Ajeno a los rescoldos de la fiesta con la que Sicilia daba la bienvenida al Año Nuevo y el siglo XIX, el religioso y astrónomo Giuseppe Piazzi celebraba la noche del 1 de enero de 1801 en el observatorio de Palermo, entre el telescopio con el que barría el firmamento y sus cuadernos. Enero había traído al mundo una nueva centuria. A Piazzi además le dejaría el instante más importante de su carrera científica. Por puro azar -el mismo que permitió a Fleming hallar la penicilina o a Wilhelm Röntgen los rayos X- el siciliano dio la primera noche de 1801 con uno de los tesoros astronómicos más codiciados por sus colegas.

A finales del XVIII el reto que traía de cabeza a los astrónomos del mundo era dar caza al “planeta perdido”, nombre de ecos vernianos tras el que se ocultaba una incógnita sobre la que ya había reflexionado en el siglo XVII Johannes Kepler: ¿Se ocultaba un planeta entre las órbitas de Marte y Júpiter? En la época de Giuseppe Piazzi los astrónomos manejaban una secuencia matemática que concluía que sí: la Ley de Titius-Bode, que establecía la distancia entre los planetas y el Sol.

La relación la formuló de manera discreta en 1772 el alemán Johann Titius. Discreta porque, a pesar de su trascendencia, el profesor de Wittenberg la garabateó en una simple nota en una traducción de Contemplation de la Nature de Charles Bonnet. “Tomé nota de las distancias de los planetas unos de otros y reconocen que casi todos están separados en una proporción que coincide con sus magnitudes corporales”, anotó el sabio.Seis años después su compatriota y tocayo Johann Bode enunciaría la relación matemática, que se designa con ambos apellidos.

Aunque hoy la mayoría de astrónomos consideran que la Ley de Titius-Bode tiene un carácter casual, en la época de Piazzi gozaba de un éxito considerable. Sobre todo después de que la posición del recién descubierto Urano -observado en 1781 por William Herschel- se ajustase a la prevista por la norma. Los cálculos de Titius y Bode concluían que en la región existente entre Marte y Júpiter debía ocultarse otro planeta que durante siglos había pasado desapercibido a los eruditos.

Los cálculos de Titius y Bode concluían que en la región existente entre Marte y Júpiter debía ocultarse otro planeta que durante siglos había pasado desapercibido a los eruditos
Uno de los astrónomos que se lanzaron con más ahínco a barrer el firmamento en busca del “planeta perdido” fue el director del Observatorio de Gotha, el barón y astrónomo Franz Xaver von Zatch. A finales de la década de 1780 —después de que Herschel descubriese Urano—, empezó a escudriñar el cielo a la caza de aquel esquivo cuerpo celeste previsto por la Ley de Titius-Bode. A pesar de su empeño, von Zatch no consiguió localizarlo. Ni lo logró él, ni tampoco ningún otro de los astrónomos que lo perseguían.

Decidido a desenmascarar al nuevo planeta, en 1796 acordó cambiar de estrategia. El francés Joseph-Jerome de Lalande planteó a von Zatch que las posibilidades de tener éxito se multiplicarían si diferentes astrónomos se repartían de forma coordinada la ingente labor de peinar el firmamento. Aquella fue la primera piedra para que en 1800 se constituyese un ejemplo de temprana colaboración científica a gran escala en los albores del siglo XIX: la Policía Celestial (o Celeste).

El grupo de la Policía Celestial se constituyó en septiembre de 1800 en Alemania. Para formarlo, von Zach reunió a primeros espadas de la astronomía germana con el fin de que usasen el observatorio de Lilienthal: Johann Hieronymus Schröter —el dueño de las instalaciones y quien ejerció como presidente—, Karl Ludwig Harding, Heinrich Wilhelm Matthias Olbers, Freiherr von Ende y Johann Gildemeister. Otros 18 expertos recibieron invitaciones para que se embarcaran en la búsqueda.

Los 24 oficiales
El planteamiento era que la Policía Celestial sumase 24 eruditos. Cada uno se encargaría de estudiar un pedazo de firmamento de 15 por 15 grados, donde centraría sus esfuerzos. La tarea no resultaba sencilla. Los astrónomos tenían algunas pautas, pero no podían saber en qué dirección debían apuntar sus telescopios. A pesar de lo ambicioso del proyecto y de los desvelos y trabajos que causó a sus responsables, los “agentes celestiales” no pudieron cumplir con su propósito. ¿El motivo? La pura y dura fortuna les adelantó por la derecha.

