Por Carlos Barrio
El gran drama de la civilización occidental no es tanto que se encuentre al borde de la extinción cuanto de las razones últimas que conducen a la misma. No es ni la primera ni tampoco la última civilización condenada a su extinción. El gran drama de nuestra civilización es que está a punto de sucumbir bajo el influjo de lo que nuestra intelectualidad llama “progreso”, que en realidad no deja de ser una nueva forma de barbarie.
Contemplando la deriva totalitaria y la realización en la praxis de las ideas más peregrinas e irracionales, un espíritu crítico no puede por menos que acordarse de esa famosa sentencia de Baruch Spinoza, Ultimi barborum. No pueden dejar de calificarse como barbarismos hechos como los que estamos viviendo en estos tiempos. La instauración de la responsabilidad colectiva, la extinción de la individualidad y su sustitución por la neo-ideología identitaria, la iconoclastia para con nuestro legado cultural e histórico o la instauración de un presentismo histórico que exige valorar la historia según los parámetros ideológicos de la llamada teoría crítica son algunas de sus manifestaciones más palmarias.
Insisto en que no se trata de fenómenos nuevos, ya se han dado en diferentes momentos de la historia con matices diferentes. Lo que es verdaderamente novedoso es que se pretenda hacer pasar como una forma de “progreso” moral y cultural lo que a todas luces es una involución civilizatoria. La idea de progreso, típicamente ilustrada, alcanzó su mayor y más perfecta expresión con la filosofía de la historia de Kant. Para el pensador alemán la naturaleza humana alcanza su maduración moral a través de la historia con su perfeccionamiento en la praxis.
Mediante la destrucción del sentido común relativo a las ideas de mérito, capacidad, responsabilidad individual, justicia, sexo, género o mercado la nueva izquierda está a punto de subvertir logros civilizatorios que ha costado siglos construir y que será muy difícil recuperar
Las mentes ilustradas creyeron ver en la historia un desarrollo en pro de una mejor y más perfeccionada imagen de nosotros mismos. Un ejemplo de esto último lo encontramos en la propia evolución de la noción de lo que llamamos el sentido común. Con anterioridad al triunfo de las ideas ilustradas que creían en la posibilidad de un progreso de la especie humana en pos de una mayor moralización y racionalidad, el sentido común se entendía como el asentimiento que cualquier individuo podía dar a una serie de principios e ideas evidentes por sí mismos. Esta es la idea que manejaba Aristóteles (Koiné aísthesis), Descartes o incluso el propio Kant.
Con Vico la noción de sentido común deja de identificarse con una capacidad general de formular juicios certeros propios de la especie humana para convertirse en una noción vinculada a la historia. El sentido común pasa a equivaler a un conjunto de creencias compartidas en un momento histórico determinado, que pasa a ser mudable según cambien las circunstancias históricas que dieron origen a dichas creencias. Popper en El Conocimiento objetivo defiende que el sentido común pasa con la ilustración a ser refutable, como la propia ciencia. El sentido común puede ser corregido y reemplazado por otra forma de comprensión del mismo, que durante cierto tiempo puede parecer “extravagante”, hasta lograr alcanzar un número de adhesiones suficientes.
Con esta deconstrucción ilustrada de la idea del sentido común se dio carta de naturaleza a la propia crítica que de la ilustración haría la propia modernidad representada por los anti-ilustrados Horkheimer y Adorno y que tiene sus precedentes ya en Nietzsche. Éste en Sobre la verdad y la mentira en sentido extramoral reduce la racionalidad a suerte de pura metáforas, adornadas poéticamente que después de un “prolongado uso, un pueblo considera firmes, canónicas y vinculantes”.
