Arturo Pérez-Reverte/Zenda

Prólogo de la novela de Alistair MacLean Los cañones de Navarone, publicada por Zenda-Edhasa.

Siempre recordaré la primera vez que vi los cañones de Navarone. O para ser exacto, primero los vi en la pantalla de un cine y luego los viví en las páginas de un libro. Pero desde el principio estuve dentro de esa historia. Yo era uno de ellos, naturalmente. ¿Quién no lo hubiera sido?

Nunca olvidaré aquel acantilado azotado por la marejada y la lluvia, o tal vez no llovía y se trata sólo de mis recuerdos. El caso es que allí estábamos: nosotros abajo y los alemanes —malvados alemanes, como corresponde a las novelas de Alistair MacLean— arriba. No era solo el peso de la misión lo que nos preocupaba, sino el peso de la montaña misma, que se alzaba imponente como un guardián implacable de nuestro destino. Ese día me hice amigo del capitán Keith Mallory y de los otros, cuando lo que empezaba como una misión de rutina se transformó en una pesadilla de la que ni en mis sueños más oscuros podría haber imaginado.

Nos habían dicho que la misión era vital: destruir los cañones de Navarone para permitir que la flota aliada se moviera con más libertad por el Mediterráneo. Pero en el fondo sabíamos que el éxito significaba mucho más que simplemente derribar un par de piezas de artillería. Significaba la diferencia entre la victoria y la derrota, en una guerra que se estaba decidiendo en cada rincón del mundo.

Desde el momento en que nuestro grupo de comandos pisó suelo griego, supe que estábamos en territorio desconocido, no solo en términos de geografía, sino en lo que respecta a nuestras limitaciones. La isla era un laberinto de rocas y sombras, trampa mortal en la que cada paso podía ser el último. La escalada —cómo admiré ese día a Mallory— se convirtió en un áspero símbolo de nuestra lucha; no solo contra el terreno escarpado, sino contra nuestros propios miedos y debilidades. Aquel acantilado no nos daba cuartel. Cada metro ascendido era un recordatorio de lo lejos que teníamos que llegar y de lo mucho que íbamos a sacrificar.

A medida que avanzábamos, que penetrábamos en la incertidumbre y el peligro, la escalada física y emocional se tornaba cada vez más dura y desafiante. Las rocas a superar, el terreno a recorrer, no eran solo piedras y tierra, ni tampoco sólo territorio enemigo, sino monumentos a nuestros miedos y desafíos interiores. Cada nuevo obstáculo, y los hubo por docenas, era una prueba de nuestra resistencia y de nuestra capacidad para mantenernos unidos, serenos y eficaces. Letales para el enemigo. La isla de Navarone, con sus cañones temibles y su terreno despiadado, se convirtió en nuestro campo de batalla tanto exterior como interior.

Pero el terreno y los alemanes no eran nuestros únicos adversarios. Eso lo confirmaría más tarde, leyendo —y viendo en las pantallas de cine— otras historias de Alistair MacLean como Estación polar Zebra, El desafío de las águilas y La isla del Oso. La traición y el espionaje se enredaban con cada paso que dábamos. La misión, que debería habernos unido, a veces parecía separarnos. La desconfianza mutua se hizo evidente, cada hombre a la defensiva, cada decisión cuestionada.  La vida en la guerra es un paisaje inseguro, y mucho más en la retaguardia enemiga. Allí nunca sabes quién es realmente tu aliado y quién podría ser un enemigo disfrazado, u oculto. Y cuando la traición finalmente se reveló en Navarone, comprendí cuán delgada puede ser la línea entre la lealtad y la traición.

Durante aquellos días peligrosos, la violencia fue una constante, un espectro letal que nos acompañaba en cada enfrentamiento con los soldados nazis. El sufrimiento desbordaba nuestras vidas y las de quienes encontrábamos en nuestro camino. La visión de la hermosa Anna, una de las guerrilleras griegas que nos acompañaban, luchando por mantener su dignidad en medio de la brutalidad, fue una de las imágenes más dolorosas que me imprimió en la memoria aquella misión. Su valor y sufrimiento nos recordaban la crueldad del conflicto y la determinación —criminal a veces, pues éramos combatientes y no santos— con la que debíamos enfrentarlo. Su silencio y sus cicatrices resultaron más dolorosos, más mortales, que los cañones famosos de aquella isla maldita.

Y al final, cuando logramos cumplir nuestra misión y los cañones fueron destruidos, el alivio, el descanso,  la paz, no fue total. Sabíamos que habíamos estado a la altura del deber y el desafío, pero también éramos conscientes de las cicatrices que habíamos dejado atrás, tanto físicas como emocionales. La guerra nos había cambiado, y aunque la victoria era dulce, el precio de conseguirla había sido muy alto.

Así es como recordaré siempre aquellos días: no solo como una aventura épica, sino como una profunda reflexión sobre el sacrificio, la traición y la amistad. En las tierras agrestes de Grecia, en aquella isla de Navarone que nunca existió, aprendí que a veces la mayor batalla se libra dentro de uno mismo, que los compañeros son imprescindibles para la victoria, y que la lealtad no siempre depende de lo dura que tengas la piel. Tal vez la verdadera fuerza se encuentre en la voluntad. En la capacidad de seguir adelante incluso cuando el terreno se vuelve escarpado, casi imposible de escalar.

Queridos amigos, estimados lectores, sean bienvenidos a la isla de Navarone.

Autor: Alistair MacLean. Título: Los cañones de Navarone. Editorial: Zenda-Edhasa. Venta: Amazon.

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