Marsé antes que escribir de cine, escribió con y por el cine. O, mejor (y por no descalzarse las zapatillas de Baroja), escribió en cine. Su relación con el cine fue tan profundamente literal, antes que sólo literaria, que en más de una ocasión dejó claro que él antes que trabajar con ideas, lo hacía con imágenes. “Para mí, el cine es tanto o más importante que la literatura”, se le escucha decir en el documental de Augusto M. Torres Juan Marsé habla de Juan Marsé. Y allí, en ese ejercicio autorreflexivo no exento de vanidad cinéfila, lo dice todo. Habla de sí, de su trabajo, de su infancia en las salas de programa doble, de su descubrimiento de la capacidad del cine para trascender una realidad de hambre y posguerra, de todo lo que le duele cada una de las adaptaciones de sus novelas… Y mientras habla desgrana una vida entera a oscuras con la única aspiración de la luz. Eso es el cine. “En el cine, como en tantas cosas de la vida, lo que de verdad tiene sentido es prolongar la figura más allá de la derrota que nos infligen el tiempo y la muerte: la realidad”, insiste. Para Marsé, el cine es la realidad, pero bien.

Al Marsé que en una sección semanal de periódico jugaba a encadenar las estrellas de cine que poblaron su niñez y lo que vino después se le recordará también como un polemista contra todo. Y en eso también se deja ver su pasión por la pantalla. Todo aficionado de verdad al cine, lo es también contra el cine. En una entrevista ya célebre acusaba al cine español de falta de talento. Lo hacía delante de una ministra de Cultura convencida de que la piratería lo malversaba todo. Y en otras mil conversaciones igual de furibundas se revolvía contra cada uno de los adaptadores de sus novelas. Sus insultos más crueles se los llevó siempre el más pertinaz de sus seguidores: Vicente Aranda (“Lo único salvable es el culo de Ornella Muti”, dice de El amante bilingüe). Pero ni Fernando Trueba, que originalmente trabajó sobre un guión de Víctor Erice alabado por el escritor, se libró de sus invectivas. “Nunca hablo de las películas justo después del estreno para no perjudicar la taquilla”, aclaraba, eso sí, por aquello de respetar… sus derechos de autor tal vez.

Pero más allá del ruido y del folclore mediático, el cine. O los cines Rovira o Roxi (con sus fantasmas de cuento) que conforman el ideario, la pasta y hasta la estancia de los sueños y la propia literatura de Marsé. Cuenta que aquella vez que la palabra “Barcelona” apareció en La marca del zorro, de Rouben Mamoulian, se detuvo el mundo. Fue Tyrone Power el que escuchó a su seguro enemigo decir que antes que malvado de película fue maestro de esgrima en… Barcelona. La misma ciudad de mugre y ruinas podía ser también el escenario donde acabar para siempre con la segura derrota que viene, otra vez, de la mano del tiempo y la muerte: la realidad. En la larga entrevista con Augusto M. Torres describe cuánto del Montgomery Clift de Un lugar en el sol hay en el Pijoaparte de Últimas tardes con Teresa. Y también queda claro de qué parte de lo soñado surge la necesidad de jugar a aventis, de construir e inventar hazañas protagonizadas por los chavales, donde se mezclan “libremente fragmentos de películas, de tebeos, con sucesos reales del mundo de los adultos, igual de violento por aquellos años, aunque más soterrado”, según el propio Marsé.

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Para Marsé el cine se detuvo en los primeros 50. Fue ahí, en el clasicismo fantasmal de los clásicos, donde Marsé se quedó a vivir con el único empeño de derrotar a la misma muerte. En realidad, no era tanto su obsesión el cine como el mito del cine. El matiz importa. Le importaba a Liberty Valance, sabedor de que entre la leyenda y la realidad, mejor, la literatura (que es cine), y le importaba a Marsé.

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