Álvaro Colomer/Zenda

En 1984, Jordi Esteva pasó dos meses en el oasis egipcio de Siwa, un palmeral situado a unos 800 quilómetros de El Cairo, en medio del desierto líbico, allá donde antaño se alzó aquel Oráculo de Amón al que acudió Alejandro Magno para confirmar su ascendencia divina. El fotógrafo, viajero y escritor catalán consiguió permiso para instalarse en un sencillo fondug y, como en aquel tiempo no había ni móviles ni internet, y como además las cámaras funcionaban con carrete, entretuvo las noches haciendo dibujos de las escenas que había fotografiado durante el día.

Ahora, 40 años después de semejante viaje, Esteva publica una compilación de aquellas láminas: Siwa Drawings/Dibujos de Siwa (Àfriques). Y, paralelamente, expone su obra fotográfica en la Fundació Toni Catany (Llucmajor, Mallorca), promociona sus dos libros de memorias (El impulso nómada y Viaje a un mundo olvidado, ambos en Galaxia Gutenberg), rememora peripecias en su podcast “Quiero contar historias” y ultima una película en el que recupera algunos momentos de su propia juventud. Tal vez Jordi Esteva ha dejado de viajar, pero queda claro que sigue sin estarse quieto.

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—Estabas removiendo cajas y aparecieron los dibujos del oasis de Siwa…

—Yo estaba buscando unas casetes en las que había grabado las canciones que los bereberes entonaban en las noches de Siwa, pero encontré el cuaderno con los dibujos que hice durante mi estancia en aquel lugar. La verdad es que ni me acordaba de haberlos hecho. Pero, cuando los vi, me gustaron, me gustaron mucho, y decidí publicarlos.

—A mucha gente le costará imaginarlo, pero estamos hablando de una época pretecnológica en la que el viajero estaba realmente solo.

—Sí, en aquel entonces no había ni internet ni móviles ni prácticamente nada digital. Era otra forma de viajar, una forma incomunicada de hacerlo. No diré que era mejor ni peor que la de ahora, ya que no quiero entrar en comparaciones odiosas, pero obviamente no tenía nada que ver con lo que se hace hoy.  En aquel tiempo, por ejemplo, el oasis de Siwa no solo estaba vetado a los extranjeros, sino también a los propios cariotas. Ahora es ya un lugar turístico con hotelitos, boutiques y ese tipo de cosas. Pero, cuando yo fui, aquello era otro mundo. En realidad, todo aquello empezó a desaparecer con la irrupción de la televisión. Hasta ese momento, los habitantes del oasis se lavaban el pelo con potingues hechos a base de hierbas y subsistían con una economía basada en el trueque, pero entonces llegaron los televisores y, viendo los anuncios de champús y de grandes almacenes, se dieron cuenta de que vivían en el pasado.

—Viviste cinco años en Egipto y te echaron del país por terrorista.

—Eso ocurrió porque Egipto estaba obligado a presentar anualmente un dossier de lucha anticomunista a Estados Unidos, puesto que era el segundo país receptor de ayuda americana, después de Israel. Aunque eso del comunismo ya no importaba a nadie, entre otras cosas porque la auténtica amenaza ya era el integrismo, el gobierno hacía el numerito para demostrar a los americanos que luchaba contra el comunismo internacional. De ahí que se inventara la existencia un grupo trotskista del cual yo era el enlace externo. Imagínate: yo era la conexión con la IV Internacional. De locos. Pero el caso es que un grupo de paramilitares me detuvo, me llevó ante el fiscal general y me metió en la cárcel. Hubo un momento en el que incluso pensé que me atarían una piedra al cuello y me tirarían al Nilo. Además, tuve la mala suerte de que la actriz Vanessa Redgrave hizo unas declaraciones en las que se solidarizaba con los trotskistas detenidos en Egipto, cuando en realidad ninguno de nosotros lo éramos, y eso hizo que las sospechas se intensificaran. En realidad, solo éramos chavales con cierto tono intelectual que frecuentábamos los centros culturales de El Cairo, que nos mezclábamos con la gente de los barrios bajos, que no hacíamos el gilipollas jugando al tenis o yendo a la piscina, que era lo que hacían los occidentales normales. El caso es que me metieron tres semanas en una cárcel de máxima seguridad en la que, cada noche, violaban a algún jovencito. Fue un milagro que saliera intacto.

—Y luego llegó la caída a los infiernos…

—Exacto. Cuando me echaron de Egipto, mis ansias de libertad se rompieron como el cántaro de la lechera. La expulsión de aquel país al que yo tanto amaba me causó una depresión que duró muchos años, demasiados. Yo vivía un sueño y, de repente, me tiraron un jarro de agua fría. Pasé una época muy oscura en Barcelona, la ciudad de la que había huido y a la que me obligaban a volver. Primero me encerré en casa y después me adentré en la noche. Empecé a cerrar los bares, a frecuentar los tugurios del Barrio Chino —todavía no se llamaba Raval—, a relacionarme con travestis y chaperos… Hasta que Pepe Ribas me llamó para reflotar la revista Ajoblanco, en la que estuve unos años muy fructíferos. Hasta que un día me di cuenta de que no podía seguir encerrado en una oficina y, claro, volví a salir al mundo. Me lancé a viajar de nuevo, pero ya no lo hacía por impulso, sino con la intención de recuperar los sueños, de encontrar de nuevo aquello que me movió en la juventud, de volver a ser quien en realidad había dejado de ser. Quizá por eso, durante la segunda parte de mi vida, centré mi trabajo en la recuperación de los mundos desaparecidos…

—¿Recuerdas cuál fue tu primer impulso viajero?

