Eve Gil 

Sin duda, el talento literario genuino no se detiene ante ningún obstáculo: la historia personal llena de adversidades e incluso tragedias familiares y la alta calidad de la obra de la poeta y novelista neozelandeza Janet Paterson Frame Clutha (1924-2004), lo demuestran con creces. Después de años de reclusión en un hospital psiquiátrico, diagnosticada erróneamente con esquizofrenia, y habiéndose salvado de que la sometieran a una lobotomía, llegó a ser candidata al Nobel de Literatura. Escribió diecinueve libros, entre novelas, ensayos, relatos y cuentos para niños

“Por tu propio bien”: persuasivo argumento que, eventualmente, puede conducir al ser humano a que consienta su propia destrucción. Una vez que Janet Frame cayó en la cuenta de esto, empezó a forjar, discreta pero perseverante, su camino hacia la salvación de su persona, aferrada a aquel libro de Shakespeare, más amuleto que otra cosa, pues ni siquiera le era permitido leer. Janet no especifica el título del librito, aunque constantemente cita a Shakespeare, muy especialmente a Ofelia, con quien tiene en común el aprendizaje del lenguaje de la locura como táctica de sobrevivencia.

¿Qué delito purgan algunas personas tipificadas como “enfermas mentales”? En el caso de Janet, tener una pelambre color zanahoria y ser ridiculizada por ello. Permitirse ver el mundo con sus propios ojos y desconfiar abiertamente de aquello que se supone “correcto”, “adecuado”, “mejor”. Dibujar y pegar estrellas contra un fondo negro para sus noches privadas. Saber vestirse por sí misma cuando se supone que debe dejarse vestir como un maniquí inanimado y rebelarse a menudo contra la máscara de falsa serenidad que se le impone a fuerza de electrochoques, experiencia que Janet Frame narra con la misma rabiosa nitidez que Sylvia Plath: “peor que el ‘tratamiento’ es la horrible incertidumbre con que se acuestan las internas, preguntándose si al día siguiente se les dará la indicación fatal: “Hoy no hay desayuno para ti.”

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“La mujer ideal”

Debilitada, despojada de todo menos de su voluntad de escribir, Janet aguardaba en la antesala del cadalso: diagnosticada “esquizofrénica”, esta paciente, que previo al manicomio era una brillantísima alumna de la Universidad de Dunedin y también de la Universidad de Otago, donde cursó estudios de psicología, había sido condenada a una lobotomía. Según el diccionario de la Real Academia Española: “ablación total o parcial de los lóbulos frontales del cerebro”, cirugía muy de moda por entonces para “cambiar la personalidad”. Significa que pasaría a ser una autómata a la que (Frame dixit) llevarían de paseo, arreglarían con maquillaje, cubrirían con un pañuelo de flores su cabeza rapada. Se volvería silenciosa, pálida y dócil: ¡la mujer ideal! Entre más electrochoques, más se convencía Janet de que no le quedaba más remedio que desarrollar una especie de caparazón, una máscara imperturbable, digamos mejor, un sistema para morder un pañuelo imaginario que le permitiera aparentar indiferencia y estupidez ante la injusticia y el espantoso peinado semanal a base de petróleo y bencina para contrarrestar los piojos.

En el segundo volumen de su extensa autobiografía, que más tarde se agruparía bajo el título de Un ángel en mi mesa, admirablemente adaptada al cine por Laura Jones y dirigida por otra genial neozelandesa, Jane Campion, narra el instante milagroso en que, narcotizada hasta la indignidad, vio acercarse al superintendente del manicomio, un tal doctor Palmer, que le sonrió de manera distinta diciendo: “La vamos a cambiar de pabellón, señorita Frame. Y ya no habrá lobotomía: acaba de ganar el Premio Hubert Church a la mejor prosa.” El libro que salvó la vida a Janet, La laguna, una colección de historias cortas, escrito parcialmente durante su reclusión, fue el primero de su producción, publicado en 1951. La escritora libró la lobotomía, pero no con bastante tiempo para salvar la dentadura. Una muchacha de veintisiete años despojada hasta de los dientes, aunque, se dice, ya los tenía podridos, efecto de la pésima alimentación y la imposibilidad de una elemental higiene. Se permitió sin embargo el máximo acto subversivo de alguien en su posición: sonreír. Su amiga Nola no se salvaría: ahí estaba también, aguardando su turno. Nola es, probablemente, el personaje al que Janet recuerda con más afecto en su autobiografía, la amiga que poco más tarde, una vez lobotomizada, apenas la reconocería.

Un bolso, un cuadernillo y aspirinas

Janet Paterson Frame Clutha, a quien el Nobel australiano de Literatura 1973, Patrick White (1912-1990) consideró la más grande autora neozelandesa desde Katherine Mansfield, nació en Dunedin, el 28 de agosto de 1924 y creció en Omaru, la costa este de la isla. Fue una de cinco hijos de un modesto ingeniero ferroviario y de una exmucama de la familia de la escritora con la que más tarde sería reiteradamente comparada su hija, Mansfield. Esta mujer, aunque presente en el hogar, se mantuvo emocionalmente distante de sus hijos, si bien Janet la recuerda componiendo canciones a la orilla del río. Hija de un hombre “taciturno y propenso a mostrarse turbado en momentos de honda emoción”, que evitaría visitarla en el sanatorio, por mucho que la amara, y de una madre avergonzada que se dejó convencer de firmar el permiso para que a su hija le fuera practicada la lobotomía; visitada apenas por una tía cuyo excesivo maquillaje olía a talco rancio y le hizo con sus propias manos el único regalo que recibió durante su reclusión: un primoroso bolso color rosa.

