Tras 50 años de independencia, este pequeño país recientemente rebautizado como eSwatini, continúa entre la tradición y la modernidad, asolado por los elevados índices de desempleo, pobreza y VIH/sida.

Manos en los bolsillos, sombrero clásico encasquetado y abrigo largo de lana con solapas que dejan intuir una impoluta camisa blanca y una corbata. Parece que ese día de 1923 hacía frío en Londres, pero la actitud jovial de Sobhuza II hacía de parapeto frente a la humedad. Ostentaba el cargo de jefe supremo de Suazilandia. A sus 24 años y flanqueado por una delegación de jefes suazis e ingleses –quizás miembros de la oficina colonial de la época– comenzaba una larga, pero inútil, persecución a través de los tribunales británicos para recuperar el territorio de sus antepasados.

Es una de las pocas imágenes que se conservan de ese momento en el que Sobhuza II desafió la legitimidad de las concesiones otorgadas a los colonos británicos durante el reinado de su abuelo, Mbandzeni, así como la dudosa legalidad del colonialismo en su país, que seguiría siendo un protectorado inglés varias décadas más.

Los movimientos en tierras inglesas no funcionaron y las cortes coloniales declinaron en 1926 las acusaciones del monarca africano. En respuesta a la mancha en el honor ancestral este decidió cambiar su táctica: a partir de entonces, el tradicionalismo –auténtico o ­manufacturado– se convirtió en la esencia y la base de su legitimidad política. Hasta este momento, Sobhuza II se proyectaba como un dirigente moderno y progresista, pero el viraje hacia lo tradicional le ofrecía una nueva estrategia para presionar en sus reclamaciones contra el dominio colonial británico. La soberanía parlamentaria o la democracia partidista eran ideas que venían de fuera y había que enfrentarlas con determinación. Sin embargo, no sería hasta la década de 1960 cuando Suazilandia fue capaz de embarcarse en las negociaciones para la independencia.

El día 6 de septiembre de 1968, Sobhuza II –conocido como La gran montaña, La boca que no miente o El Sol y la Vía Láctea– se hacía, por fin, con el poder del país. A los cinco años adoptaría un sistema de Gobierno absolutista tras abolir la Constitución. Gobernaría por decreto hasta que Suazilandia volvió a una vida parlamentaria maquillada para el exterior debido a que todo el poder nacía de él. Con una tierra rica en recursos minerales apostó por favorecer a la minoría inversionista blanca a cambio de su plata. Su deseo fue el de sacar de la pobreza a la mitad de su país, pero tras su muerte en 1982 se destapó lo previsible: habían aumentado los niveles de desigualdad y el número de empobrecidos.

Un paraíso solo para el rey
El Reino de Suazilandia a menudo se describe como la Suiza de África y evoca bellas imágenes de magníficos paisajes montañosos y exuberantes pastos verdes. Incluso nombres de lugares como el Valle de Ezulwini (el Valle del Cielo, conocido como el Valle Real) representan un oasis. Sin embargo, estos eufemismos son una mera visión cenital utilizada por un Gobierno que está dispuesto a promocionar negocios y, sobre todo, un destino turístico idílico. Pero la vida cotidiana no es de color de rosa para la mayoría de la población. El país ha sido –y permanece– como una sociedad dividida y desigual dirigida por la monarquía. En agosto de 2008, la revista Forbes nombró al rey Mswati III de Suazilandia –hijo de Sobhuza II– el segundo hombre más rico de África, mientras que el Programa Mundial de Alimentos de la ONU (PMA) explicaba que «mantenía con vida a 600.000 suazis, lo que suponía más del 60 por ciento de la población». La mitad de la población hubiera muerto de hambre de no ser por esta ayuda.

También en 2008, el Programa de Desarrollo de Naciones Unidas (PNUD) informó que el 69 por ciento de la población vivía por debajo de la línea de la pobreza, mientras que el rey tenía entre 14 y 20 esposas con su correspondiente manutención, más de 20 hijos y una docena de nuevos palacios –junto al heredado de su padre–. Además, el país tiene la dudosa notoriedad de tener una de las prevalencias más altas del mundo de VIH. Este contexto ha fomentado una crisis política que se ha manifestado en una lucha para definir una auténtica cultura suazi que entronca con el giro que emprendiera Sobhuza II como escudo contra lo colonial.

En el centro de esta lucha política se encuentra el rey Mswati III, el último monarca absoluto en el continente africano. Cuando ascendió al trono en 1986, lo hizo en medio de un viento renovado porque la población esperaba que él gobernaría de manera diferente a la de su padre. Los suazis imaginaron que habría un cambio positivo porque el joven rey era moderno y había sido educado en Inglaterra. Sin embargo, su modus operandi no se ha desviado de la hoja de ruta familiar y su poder ha aumentado en las últimas tres décadas.

