Si hubiera necesidad de oponer a sus enemigos españoles un argumento en defensa de la forma monárquica de gobierno, bastaría con recordarles que, a nivel global, las dictaduras de extrema izquierda que jalean con indisimulado entusiasmo en sus medios adictos se han convertido de facto en monarquías, pues aspiran a perpetuarse hasta la eternidad. Estas confieren estabilidad y regulan una forma de reclutamiento del personal político que, bien gestionado, facilita el funcionamiento de las instituciones y disuelve los particularismos tribales.
A este respecto, los ejemplos son múltiples y clásicos. En la Europa medieval, las naciones monárquicas más antiguas, Inglaterra, Francia y España, fueron tanto causa como consecuencia de un proceso de competición nobiliaria del que emergió victoriosa una familia dominante: la dinastía dentro de la cual se perpetuó la sucesión. Entonces quedaron determinados los deberes sagrados de los monarcas, tanto hombres como mujeres. En primer lugar, debían producir un heredero legítimo. En segundo término, cabía esperar que acrecentaran los reinos y señoríos que recibían en herencia, pero sobre todo debían transmitir íntegros aquellos que les habían entregado.
Alfonso X, Estado cultural
Para sobrevivir, las primeras autoridades monárquicas de la Europa occidental emprendieron procesos de centralización de la autoridad dirigidos al cobro de impuestos y la gestión de la guerra. También se dotaron, bueno es recordarlo tras tanta dejación por parte de los gobiernos españoles en las últimas décadas, de un embrionario Estado cultural. Así, el formidable Alfonso X el Sabio, rey de Castilla y León, es recordado por la escuela de traductores de Toledo y las cantigas galaicoportuguesas de Santa María. Hasta tiene un cráter en la luna por su interés en la astronomía, el «Alphonsus». No había ni hay ejercicio del poder sin comunicación política de los símbolos, expresados hoy en himnos y banderas.
Alfonso X tampoco dejó atrás sus deberes bélicos, pues bombardeó el puerto de Salé en el actual Marruecos y conquistó Jerez y Cádiz a los musulmanes. Aunque los monarcas españoles eran, en frase afortunada de un ilustrado, «hombres bajados directamente del cielo» y su autoridad providencial no era –literalmente- de este mundo, la interacción entre rey y reino supuso el mayor factor de modernización de nuestra historia.
A favor, en contra, en alianza, en oposición, en la salud y en la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza, mediante la permanente negociación de la lealtad y la obediencia, la historia de España se identifica con la de sus monarquías. Estas han sido, desde la Edad Media hasta nuestros días, dinásticas, autoritarias, imperiales, nacionales, constitucionales, democráticas y globales.
Camarillas y comuneros
Semejante vinculación fue reconocida por el fundador del liberalismo español, Gaspar de Jovellanos, cuando señaló que la monarquía era la constitución histórica de los españoles. Esa misma idea fue expresada por el gran pensador francés del siglo XIX Alexis de Tocqueville, cuando indicó que la figura regia era generadora del hecho social. Pensaba por supuesto en Francia y en la manera en que las revoluciones y la dictadura militar napoleónica habían destruido el cuerpo de nación, para sustituirlo por una banda de fanáticos poseídos por ideas abstractas.
Tocqueville pensaba que sin la revolución de 1789 y la carnicería que había supuesto Francia no hubiera quedado por detrás de Gran Bretaña en la revolución industrial. La enseñanza es obvia. Ningún experimento en política sale gratis. En este sentido, el intento de imposición por parte de la camarilla flamenca del emperador Carlos I de modelos políticos transpireinaicos, más impositivos y menos negociados, terminó en un desastre, la guerra de las comunidades de Castilla, concluida en 1521.
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La fortaleza
Los reyes en España han tenido, en comparación con otras naciones europeas, un papel y una legitimidad emanadas de su papel de árbitros y redistribuidores. Es sabido que carecieron de los poderes taumatúrgicos y prodigiosos de sus homólogos ingleses y franceses. La falta de unción, consagración y coronación de los reyes españoles (que solo eran proclamados) llamaba la atención y, aunque alguno lo interpretó como signo de debilidad, más bien lo era de fortaleza.
En la figura del monarca español confluían las tensiones y aspiraciones de reinos y provincias, cuerpos e individuos. Todos querían «lo suyo»: merced, limosna, oficio, beneficio o renta. Nobleza de sangre y de servicio, príncipes de la iglesia y poderosas órdenes religiosas, el papa de Roma, las ciudades gobernadas por patriciados de banqueros y mercaderes, caciques indígenas americanos y comunidades de negros libres, acudían al monarca en busca de justicia, ayuda, regalo y perdón.
La monarquía global
La monarquía global española de Felipe II representó el modelo más sofisticado de maquinaria administrativa existente hasta el siglo XVI. A las bancarrotas causadas por las guerras europeas, tuvo que hacer frente del único modo posible, entregando rentas e instituciones a cambio de dinero. La decadencia de los Austrias llamados menores, que gobiernan hasta 1700, encubre que, en realidad, el imperio español tenía su centro de gravedad en el Virreinato de Nueva España –México- y sus mecanismos constitucionales monárquicos funcionaron bien. La monarquía española garantizó mediante sofisticados y eficaces mecanismos de compensación a escala global que el imperio continuara existiendo, de Patagonia a Alaska y de Filipinas a Nápoles.
Nación de ciudadanos
La llegada de los Borbones implicó la territorialización del poder. Si este quería ser moderno, no podía delegarse. Cuerpos de ingenieros, militares, marinos, llevaron la presencia del monarca y del Estado donde hizo falta.
A comienzos del siglo XIX, la configuración de la nación de ciudadanos, definida por la igualdad ante la ley, estuvo condicionada tanto por la catastrófica invasión napoleónica de 1808 como por la guerra civil en el seno de las elites. Eso que llaman las «Dos Españas» ha empezado siempre con la incapacidad de conciliación de poderes y facciones sobre los dos modelos posibles de nación. El que se funda sobre el privilegio de una supuesta comunidad de elegidos y el que se reconoce en la moderna ciudadanía.
Ambas repúblicas españolas, en 1871 y en 1931, exacerbaron esas diferencias y carecieron en la práctica de civilidad. Por eso es tan peligrosa la actual demagogia sobre la forma de Estado. La monarquía es lo que nos ha permitido ser españoles. Ha sido la fuerza invisible que ha configurado la nación. Sin ella, nada común puede prevalecer.