Este paso hacia la volatización de la idea del sentido común a la que se priva de un anclaje atemporal vinculado a la propia racionalidad de la especie, para convertirse en una suerte de aditamento histórico vinculado a un conjunto de creencias dominantes, alcanza categoría política en Gramsci. Para el pensador italiano la conquista y el dominio del sentido común es el paso previo a la instauración de un clima revolucionario capaz de subvertir las estructuras de poder hegemónicas. Sin conquistar la hegemonía sobre el sentido común no sólo no se puede alcanzar el poder, tampoco se puede mantener en el tiempo. Con la politización de la idea del sentido común esta noción se ha des-objetivado y se ha convertido en puramente convencional.
Esta pérdida de objetividad de la noción de sentido común no se habría producido si la izquierda hubiera asumido una noción evolucionista y naturalizada del sentido común, que ya estaba también presente en la obra de Nietzsche. Si el sentido común se hubiera vinculado con la idea de adaptación y supervivencia de la propia especie esta deriva irracionalista que manifiesta la nueva izquierda quizás no se hubiera producido. Al igual que la revolución francesa marcó el nacimiento de varias formas de entender la izquierda, siendo la jacobina la que acabaría dominando en la tradición leninista-marxista, otro tanto de lo mismo ha ocurrido con la propia noción del sentido común. A la disolución de esta noción clásica y a-histórica del sentido común le reemplazó una visión contingente, convencional y profundamente politizada. La otra posibilidad que cabía, la de vincular el sentido común con aquello que resulta más adaptativo para la propia evolución de la especie, tristemente no fue asumida por la izquierda.
Como decíamos al comienzo del artículo en esta destrucción de la idea clásica del sentido común se encuentra la raíz de los males del presente. Mediante la destrucción del sentido común relativo a las ideas de mérito, capacidad, responsabilidad individual, justicia, sexo, género o mercado la nueva izquierda está a punto de subvertir logros civilizatorios que ha costado siglos construir y que será muy difícil recuperar. Mucho menos con una derecha empeñada en no disputar la hegemonía sobre el sentido común para centrarse en la pura administración conservadora del sentido común urdido por la izquierda a través de su ingeniería social.
En esta labor de ingeniería social que consiste en reemplazar las nociones del sentido común que todos manejamos, la universidad ocupa un papel fundamental. Hace unos días el periodista Cristian Campos se hacía eco, en una brillante columna, del luctuoso suceso acaecido hace tres años en Evergreen, un famoso liberal arts college de corte progresista de la ciudad de Seatle, hoy epicentro del experimento social de la nueva izquierda. Dicha universidad ha hecho de los principios del llamado progresismo posmoderno su seña de identidad. Ideas como las de la violencia estructural, la mercadofobia, el revisionismo histórico, el odio a occidente, la ideología de género, el animalismo o el alarmismo climático forman parte de los principios fundacionales de la institución que moldean los planes de estudio que allí se imparten.
Allí hace escasamente tres años las turbas fanatizadas de estudiantes la tomaban con el profesor de biología Brett Weisntein por negarse a adoptar los nuevos protocolos relativos al llamado día de la ausencia: un día del calendario lectivo dedicado a hacer proselitismo estudiantil relativo al supuesto racismo institucional en los Estados Unidos. Tras acabar con la carrera docente de Weinstein, las turbas fanatizadas de estudiantes la tomaron con el propio rector de la institución al que sometieron a todo tipo de vejaciones, al igual que a buena parte del alumnado blanco de la institución en una suerte de ejercicio sadomasoquista de exaltación de las culpas colectivas de los blancos, que poco o nada tienen que ver con la actividad académica propia de las universidades y que parece más propio de un episodio de La Naranja mecánica de Kubrick.
Este suceso, lejos de constituir un episodio anecdótico en un campus radicalizado de los Estados Unidos, ejemplifica a la perfección la deriva de la institución universitaria, que ha dejado de servir a la sociedad abierta y verdaderamente libre para convertirse en una institución al servicio de la demolición de la sociedad. Lamentablemente vamos camino de conformar una nueva civilización en la que el sentido común ya no sea lo más y mejor repartido que hay en el mundo, como decía Descartes, sino lo peor repartido. Destinado a conformar una sociedad de esclavos y no de seres verdaderamente libres e iguales en derechos.