• En vísperas del segundo aniversario de la muerte de Gabriel García Márquez, ‘El viaje a la semilla’ (Ariel), una monumental investigación del crítico colombiano Dasso Saldívar, traza la biografía del Nobel

Macondo era entonces, en el recuerdo del coronel Aureliano Buendía, la aldea en la que Gabriel García Márquez nació, creció y escribió sus primeras poesías. Un rincón de la costa de Colombia, entre plantaciones de banano y las montañas de Santa Marta, que hoy debe de tener alguna más que las 20 casas de barro que el escritor pintó en Cien años de soledad (1967). La base del atlas narrativo de Gabo radica en la geografía de Macondo. Pero la ciudad fundada por José Arcadio Buendía continúa siendo más un estado de ánimo que un lugar. Un topónimo de resonancias poéticas. El punto de partida de uno de los escritores más importantes de todos los tiempos.

García Márquez nació en Aracataca, en el departamento colombiano de Magdalena, el 6 de marzo de 1927. Su embrión intelectual, en cambio, puede remontarse al 19 de octubre de 1908. Ese día, su abuelo, el coronel Nicolás Márquez, veterano de la guerra de los Mil Días, mató a un amigo por un asunto de honor en Barrancas. “Este crimen prefigura la suerte personal y literaria de García Márquez”, explica a EL MUNDO Dasso Saldívar, periodista y crítico colombiano que acaba de publicar El viaje a la semilla (Ariel), la séptima edición -la tercera revisada- de una biografía de Gabo prolija y exhaustiva, almibarada a tramos por un elogio incandescente.

Saldívar invirtió más de dos décadas en investigar la huella de Gabo antes de ser un icono global. Su trabajo se suma a otros volúmenes de referencia en la materia, como Gabriel García Márquez. Una vida (Debate), la monumental biografía escrita por el profesor británico Gerald Martin. Gabo quedó más contento con el trazo de su paisano: “Si hubiera leído antes El viaje a la semilla no habría escrito mis memorias”. Eso dicen que dijo.

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El próximo 17 de abril se cumplirá el segundo aniversario de la muerte del autor de El coronel no tiene quien le escriba. Y el pasado 6 de marzo hubiera cumplido 89 años. Estimulado por Valentín Zapatero, el malogrado editor de Trieste, Saldívar tomó la decisión de serpentear la vida de García Márquez tras la concesión del Nobel en 1982. “Su figura era desconocida, incluso para su familia. Y a mí me faltaba la base proteínica. Ignoraba el folclor de su pueblo”, confiesa.

El título original de ‘Cien años de soledad’

La principal virtud de El viaje a la semilla es la profundización en las raíces personales y familiares de García Márquez, sin las cuales resulta imposible concebir su obra literaria. Saldívar detalla el universo totémico que desembocó en la publicación de Cien años de soledad, originariamente titulada La casa, justamente, por el peso de la casa familiar en el autor colombiano.

La recreación literaria de su infancia en Aracataca encierra los pilares de la creatividad del escritor que alumbró el boom latinoamericano. Sostiene Saldívar: “La casa de Aracataca se convierte en el escenario en el que cimenta la relación con sus abuelos, en una doble dimensión. La terrenal, que le procuró su abuelo. Y la supersticiosa o mística, que le proporcionó su abuela doña Tranquilina Iguarán, que se pasaba el día contando fábulas y leyendas”. La estructura espacio-temporal de Cien años de soledad está condicionada por esta bifurcación. Y todo o casi todo en Gabo confluye en una casa convertida en un Aleph borgiano.

Pero la simiente de García Márquez, más allá de la vivienda telúrica de su pueblo, parte de la presencia de la violencia y la muerte. El novelista no sólo convierte el duelo de su abuelo en un hecho novelesco, sino que decide trascenderlo literariamente en Cien años de soledad. «Hizo una trasposición -explica Salvívar- y pone a pelear a sus gallos en la gallera, y lo que ocurre es que José Arcadio Buendía mata con una lanza a Prudencio Aguilar». Y, de la misma forma que el muerto acaba persiguiendo de por vida a Buendía, a Gabo el muerto de su abuelo le acaba persiguiendo desde su niñez.

Gabriel García Márquez, de padre farmacéutico y madre ama de casa, aprendió a escribir a los cinco años. En 1936 se matriculó en el colegio San José de Barranquilla y a los 12 años ya era un jovenzuelo maduro que pergeñaba versos satíricos. Una década después, tras cursar el bachillerato en Zipaquirá, ingresó en la Universidad Nacional de Bogotá para estudiar Derecho. No le interesaban las leyes, pero sí las materias de humanidades que entonces conformaban el programa de esta especialidad. Según Saldívar, “Gabo fue un buen estudiante, pero siempre lo ocultó porque tenía manía a los académicos. Se consideraba un hombre enraizado en lo popular”.

