sabe que son diez, los cuales Jesús resume en dos. El primer mandamiento es “Ama a Dios sobre todas las cosas” y los nueve restantes hablan del amor al prójimo; porque si le amamos, no le vamos a robar, ni a matar ni a levantar falsos testimonios, etc.
Así que, en segundo lugar, un corazón limpio no solo vive en comunión con Dios sino también con el prójimo. No es posible excluir ninguna de estas dos comuniones, pues como dice el apóstol Juan: “Si alguno dice: Yo amo a Dios, y aborrece a su hermano, es mentiroso. Pues el que no ama a su hermano a quien ha visto, ¿cómo puede amar a Dios a quien no ha visto?” Quien se conduce así, denota su carencia de comunión con Dios y, por tanto, la ausencia de un corazón limpio.
La obediencia a ambos aspectos del mandamiento del amor genera un verdadero cambio, tanto en la persona como en su ambiente. Esto es lo que afirma el salmista cuando exclama: “¡Cuán bueno y cuán agradable es que los hermanos convivan en armonía!…Donde se da esta armonía, el SEÑOR concede bendición y vida eterna.” Por tanto, la obediencia es evidencia de un corazón limpio que vive en la presencia de Dios, muy bendecido o bienaventurado.
Por último, solamente Jesús puede dar un nuevo comienzo. De ahí que la Palabra dice: “De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas”. Porque, Jesús nos da a conocer al Padre. Y, nos bautiza con el Espíritu Santo. Y, por su obra vicaria, hace posible que nazca la nueva criatura con un corazón limpio, libre de pecado. Pero, es responsabilidad de cada uno mantenerlo limpio. Alguien preguntó a Jesús: “Señor, ¿son pocos los que se salvan? Y él les dijo: Esforzaos a entrar por la puerta angosta; porque os digo que muchos procurarán entrar, y no podrán” (Lucas). Ciertamente, ante una puerta angosta, forzosamente hay que detenerse y reflexionar sobre si se tienen las dimensiones, las características, los requisitos necesarios para entrar por ella. Es decir, “la puerta angosta” nos exige autorreflexión: Si no tengo los requisitos, aunque lo intente, no podré cruzar. No así, la puerta ancha. La cual se cruza sin siquiera detenerse a pensar. Allí, entran y caben todos, estén como estén. Un corazón limpio, como producto del cambio, se esfuerza en alinearse a la voluntad de Dios; logrando cruzar la puerta angosta.
En conclusión, el anhelo de un cambio nace del deseo genuino de una conversión de mente, de actitud, de rumbo y estilo de vida. Esa necesidad de conversión es, en realidad, el anhelo de alinearnos con una voluntad superior, que es la voluntad de Dios; quien nos rectifica al entrar en una relación esencial o comunión íntima con Él.
Todo esto pasa ineludiblemente por la obra y persona de Jesucristo, quien dijo: “De veras te aseguro que quien no nazca de nuevo no puede ver el reino de Dios.” Hablando, Jesús, de una transformación más profunda y trascendental; la cual subyace en la inquietud incipiente del que anhela cambiar auténticamente, al intuir que le es necesario “nacer de nuevo”.



