Miguel Ángel Santamarina/Zenda
Una mañana despertaremos y, como le ocurrió a aquel emperador romano, nuestro cuerpo se declarará en rebeldía. «Esta mañana pensé por primera vez que mi cuerpo, ese compañero fiel, ese amigo más seguro y mejor conocido que mi alma, no es más que un monstruo solapado que acabará por devorar a su amo», escribió Margarite Yourcenar en su libro Memorias de Adriano. La vejez es una etapa por la que debemos transitar todos los que aspiramos a una muerte lejana. Pero ese viaje ahora lo queremos hacer en pantalones cortos, con el cutis más estirado que el de un bebé y cuenta de influencer en Instagram. La vejez no debe de ser esa masacre de la que nos habla un personaje de Philip Roth, pero tampoco una segunda adolescencia a destiempo. Para encontrar el término medio, Juan Carlos Pérez Jiménez (Málaga, 1964) ha escrito La revolución de la edad, un libro publicado por la editorial Plaza y Valdés, que anima a afrontar la vejez con ilusión, a luchar contra la cronificación de la juventud y también a rebelarse contra esa forma de marginación, tan aceptada en nuestra sociedad, llamada edadismo.
Hablamos con Juan Carlos Pérez Jiménez del paternalismo lingüístico con el que hablamos a nuestros mayores, sobre cómo el capitalismo nos ha vendido la obsesión de parecer más jóvenes que nuestra edad y acerca de la mentira de Benjamin Button.
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“Siempre está el típico pollavieja que dice que te sexualizas para vender más”. Lola Índigo dice eso y nadie la acusa de edadismo. ¿Por qué aceptamos que se denomine a alguien como “pollavieja” y nos escandalizamos cuando se usan palabras que pueden ser racistas o sexistas?
Porque la alerta sobre el edadismo no ha calado todavía demasiado en la sociedad. En los años ochenta hacíamos chistes homófobos y machistas constantemente, hasta que tomamos conciencia de que era algo discriminatorio. El término “edadismo” lo acuña un psiquiatra norteamericano a finales de los años sesenta, pero no ha entrado en la Academia de la Lengua hasta 2022. Han pasado más de cincuenta años hasta que se reconoce la discriminación por edad, a cualquier edad; se realiza a los jóvenes, aunque mucho más a los mayores. Todavía no hemos adquirido conciencia, ahora empezamos a saber qué significa. Entiendo que una cantante se defienda de una acusación, pero no que lo haga de esta forma ofensiva.
Medio siglo ha pasado también desde que Simone de Beauvoir calificara como fracaso de nuestra civilización el trato dado a nuestros mayores. ¿Estamos mejor o peor que entonces?
Lo que hay es el convencimiento de una generación para que las cosas sean cómo han sido hasta ahora. Hay un movimiento individual, que acaba por ser masivo, que reivindica un lugar mejor para las personas mayores. Es un lugar autoconstruido por una gran masa de población que está ahora llegando a esa edad, los baby boomers. Esta generación demográfica, que comienza después de la Segunda Guerra Mundial en los Estados Unidos, es la más numerosa de la historia. En España se da un poco más tarde, en los años sesenta, con el desarrollismo. El peso económico, político y social de esta generación le permite reivindicar cambios. Pero el rechazo edadista es el mismo. El rechazo a la vejez no ha cambiado. Hemos evolucionado hacia una cultura de la imagen en la que la apariencia de la persona mayor no es moneda de cambio.
¿Son peores los comentarios hirientes sobre las personas mayores o la infantilización que se hace de ellos?
El paternalismo y la infantilización son igual de inaceptables. Ese afán por descalificar, de negar unas habilidades por tener determinada edad. Manuela Carmena —cuando ejercía de alcaldesa de una ciudad de más de tres millones de habitantes— explicó esto de una forma muy clara. Cuando ella iba a la peluquería le decían “dejamos aquí las gafitas”, usando ese plural y ese diminutivo que empleamos al hablar a los niños. Carmena se pregunta por qué le hablaban así. Esta tendencia al tratar así a los mayores, que puede tener una buena intención, los coloca en un lugar indeseable en el que yo no me quiero ver. Hay que tratarles como adultos, sin condescendencia.
¿Lo peor del edadismo es el fenómeno de deshumanización de un colectivo?
Exactamente. Cuando se habla de los menas para evitar identificar a esa persona como un adolescente, por ejemplo, que tiene dieciséis años y viene de Camerún, lo alejamos de nosotros. Ese uso de los colectivos y los plurales busca un distanciamiento. Es un proceso de deshumanización brutal. Es un proceso para alejarlos de la posibilidad de ser individuos de pleno derecho.
En esa exclusión que sufren, muchas veces los mayores son los primeros en aceptarla como necesaria.