Janet Frame conoció la tragedia desde muy temprana edad, con los constantes ataques epilépticos de su hermano mayor y único hijo varón, y la tétrica coincidencia en la muerte de dos de sus hermanas que murieron ahogadas con diez años de diferencia (1937-1947). Aunque la pobreza forzaba a los Paterson a mudarse continuamente, la muchachita pelinaranja cultivó, como por impulso, el hábito de la lectura que habría de convertirse en su refugio, incluso cuando se le impidió leer. Durante toda su vida estudiantil fue muy aplicada, ganando numerosos premios, pero siempre solitaria y apartada del resto, carente de amigos, identificada con las heroínas estoicas que sufren en silencio. No tardaría en justificar esa fama de excéntrica que desde niñita le acarrearon su peculiar cabellera y su ensimismamiento poético, volcado en un cuadernillo con lunares rojos. Con todo y que nadie avizoraba un destino prometedor para aquella rara criatura, Janet trabajó muy duro para ganarse un lugar en el mundo. Siendo ya maestra de secundaria, fue hostilizada por un inspector que desaprobaba sus métodos poco ortodoxos de enseñanza. Empezó a circular la versión de que la inteligente señorita Frame estaba loca.

Una absurda tentativa de suicidio con aspirinas la hace acudir por su propio pie a Seacliff, un hospital mental, en busca de ayuda para su profunda depresión. Era 1947, tenía veintidós años de edad. No imaginó que terminarían recluyéndola durante siete años, pues no fue dada de alta sino hasta 1954, tres años después del premio. Describe aquellos años como “un curso intensivo de los horrores de la locura”, muy presente en el resto de su literatura, especialmente en la poética novela Rostros en el agua, donde la protagonista, Istina, alter ego de Janet, relata su experiencia en dos distintos sanatorios, entre sábanas con monogramas de los ejércitos aliados durante la segunda guerra mundial y la persistente pestilencia a orines y petróleo. Una depresión nerviosa le fue equívocamente diagnosticada como esquizofrenia y los psiquiatras modernos aseguran que es un verdadero milagro que Janet haya emprendido una exitosa carrera literaria (un total de diecinueve libros, entre novelas, ensayos, relatos y cuentos para niños), que la llevaría a ser postulada durante muchos años al Nobel, luego de padecer doscientos electrochoques por semana, durante cuatro años consecutivos: “El tratamiento […] nos deja solos y ciegos, suspendidos en una vacuidez existencial en la que uno se mueve a tientas, como un animal recién nacido al contacto de los primeros consuelos. Luego, al despertar, pequeñas y asustadas, nuestras lágrimas continúan resbalando con lenta e indescriptible aflicción.”

Su primera novela, publicada en 1957, Los búhos gritan, gozaría de una excelente recepción de la crítica. En ella explora de manera ambigua, casi metafórica, la sutil frontera entre razón y locura, la paulatina deshumanización de aquel a quien los médicos diagnostican como loco y cómo la locura estereotipada llega a convertirse en un disfraz para sobrevivir a quienes afirman curarla. Los mejores libros, sin embargo, estaban por venir, como la ya citada Rostros en el agua, que escribió en una cabaña en Ibiza que le ofreció en préstamo el escritor neozelandés Frank Sargeson (1903-1982), publicadas ambas en 1961. Retomaría el tema de la locura en una novela futurista titulada Terapia intensiva (1970), donde se plantea una sociedad en donde las autoridades optan por suprimir a los marginales, si bien los sobrevivientes instaurarán a posteriori una dictadura aún peor.

En 1972 publicará una de sus más importantes novelas, Hija del búfalo (1972), por la cual gana el prestigiado premio Turnovsky. Al nutrirse de una extraordinaria capacidad para el sufrimiento, no más poderoso que su deseo de ponerlo por escrito, presenta el sentir humano en un contexto casi naturalista y se torna dolorosamente suspicaz respecto a las realidades convencionales que no pretende explicar y mucho menos comprender. Su obra maestra fue su novela previa a su autobiografía en tres tomos, titulada Viviendo en el Manioto (1979).

Practicante del nomadismo desde su salida del manicomio, Janet pasó el resto de su vida entre España, Inglaterra y su isla natal. En 1983 obtuvo la orden de comandante de las artes y las letras del Imperio Británico. Murió de leucemia a principios de 2004, en el Hospital de Dunedin, yéndose tan tímidamente como llegó. Uno de sus pocos libros traducidos al español es precisamente Un ángel en mi mesa (1985), que compila los tres libros de los que consta su autobiografía, publicado por Seix Barral, en 2009, traducida por Aleix Montoto, Ana María La Fuente y Elsa Mateo. Quienes la trataron la recuerdan como una persona terriblemente divertida, con un perverso sentido del humor y, al mismo tiempo, poseedora de una conmovedora humildad. Aunque se negó sistemáticamente a dar entrevistas y jamás se registró con su verdadero nombre en los hoteles, dejó su voz fielmente grabada en la prosa eufórica y exultante de su literatura: “Antes de la película de Jane Campion me conocían como la loca. Ahora soy la escritora loca y gorda.”

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