Repitan conmigo: Krasz-na-hor-kai. Quédense con el nombre si no lo conocían ya. Este autor húngaro (Gyula, 1954) vive y escribe en movimiento en sus múltiples refugios. Es una palabra que le sienta bien a su literatura dinámica, huidiza y esquiva con las etiquetas. Sus personajes tienen difícil acomodo. Huyen de la opresión y del hartazgo. Buscan un lugar que no existe, ni siquiera dentro de sí mismos. “En el budismo, el movimiento implica cambio, pero en occidente escapamos para regresar al mismo lugar en un sinsentido perpetuo”, asegura.

En la obra de Lázsló Krasznahorkai, casi todos se marean en torno a un círculo tragicómico: desde Guerra y guerra a Tango satánico, de Melancolía de la resistencia a Ha llegado Isaías, publicados por Acantilado, pocos hallan su centro o cierto equilibrio. Quizás para él, la huida que hizo esta semana de Berlín a Madrid tuvo alguna recompensa. En la Residencia de Estudiantes, donde mantuvo este martes un encuentro con lectores, tocó el piano que dicen había hecho sonar alguna vez Federico García Lorca.

No es poco para quien eligió la prosa como modo de expresión. Pero una prosa devota de la poesía: “Escogí la novela y el ensayo porque me parecen géneros que se acercan más a lo objetivo, sin embargo, en lo que escribo, dejo penetrar la música y la poesía, que son partes fundamentales de mi vida”, afirma. De hecho aconseja recurrir a ambas artes para comprender mejor la realidad: “Fluye tanta información, todo resulta tan confuso que será mejor que la realidad la filtren los poetas”, asegura.

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“En Trump no hay mucha conciencia de mal. En Orban sí y además, disfruta haciendo daño. Esa es la diferencia entre un cínico y un simple malvado”

Más incluso que sociólogos, juristas, economistas, periodistas… Y los políticos, ni en pintura. “Solo les interesa el dinero y el poder. El resto, les trae sin cuidado”. Cuando lo interrogaron los servicios secretos de su país en el suspiro final del comunismo, se empeñó en intentar convencer a quienes buscaban reducirlo que lo que él hacía –escribir- no tenía nada que ver con la política: “Me decían que sí, porque describía un mundo crítico con la sociedad que nos había tocado. Pero yo se lo rebatía y con ello corría el riesgo de que me dieran una paliza, pero no”.

Se alegra en la misma manera que le entristece haber vivido la época de la caída del régimen: “Soñamos un mundo más abierto con la llegada de la democracia. Pero luego resultó que para la mayoría de la gente, ese cambio supuso sólo la ilusión de salir de compras a Viena. Libremente, eso sí. Éramos un país pobre y no aprovechamos las circunstancias”.

Cuando ahora le preguntan por la deriva hacia la caverna y la intolerancia que toma Hungría con Viktor Orban en el poder, no se muestra muy comprensivo con sus compatriotas: “Soy partidario de las sociedades abiertas, pero habría que preguntarse si la mayoría que deseaba la democracia para comprarse un coche y viajar a Canarias, la merece”.

No se considera pesimista. “Sólo realista”, matiza. “Creo que resulta necesario hablar del futuro para buscar una ilusión, precisamente porque se presenta incierto y oscuro”. Para ello, necesita establecer diferencias entre las categorías del mal. “Hablamos de un término abstracto. La maldad no tiene explicación y quizás está bien que así sea”, afirma.

Pero si lo personalizamos en figuras modernas, quiere diferenciar a Trump de Orban: “El primero es idiota; el otro, más peligroso: un cínico”. ¿Por qué? “En Trump no hay mucha conciencia de mal. En Orban sí y además, disfruta haciendo daño. Esa es la diferencia entre un cínico y un simple malvado. Pero si comparamos a nuestro presidente con Steve Bannon, creo que se parecen más. Él también es un cínico”.

En todos ellos existe un nexo: la mentira. “Sobre el pasado, no tanto para el futuro”, cree Krasznahorkai. “Lo que cuentan jamás existió. Quizás la Historia que la gente decente estudia con rigor, tampoco. Pero en ellos, esa mentira es consciente, mientras que en los demás, no pasa de una equivocación. Falsifican el pasado para poder pervertir el presente. Lo malo es que cada vez la gente parece necesitar más esos predicadores de lo falso”.

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