Esto es lo que va a pasar: cada año, los científicos, activistas y ciudadanos preocupados por el cambio climático discutirán de una u otra forma sobre la geoingeniería. Escribirán editoriales y vagas propuestas en revistas, y plantearán reflexiones sobre su conveniencia o no.

Cada vez serán más, y la urgencia irá en aumento a medida que nuestra preocupante situación se ponga más de relieve. Quizás incluso empiece ya, a raíz del último estudio llevado a cabo por el Panel intergubernamental sobre cambio climático (IPCC).

Sea como sea, tarde o temprano uno de estos días, mirarás hacia arriba, y verás aviones surcando el cielo. Estarán lanzando pequeñas partículas de aerosol diseñadas para desviar parte de la luz solar hacia el espacio. Tal vez ocurra cuando 10 millones de personas tengan que abandonar la costa de Bangladesh y comiencen a salir en masa de la India. Tal vez ocurra cuando el último residente de Kiribati pierda la esperanza y se mude a Fiji.

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Llevamos teniendo la misma conversación sobre geoingeniería durante al menos una década. En 2010 se trataba de “una mala idea cuyo momento ha llegado”. Los científicos se sentían “nerviosos” al respecto en 2015. Y en 2014 se trataba de algo “aterrador”. Y esto es solo lo que aparece en una búsqueda rápida de Google.

Si tenemos esta misma conversación acerca de los cambios necesarios para contrarrestar nuestras acciones una y otra vez es porque el cambio climático es algo peligroso, y da miedo, y ese miedo nos paraliza. Pero la clave del éxito en la idea de reflejar la radiación solar, es que es algo absurdamente barato.

Con unos pocos miles de millones de dólares al año se podrían modernizar algunos aviones y enviarlos a la estratosfera, donde descargarían sin parar aerosoles hasta que el planeta comience a enfriarse. Según las estimaciones de la mayoría de los científicos, sí se conseguirá enfriar el planeta. Este simple mecanismo podría acabar de una vez por todas con todas esas conversaciones e hipótesis.

Por supuesto, eso no acabará con todos los problemas de la gestión de la radiación solar. No arreglará la acidificación de los océanos. Existe el peligro de que la geoingeniería haga que la lucha por la transición de los combustibles fósiles pase a un segundo plano. Además, se trataría de un experimento a escala planetaria con tantas variables que hacer predicciones seguras al respecto resulta casi imposible.

La película Snowpiercer nos plantea una distopía en la que la geoingeniería sale horriblemente mal.
Todo esto es cierto, pero todo el mundo se olvidará de ello cuando países enteros comiencen a desaparecer bajo las olas, o cuando la escasez de alimentos y las hambrunas afloren por doquier. Los aviones pueden ser estadounidenses, o chinos, o indios, o rusos o dquien sea. Puede que incluso algunos de los países más pobres del mundo se animen a juntar sus recursos para empezar a actuar. Sea como sea los aviones volarán, llevando la bandera que sea. La oportunidad es demasiado tentadora como para dejarla pasar.

El último informe del IPCC explica que el mundo se podría calentar hasta 1,5 grados centígrados para 2030. Evitar que aumente más allá de ese nivel y que la situación adquiera una dimensión catastrófica “requeriría cambios rápidos, de gran alcance y sin precedentes en todos los aspectos de la sociedad”. Parece algo que los humanos no estamos ni remotamente cerca de lograr, al menos por ahora Si fuésemos a lograr resolver el cambio climático ya habríamos resuelto el cambio climático.

Una vez que todo el mundo sea consciente de la situación, la geoingeniería pasará de la noche a la mañana de ser un “concepto peligroso” a una “realidad peligrosa”.

Pero esto no solo se trata de una diatriba fatalista. Si las personas aceptaran esta predicción, podría tener algún efecto positivo en el resultado final. Aceptar lo inevitable podría hacer que se estableciese un marco regulatorio, por ejemplo.

Algún día, en un futuro lejano, lo que quede de la humanidad se pasará incontables horas tratando de descubrir cómo dejamos que surgiese esta crisis climática. Teníamos todo el conocimiento necesario para detenerla, y fracasamos. Sin embargo, me apuesto a que habrá muy pocas conjeturas sobre este momento particular en la historia, cuando los aerosoles comenzaron a ser rociados por la estratosfera. Cuando ya países enteros hayan comenzado a desaparecer, la hambruna se propague tan rápidamente como los refugiados, y las capas de hielo de Groenlandia y de la Antártida estén al borde del colapso. La única pregunta que nos haremos será: ¿Por qué tardaron tanto?

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