Mientras los astrónomos de la Policía Celestial peinaban el firmamento a la caza del “planeta perdido”, Piazzi realizaba desde el Observatorio de Palermo anotaciones independientes para elaborar un catálogo de estrellas. Por azar la noche del 1 de enero de 1801 -poco después de que se constituyese la asociación impulsada por von Zach y Schröter en Alemania- el religioso siciliano captó un cuerpo luminoso que llamó su atención. Al principio creyó que se trataba de un cometa. Poco a poco sin embargo reparó en sus peculiaridades. Durante los primeros días de enero lo siguió cada vez con mayor atención.

“Debido a su falta de nebulosidad y su movimiento lento y bastante uniforme siento en el corazón que podría ser algo mejor que un cometa”

“La luz era un poco débil y del color de Júpiter”, anotó en su diario el astrónomo italiano. Aunque en un principio escribió a Bode y Barnaba Orianipara comunicarles que había descubierto un cometa, en su misiva dejaba entrever ya sus esperanzas de haber dado con un hallazgo de mayor calado: “Debido a su falta de nebulosidad y su movimiento lento y bastante uniforme siento en el corazón que podría ser algo mejor que un cometa”.

No se equivocaba. El hallazgo de Piazzi captó también la atención de sus colegas. De hecho, el siciliano recibió una invitación para sumarse a la Policía Celestial. ¿Era el cuerpo que Piazzi había observado el codiciado “planeta perdido”? Dar con la respuesta sería casi tan complejo como con el propio mundo entre Marte y Júpiter. A pesar del interés que suscitó el descubrimiento, meses después el siciliano era el único que había conseguido contemplarlo. Para exasperación de la comunidad científica, su órbita y la mala visibilidad dificultaban reencontrar el ¿cometa? ¿planeta? de Piazzi.

El origen de Ceres
El reto de “redescubrir” aquel escurridizo cuerpo celeste despertó el apetito intelectual de un veinteañero de Brunswick que con el tiempo se convertiría en uno de los matemáticos y astrónomos más importantes de la historia: Carl Friedrich Gauss. El genio alemán desarrolló un nuevo método -bautizado como “de los mínimos cuadrados”- para calcular órbitas partiendo de algunas observaciones. Entre septiembre y octubre Gauss entregó sus cálculos a von Zach, quien echaba el lazo de nuevo al esquivo cuerpo celeste a principios de diciembre de 1801.

Piazzi bautizó su hallazgo como Ceres Ferdinandea, un homenaje a Ceres, la diosa romana de la agricultura, que gozaba de gran predicamento en Sicilia; y a Fernando IV de Nápoles y III de Sicilia, patrón del astrónomo. Lo de hacer la rosca a los monarcas dando su nombre a los cuerpos celestes no era extraño. Solo unas décadas antes, Herschel había hecho otro tanto al descubrir un nuevo planeta. Lo nombró Georgius Sidus (estrella de Jorge) en un guiño al soberano Jorge III. La historia es sin embargo menos sensible que los científicos al influjo de los reyes y ni Herschel ni Piazzi tuvieron fortuna con sus elecciones. El hallazgo del primero se conoce hoy como Urano y el segundo perdió su apellido para quedarse en Ceres.

Reencontrado y con nombre, Ceres presentaba sin embargo una peculiaridad llamativa: su pequeño tamaño. Sus 950 kilómetros de diámetro están lejos por ejemplo de los casi 3.500 de la Luna. Los astrónomos creyeron excesivo llamarlo planeta y para desesperación de Piazzi pasó a denominarse a propuesta de Herschel “asteroide”. El resultado: los telescopios volvieron a peinar la franja entre Marte y Júpiter en busca del planeta que se burlaba de los mejores observatorios de Europa.

Durante los años siguientes se localizaron otros cuerpos, todos menores que Ceres. Cuando en 1815 la “Policía Celestial” se disolvió contaba ya con Pallas, Juno y Vesta. Años después llegaría Astrea. Hacia la década de 1870 se conocían ya un centenar de objetos en el cinturón de asteroides entre Marte y Júpiter. Hoy se piensa que la franja llegó a estar mucho más poblada. Los astrónomos también asumieron que la gravedad de Júpiter es la causante de que el material que conforma el cinturón no se uniera en planetas mayores. Hace un año investigadores de la Universidad de Burdeos apuntaron una nueva teoría: el cinturón habría sido un espacio vacío que se llenó poco a poco de material arrojado por los planetas.

La puntilla a los desvelos de la Policía Celestial llegaría tres décadas después de que desapareciera. El descubrimiento de Neptuno, en 1846, desbarató la Ley de Titius-Bode ya que el espacio que ocupaba el nuevo planeta no se ajustaba a su previsión. Hoy se considera a Ceres un planeta enano. La policía de von Zatch y Schröter no pudo dar con su deseado “planeta perdido”, pero antes de disolverse dejó dos valiosos legados: un temprano ejemplo de colaboración científica por encima de las fronteras y conocimiento sobre el cinturón de asteroides.

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