Jesús Fernández Úbeda/Zenda

Subraya el catedrático de Historia Contemporánea de la Complutense Juan Francisco Fuentes (Barcelona, 1955) que la España del primer tercio del siglo XX no se puede entender sin la influencia cultural de los EEUU, quienes, tras darnos para el pelo, y de qué manera, en 1898, se convirtieron en el paradigma de la modernidad. No sólo de chotis, zarzuelas y toros vivían los paisanos nuestros, sino de bares en los que se sirven sofisticados cocktails, de bandas de jazz o de películas de Chaplin, quien triunfó como Los Chichos desde el primer minuto. Recientemente elegido académico de número de la Real Academia Española, el profesor cómo la cultura estadounidense “conformó decisivamente” la visión del mundo de las masas patrias en Bienvenido, Mister Chaplin (Taurus, 2024), un ensayo magnífico, documentado hasta las trancas, escrito con ritmo, claridad y, sobre todo, minado de sorpresas. Conversamos en el Círculo de Bellas Artes, refugiándonos del calor criminal madrileño de primeros de agosto.

—Profesor Fuentes, ¿cómo la cultura de un país que, agonizando el XIX, era tildado en el nuestro de “hedionda madriguera” o de “mercachifle ignorante”, conforma decisivamente, muy poco después, la visión del mundo de la sociedad de masas española?

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—El tránsito de la “yanquifobia” a la pasión por lo americano se da en muy poco tiempo. Tiene mucho que ver con una especie de sentimiento de vergüenza colectivo por la derrota de 1898, por la forma de sentir la derrota, por la campaña contra Yanquilandia, que es la expresión que inventa Unamuno en vísperas de la guerra, y por la dimensión de esta derrota. En segundo lugar, hay un proceso de modernización muy fuerte en España. Contrariamente a lo que se pensaba, tras el Desastre, en la vida nacional, hubo una recuperación económica rápida y, además, coincidió con el crecimiento demográfico, el crecimiento de las ciudades… Se desató una pasión por la modernidad, sobre todo, entre los más jóvenes.

—El libro tiene una clara dimensión generacional.

—EEUU pasa a ser el gran referente de esa nueva modernidad. En general, sobre todo, a partir de la Primera Guerra Mundial, que es una guerra civil europea. Y España, que empieza el siglo XX como un país atrasado y derrotado, hundido en su autoestima, se enamora de esa modernidad yanqui antes que otros países europeos.

—¿Hasta qué punto era aquella España, siguiendo la expresión de lord Salisbury, miembro de honor de las “dying nations”?

—Ese es un mito racial que tiene mucho éxito en la época, no sólo en Europa. También dentro de España, dentro de esa cultura racista que está en el Partido Nacionalista Vasco. Forma parte de una nueva irracionalidad que acompaña a esa modernidad del siglo XX. España representa un poco el paradigma de esas naciones moribundas del sur de Europa, entre otras cosas, por su derrota en 1898: es una nación europea derrotada por un país no europeo cuando, en principio, en el imaginario europeo había una línea divisoria muy clara entre los países civilizados, que eran los viejos imperios europeos, y, digamos, los nuevos bárbaros, que eran todos los demás. EEUU, a pesar de su crecimiento, de su enorme poder ya en el siglo XIX, no dejaba de ser una nación muy joven formada por aquellos que algunos llamaban desechos de la Vieja Europa. No se concebía que un país civilizado, cabeza de un viejo imperio, como España, fuera derrotado por un país como EEUU.

—Usted sostiene que en España, aun sin haber participado en la Primera Guerra Mundial, “el reloj de la historia iba mucho más deprisa en los últimos tiempos”.

—Primero, por contraste: el camino a la modernidad, tal como se entendía entonces, en España era más largo. Nuestro país venía de más atrás. Es el efecto remontada: si vemos a un atleta que arranca de atrás y empieza a recortar distancias, pensamos, ahora que estamos, precisamente, con los JJOO (la entrevista se hizo el viernes 9 de agosto), que va a acabar ganando la carrera. Eso no es exactamente así: España no llega a colocarse en la cabeza, pero sí llega a recortar distancias. Entonces, se produce un contraste muy llamativo. Y ese contraste depende mucho de la generación que haga esa lectura de ese momento histórico: para algunos sigue siendo un país refractario a la modernidad, y para otros se convierte en un país que se coloca entre los países punteros de Europa o, por lo menos, no tiene nada que envidiar a los países más desarrollados de Europa. Es lo que piensa la juventud urbana de los años veinte-treinta.