Con el edadismo hay que tener la alerta encendida siempre, porque si no, nos autodiscriminamos. Empezamos a aceptar expresiones como “¿adónde voy yo a mi edad?” y otras parecidas. En muchas ocasiones, somos nosotros mismos los que renunciamos a nuestras posibilidades.
En los años ochenta se mostraba en el cine y las series —Las chicas de oro, Cocoon…— a personas mayores tal y como eran, disfrutando de esa última etapa de la vida. Ahora en la ficción, en muchos casos, las personas de setenta años tienen que parecer, y comportarse, como las de sesenta, y las de sesenta como si tuvieran cincuenta…
Sí. Y es una batalla perdida. Querer parecer más joven es una impostura. El mercado ha desplegado una serie de recursos para que todos estemos intentando —con el ejercicio, la nutrición, la cosmética, las intervenciones de cirugía plástica— presentar una imagen juvenil. Porque una cosa es mostrarte como alguien activo, vital, saludable y atractivo, y otra es esa mentira de querer parecer más joven. Es un error que te halaguen diciendo que pareces más joven; está muy bien reivindicar tu edad y tu aspecto. Al final vamos a encontrar la fuente de la eterna senectud: vamos a ser mayores durante más tiempo, pero no más jóvenes.
Esa exigencia de parecer más jóvenes la sufren sobre todo las mujeres.
Y es una encrucijada muy peligrosa. Por un lado, si una mujer no modifica su físico y deja que evolucione de forma natural, se la critica. Pero si interviene y se nota demasiado, también se la critica. Es lo que ha pasado con Demi Moore. Ahora es aceptada por todo el mundo porque parece más joven, pero hace unos años fue muy criticada porque tenía una sonrisa de Joker por el bótox. La línea en la que se mueven las mujeres para tener la aprobación social es finísima.
Un buen ejemplo del rechazo a la mujer que envejece es el caso de la mujer de Macron, que tiene veinte años más que su marido y ha superado ya los setenta. Ambos son objetos de burlas constantes en las redes sociales.
Es muy cruel. Pero a mí me parecen un referente por ser un ejemplo de una pareja que no es estándar y es duradera. Los dos soportan mofas, críticas y comentarios muy agresivos por el simple hecho de tener una diferencia de edad entre ambos.
La gran revolución de la juventud surge en Estados Unidos: los teenagers, la llegada de The Beatles a América, James Dean… y desde allí es de donde nos vienen muchos de los conceptos edadistas.
El concepto de juventud y adolescencia no cotizaba antes de los años cincuenta. En ese momento se produce la invención de la juventud, un espacio de consumo, de empoderamiento y también de exclusión. A finales del siglo se convierte en marca.
Nos cuenta en su obra que incluso en colectivos considerados progresistas, como el LGTB+, también hay edadismo.
En España la visibilidad gay es muy reciente. El primer beso homosexual en una serie de televisión en España —en Al salir de clase— fue a finales de los años noventa. El gay de los años ochenta no existía: era un hombre casado, dentro del armario, sin visibilidad social. La apertura que se produce con el matrimonio igualitario parece una reivindicación exclusivamente juvenil. También hay una exigencia en el físico, sobre todo entre los hombres gays, parecida a la que hay entre las mujeres heterosexuales. Esto provoca que parezca que haya una exclusión con los homosexuales que no están en forma, que no parecen jóvenes.
Uno de los mayores tabús de nuestra sociedad es la existencia del deseo sexual en la vejez.
Nos gusta una bonita historia de una pareja mayor, pero tiene que ser un amor romántico sin dimensión física. Hay un programa de televisión que ha ayudado mucho a cambiar esa visión, First Dates. Allí ves a personas de sesenta y setenta años que buscan el amor y que también quieren tener relaciones sexuales. Esta es una realidad que no se ha querido ver. Una persona mayor enamorada y con deseo sexual es sospechosa. Es como si no le correspondiera porque ya tuvo su momento.
¿Cuánta mentira hay alrededor del márquetin que nos vende la idea de envejecer con éxito? ¿Cuánto daño puede hacernos creer que en lugar de envejecer nos vamos a convertir en Benjamin Button?
Mucho. Aunque haya científicos que están empeñados en revertir el envejecimiento —se cree que puede ocurrir en un lapso entre diez y cincuenta años—, pienso que lo que debemos hacer es tener una vida bien vivida. Aspirar a una vida como una obra de arte. Intentar que cada día sea mejor, independiente del canon que tenga cada uno de lo que es una buena vida. Hay que sacarle el máximo partido a la vida. Una vida bien vivida nos reconcilia de la muerte, que es de lo que huimos cuando intentamos parecer más jóvenes.