Gabriel García Márquez, en una imagen tomada en 1962, en México DF. CORBIS
Gabriel García Márquez, en una imagen tomada en 1962, en México DF. CORBIS

En Bogotá, además de estudiar, García Márquez ocupa el tiempo leyendo. Lee desaforadamente. Primero a los poetas del Siglo de Oro, a Cervantes y a los cronistas de Indias. Pero, sobre todo, queda deslumbrado por Rulfo, Borges, Carpentier y Virginia Woolf. “Gabo decía que los autores influyentes son aquellos que te cambian la visión de las cosas, y los que más le cambiaron fueron Sófocles, Kafka y Faulkner”, evoca su biógrafo.

Sin embargo, el auténtico caldo de cultivo que lanza a García Márquez a la creación literaria reside en el conocido grupo de Barranquilla, una asociación de intelectuales en la que el novelista aprendió a zambullirse en lecturas y enfoques hasta ese momento inimaginables para quien procedía de un pueblín costero. Fue también la época del éxtasis juvenil y las borracheras en el bar La Cueva. El cabeza de este sanedrín era Ramón Vinyes, el sabio catalán, dueño de una librería en la que se vendía lo más granado de la literatura española, italiana, francesa e inglesa. García Márquez forjó en aquel clan amistades profundas. José Félix Fuenmayor, Álvaro Cepeda Samudio, Alfonso Fuenmayor, Germán Vargas. “Sabios que a Gabo le sirvieron para abrir los ojos y apoyar su talento”, matiza Saldívar.

Sólo la figura de su esposa Mercedes Barcha, a quien conoció en 1943 y con quien tuvo dos hijos (Rodrigo y Gonzalo), supera al grupo de Barranquilla en la vertebración intelectual de Gabo. Una tarea galvanizada en el viaje a Europa que el escritor realiza a mediados de los 50. El contraste formidable entre la América caribeña y la aspereza continental termina de encender su vocación periodística.

Publicada La hojarasca, el diario El Espectador de Bogotá le envía en 1955 a Ginebra a cubrir la conferencia de los Cuatro Grandes. Después se escapa a la Europa del Este, y allí se da de bruces con el frío metálico de la utopía socialista: Berlín Oriental, Moscú, Budapest, Praga. Pero también descubre Cinecittà y la bohemia francesa. “En París aprendió que nada mata a un escritor, ni siquiera el hambre”. Lo pasó mal. Sobrevivió con colaboraciones y trabajando de freelance, pero durante esta etapa publicó El coronel no tiene quien le escriba (1961) y La mala hora (1962).

El reportaje, una novela de la vida real

Europa le valió a Gabo la forja de su conciencia política -“no fue comunista, fue un socialdemócrata de principios liberales”, remacha Saldívar-; además de la expansión de su veta reportera. Fue un hallazgo de largo alcance. El periodismo ocupó 51 años de la vida de Gabo y ocho volúmenes de sus obras completas. La novela es un reportaje de la vida imaginaria y el reportaje, una novela de la vida real. Tal era su máxima. “El periodismo es hoy lo que es gracias a García Márquez, entre otros maestros. Es su talento poético el que eleva este género a categoría estética en Relato de un náufrago, Noticia de un secuestro o Crónica de una muerte anunciada”.

Pero la consagración al autor de Aracataca le llega en 1967, cuando publica Cien años de soledad. Llevaba casi 20 años rumiando la novela iniciática de su literatura. “El libro aún impacta no solo porque está primorosamente escrito, sino porque refleja la vida de todo el mundo. Una fábula que condensa la realidad cotidiana e histórica. Partiendo de una escena local, García Márquez consiguió trascenderla a una realidad estética universal. Es lo mismo que hizo Cervantes con el Quijote y con una provincia como La Mancha”.

La novela es una enorme metáfora de su globalidad creadora: leyendas, tragedias, diluvios, fertilidad, levitaciones. En el argumento subyace, más allá de la fundación de Macondo como superficie literaria perenne de García Márquez, una crónica de la historia colombiana desde los tiempos de la independencia hasta los años 30 del siglo XX. “Es la mejor novela que se ha escrito en castellano después del Quijote”, sentenció Pablo Neruda.

Saldívar rechaza encasillar la pluma de Gabo. “El realismo mágico es una etiqueta pobre que no encierra la complejidad de una obra como la suya”. Ismail Kadaré dijo: “Si el realismo mágico es meter en una novela la tierra y el cielo, la ficción, la realidad, los sueños… ¡Con eso empezó la literatura!”. Es cierto. Esa es la materia prima de la que bebió Homero y antes el poema de Gilgamesh. Y esa es la materia prima que García Márquez convirtió en un bestseller de la mano de la editora Carmen Balcells. “Para estar entre españoles, lo mejor es estar entre catalanes”, solía decir. Saldívar cree que su éxito mundial de ventas no hubiera sido tan colosal sin la mano de Mamá Grande, pero tampoco sin Paco Porrúa, su editor en América Latina, descubridor de Cortázar, Onetti y Roa Bastos.

La fama marcó un punto de inflexión en la trayectoria de García Márquez. La fama. El boato. La púrpura del ego. Los abrazos con Fidel Castro y Felipe González. Entonces descubrió que la soledad del poder se parece mucho a la soledad de la fama. El viaje a la semilla acaba ahí. Porque, de la misma forma que las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra, las estirpes condenadas a la gloria encontraron todas las oportunidades sobre la tierra.

Fuente El Mundo.es

 

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