—También defiende que los felices veinte españoles no se entienden sin los bares americanos, el jazz o la pasión por el cine de Hollywood. Que no sólo de toros, cuplés y zarzuelas vivían aquellos españolitos.

—Ese es el gran cambio cultural. Hay una gran línea divisoria generacional: la que divide la España rural de la España urbana. Esa va a tener mucha trascendencia histórica: el gran cambio político es el resultado de unas elecciones municipales, las del 12 de abril de 1931, en las que las candidaturas republicanas ganan en la España urbana y pierden en la España rural. En segundo lugar, hay una línea divisoria que es, probablemente, más permeable de lo que parece: separa una concepción casticista y nacionalista de España, ideológicamente bastante transversal, encontramos mucha derecha y mucha izquierda, y una España cosmopolita, que es la que se siente fascinada por EEUU. Y, a partir del año 17, en parte también por Rusia. Sin que sean incompatibles esas fascinaciones…

—La izquierda española estaba enamoradísima de EEUU.

—Exactamente. Ese es uno de los elementos más sorprendentes de la historia que cuento en el libro. El proceso de americanización, la fascinación por lo yanqui, afecta probablemente más a la izquierda que a la derecha, y más a la izquierda obrera que a la republicana o liberal.

—Cuenta cómo, ya en la II República, el pueblo opta por Hollywood y que, en palabras de Iliá Ehrenburg, los “intelectuales avanzados” prefieren la última de Eisenstein. El periodista y escritor soviético guarda para ellos su peor reproche, porque esos intelectuales que saben de todo “lo único que no conocen es su país”. Igual no hemos cambiado tanto, ¿no?

—(Risas) La Historia nos trae sorpresas todavía. Paradojas o falsas paradojas. Las paradojas lo son, probablemente, porque no hemos sabido mirar bien al pasado. Pero cuando te encuentras con esa realidad y la reconoces… Otra cosa es que seas un historiador tan sectario que te niegues a reconocer esa realidad. Pero si la conoces y la admites, a partir de ahí ya es relativamente fácil explicarla. Desde luego, hay siempre un componente generacional. Y algo que es muy importante también: la izquierda obrera no ve a EEUU y a la URSS como dos mundos antitéticos. Lo que no entiende es la Vieja Europa, el liberalismo.

—César Arconada, escritor comunista, en 1928: “Un joven puede ser comunista, fascista, cualquier cosa menos tener viejas ideas liberales”.

—Esa es una verdad irrebatible, es así como lo ven ellos. El enemigo común, que es casi biológico, por eso ese rechazo tiene una dimensión generacional, es el liberalismo. ¿Por qué? Porque se considera que es la ideología de las viejas generaciones, y lo nuevo es el fascismo y el comunismo. Unos eligen el fascismo, otros el comunismo, muchos de ellos se acaban enfrentando en el campo de batalla, pero digamos que hay, si no una complicidad, una aceptación mutua. Pueden aceptar que, efectivamente, un joven pueda ser fascista si uno es comunista o socialista, o todo lo contrario. Lo que no pueden aceptar es que un chico de veinte años siga creyendo en el liberalismo y en el régimen parlamentario, una forma de gobierno del siglo XIX, que no ha superado el corte del siglo XX.

—Por cierto, no quería dejar pasar esto: las ciudades de provincias. No fueron meras comparsas: si no recuerdo mal, el primer bar americano, con muchas comillas, se abre en Guadalajara; la Coca Cola se bebe en Murcia antes que en Madrid…

—Esto, para mí, ha sido un descubrimiento. Todo el mundo entiende el cambio sociológico que hay detrás del cambio político del año 31, pero no éramos tan conscientes de qué es exactamente la España urbana y hasta dónde llega. Creo que la novedad que aporta el libro es que ese concepto de España urbana llega hasta poblaciones relativamente pequeñas.