—Un verano en casa de mi abuela conocí a un niño gitano. A mi abuela no le hacía ninguna gracia que me relacionara con él, porque decía que los gitanos robaban y hacían cosas malas. Era divertido: cuando la cuadrilla aparecía por el pueblo, las mujeres escondían las sábanas, encerraban a las gallinas y obligaban a sus hijos a jugar dentro de casa. Se decía que los gitanos secuestraban a los niños y eso, en vez de asustarme, me hacía mirarlos por la ventana y pensar: ¡Secuestradme, llevadme con vosotros! Quería empezar una nueva vida, reinventarme en otro país, y los gitanos eran una vía de escape.

—Y no olvidemos el deseo de huir de la España franquista, homófoba, casposa…

—Yo no tuve una infancia bonita. Fui un niño bastante triste que sentía que en su interior afloraba algo que no debía aflorar. En mi colegio, el peor insulto que podías recibir era ‘nenaza’. A mí no me lo decían demasiado porque nunca tuve mucha pluma, pero oía cómo llamaba ‘maricón’ a otros chicos y lo pasaba mal. Sufrí tanto que estuve a punto de someterme a una terapia de electroshocks. Mi padre fue un hombre comprensivo que no quería que yo sufriera y, al verme tan desesperado, me habló de esa opción. No me la impuso ni me lo exigió; solo me dijo que, si yo quería someterme a aquel tratamiento, él estaría a mi lado. Estuve a punto de hacerlo, pero la víspera de la intervención reaccioné y dejé plantado al médico. Me di cuenta de que yo no necesitaba un psiquiatra, sino una hechicera que hiciera un amarre o un filtro de amor para que el hombre a quien yo amaba me correspondiera…

—El rock te devolvió la ilusión.

—Fue una suerte que en aquel momento estallara el movimiento contracultural y que, casi a la vez, aparecieran los Rolling Stones, Dylan, The Doors, Bowie y todos esos artistas que se declaraban abiertamente bisexuales. Pusieron tan de moda esa opción que de repente todo el mundo se declaraba bisexual, aun cuando no lo fuera. Era la Barcelona de Ocaña, una época de liberación.

—De todos los viajes que has hecho con posterioridad, parece que la isla de Socotra ha sido uno de los más importantes para ti.

—Socotra es una isla que siempre me llamó la atención. De pequeño, cuando hacía girar la bola del mundo, colocaba el dedo sobre aquel puntito situado entre África y Arabia y me preguntaba cómo sería. Me fascinaban las historias que me llegaban sobre la isla: se decía que allí vivía tanto el Ave Fénix como el ave roc de Simbad, que allí crecía el incienso, que allí estuvo la Reina de Saba… Además, la isla está llena de dragos, un árbol cuyo nombre en árabe se traduce como ‘la sangre de los dos hermanos’, porque se dice que, cuando Caín mató a Abel con la quijada de asno, la sangre cayó al suelo e hizo que brotara el primer drago. Todas esas historias me fascinaban, pero no podía viajar hasta allí porque la isla pertenecía a Yemen del Sur, un estado marxista, y porque se había convertido en el paraíso de los grupos terroristas. En sus bosques entrenaban los cachorros de ETA, de la Baader-Meinhof y de otras bandas. Incluso se decía que había una base secreta de submarinos soviéticos, cosa que después se desmintió. Cuando muchos años después llegué a sus playas y subí a las montañas, descubrí un mundo de pastores que aun encendían el fuego con bastoncillos y que dormían en cuevas, como si vivieran en el neolítico. Esos pastores no sabían nada de Simbad ni del Ave Fénix ni de Caín y Abel, pero conocían muchas historias de djinns, de espíritus, de serpientes monstruosas… Y yo fui feliz escuchándoles.

—Dicen que el mundo ha perdido sus misterios, que está fotografiado y mapeado al milímetro, que viajar ya no es descubrir, que todo está en Google.

—No lo creo en absoluto. Google está manipulado y, cuando haces una búsqueda, no encuentras más que memeces. Todavía hay muchas cosas por descubrir y lo mejor es que no hace falta irse demasiado lejos para encontrarlas. Seguro que a la vuelta de la esquina hay un anciano con una historia fascinante que contar.

—¿Vas a viajar más?

—No, ya no voy a viajar más. En realidad, nunca me ha gustado viajar. Siempre he ido a sitios que me han intrigado lo suficiente como para verme obligado a ir. Pero no me gustan los aeropuertos ni las masificaciones ni nada de todo eso… Ahora estoy en el invierno —o en el otoño tardío— de mi vida. Tengo 73 años. Mi libro sobre Socotra acababa con una pregunta: ¿Qué hacer cuando ya se han cumplido todos tus sueños? La respuesta es sencilla: volver a soñarlos. Y eso es lo que estoy haciendo. Tengo un archivo muy grande, tengo muchos recuerdos, tengo cantidad de historias que recordar.

—No quiero ser pájaro de mal agüero, pero en 1969 una gitana te leyó la mano y te puso fecha de caducidad: 77 años.

—Sí, me quedan tres años y pico. Y no pienso acabar en una residencia viendo First Dates. Yo seré como los Rollings: moriré en el escenario.

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