—El primer rascacielos se construye en Coruña…

—Cito también el caso de Alcañiz: a finales de los años veinte, un grupo de jóvenes, seguramente estudiantes, crea una banda de jazz, y es entrevistada en una revista de la época… Reus es la tercera ciudad de España, creo recordar, en la que se estrena Tiempos modernos… También es verdad que, en el caso de las grandes marcas comerciales americanas, con sus campañas publicitarias, que son interesantísimas, digamos que ensayan sus productos en pequeña escala, en pequeñas ciudades, antes que en grandes ciudades como Madrid o Barcelona.

—Esto también parece escrito en agosto de 2024. Francesc Cambó, en su libro Las Dictaduras (1929), muestra la paradoja de que en un mundo cada vez más globalizado, el apego a la identidad nacional estuviera cobrando tanta fuerza. ¿Se está repitiendo esta paradoja, profesor?

—(Risas) Es inevitable. Cambó observa cómo lo que hoy llamamos “globalización”, que, en realidad, es americanización, potencia un proceso contrario, una reacción de localización y nacionalización. Son dos fenómenos inseparables. En realidad, la palabra “nacionalismo”, prácticamente, no se usa en todo el siglo XIX en ninguna lengua occidental. En el siglo XIX, el concepto “nación” es muy importante, está muy asociado al concepto liberal de “soberanía nacional”, pero no “nacionalismo”. En cambio, “nacionalismo” surge, de una forma incontestable, a finales del siglo XIX. Tengo la teoría de que esto es así, en parte, como rechazo a la globalización que se produce con el cambio de siglo, es decir, la americanización, y en parte porque el concepto de nación que representa el nuevo nacionalismo no tiene mucho que ver con la nación liberal del siglo XIX. Es, más bien, todo lo contrario: la nación liberal es una nación de ciudadanos y derechos individuales; en cambio, el nacionalismo concibe la nación como sujeto de derechos colectivos basados en las identidades, la raza, la etnia, la religión, la lengua…

—Vamos acabando, profesor Fuentes. En la Historia, en general, ¿ganan los prietistas o los caballeristas?

—Depende de cuándo nos hagamos esa pregunta. En el socialismo español de nuestros días, no se reconocen ni el prietismo ni el caballerismo. Hay una cierta tendencia, que es comprensible, pero que yo considero equivocada, a identificar el sanchismo, y antes el zapaterismo, con el caballerismo. Sinceramente, creo que no tienen nada que ver. Puede parecer que ese componente disruptivo del sanchismo, digamos, de poner patas arriba la Historia de España, se puede relacionar con el giro bolchevique del socialismo español en la época de Largo Caballero, pero ese giro a la izquierda del socialismo español y del propio Largo Caballero es un fenómeno muy acotado a unos años, entre el 33 y el 37, y, desde luego, no tiene absolutamente nada que ver con una aproximación del socialismo español a los nacionalismos periféricos y menos al nacionalismo catalán, salvo en la coincidencia táctica de buscar la amnistía después de la revolución de octubre del 34. Recordemos que antes del 33 y después del 37, Largo Caballero fue un socialista pragmático, más un hombre vinculado a la UGT que al PSOE, nada revolucionario y, por lo general, bastante anticomunista. El caballerismo en el que se suele emplear hoy en día, como la quintaesencia de un socialismo revolucionario radical, corresponde exclusivamente a los años 33-37. De hecho, poco antes de morir, no sé si en un discurso o en un texto publicado, dice: “Cuando en 1930 me preguntaron qué quería yo para España, dije: ‘República, república, república’; si ahora me hicieran esa pregunta, contestaría: ‘Libertad, libertad, libertad’, y luego, que cada cual le pone el nombre que quiera”.

—En El gran dictador, Chaplin lamenta: “Pensamos demasiado y sentimos muy poco”. ¿Estamos hoy en el punto opuesto: pensamos muy poco y sentimos demasiado?

—No estoy muy seguro de que esa cita, que es muy brillante, responda a la realidad del momento. La tendencia en el último siglo es la de anteponer las emociones a la razón. El mundo contemporáneo, desde la I Guerra Mundial, ha evolucionado exactamente al revés de como pensaban que iba a evolucionar el mundo los ilustrados, o de como pensaba en 1918 o 19 Max Weber, cuando habló del “desencantamiento del mundo”. Las emociones se han impuesto a la razón. Ese es el gran fracaso del proyecto ilustrado. Y del liberalismo.

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