Al igual que su padre, Mswati III se ha negado a introducir cualquier reforma dirigida a la democratización del país. En su lugar, ha utilizado a un Gobierno cuya ideología patrocina el tradicionalismo cultural para justificar la prohibición de los partidos políticos y mantener un perenne Estado de emergencia. A pesar de décadas de presiones internacionales y la introducción de una nueva Constitución en febrero de 2006, tanto activistas políticos como abogados creen que no ha cambiado nada porque el rey conserva el poder final en materia ejecutiva, legislativa, judicial, económica y de seguridad. Un estilo que podría ser descrito como autoritarismo moderno envuelto en la tradición.

Aunque Suazilandia pasó por un siglo de colonización antes de lograr la independencia de Europa sin derramamiento de sangre, la naturaleza autoritaria de la forma de gobierno después del período colonial generó una oposición significativa, incluyendo un movimiento de resistencia armada cada vez más visible.

Los levantamientos populares y las protestas han crecido en los últimos años con los jóvenes y otros grupos de oposición utilizando la cultura para desafiar el dominio opresivo del máximo mandatario. Este tipo de resistencia pacífica –en lugar de tácticas más tradicionales utilizadas por algunos grupos de oposición– parece estar socavando la confianza del pueblo en la capacidad de Mswati III que pretende continuar justificando su política y su lujoso estilo de vida.

Cambios sin contenido
El rey habló. Y punto. El pasado 19 de abril, dirigiéndose a una multitud en el estadio de Manzini, a 40 kilómetros de la capital, Mbabane, con motivo de su 50 cumpleaños, dijo: «Los países africanos que lograron la independencia volvieron a sus antiguos nombres antes de ser colonizados. A partir de ahora nuestro país se conocerá oficialmente como el Reino de eSwatini». Un cambio de nombre que fue recibido con emociones encontradas, ya que algunos activistas manifiestan que el país se enfrenta a desafíos más apremiantes como la pobreza o la deficiente atención médica, a pesar de que Mswati III lució en la celebración un reloj valorado en más de 800.000 euros y lució un traje adornado con diamantes.

De hecho, según el informe de mayo de la ONU, la sequía es la principal causa de inseguridad alimentaria en eSwatini, y un 70 por ciento de la población depende de la agricultura para su sustento. Precipitaciones irregulares y períodos de sequía prolongados de octubre de 2017 a marzo de 2018, así como un brote de gusanos que afecta al maíz y otros cultivos han impedido la producción de alimentos. El informe Evaluación y Análisis de la Vulnerabilidad Anual de Suazilandia 2017 proyectaba que aproximadamente 177.000 personas –más del 15 por ciento de la población– necesitarían urgentemente asistencia alimentaria durante la temporada 2017-2018, cuando la comida es más escasa.

Unos datos que se contraponen a otra noticia apta para inversores extranjeros: el Gobierno de Suazilandia gastará 1.500 millones de euros durante este año en la construcción de un centro de conferencias y un hotel de cinco estrellas para organizar la cumbre de la Unión Africana en 2020, que durará ocho días. Una cifra que es más que la suma asignada al Ministerio de Agricultura o al Ministerio de Defensa.

La lacra tiene nombre: VIH
El flagelo del sida durante las décadas de 1990 y 2000 se traduce en que la mitad de la población de eSwatini son niños y casi un tercio de los adultos tienen VIH. Pero una fuerte noción de orgullo masculino y el sentido del deber de proporcionar seguridad a la familia, significa que muchos hombres ocultan su condición de portadores. De hecho, Mswati III a menudo es acusado de reforzar un patriarcado que oprime a las mujeres y las mantiene como súbditas.

La enfermedad continúa propagándose en Suazilandia, aunque no al ritmo de mediados de la década de 2000. Es decir, eSwatini ha conseguido logros, pero no se puede hablar de éxitos. Este pequeño país de 1,2 millones de habitantes y una dimensión equiparable a la de la provincia de Zaragoza tiene una de las tasas de incidencia de tuberculosis más altas del mundo y una de las prevalencias generalizadas más altas del mundo de VIH/sida con un 31 por ciento entre las personas de 18 a 49 años.

Y la pregunta que se hacen muchos analistas es evidente: ¿por qué el VIH se está propagando a un ritmo tan alarmante en eSwatini? El abanico de respuestas es variado. Uno de los focos se centra en los conductores o los trabajadores migrantes de Mozambique o Sudáfrica, que mantienen relaciones sexuales casuales o de pago y transmiten la enfermedad. Luego estarían los llamados clientes concurrentes múltiples (MCP, por sus siglas en inglés). Son muchas las personas que duermen con algunos clientes al mismo tiempo y, según explica la socióloga Sisonkela Msitang, este tipo de relaciones a veces pueden tener múltiples finalidades como ayudar a pagar las cuotas escolares o la comida, devolver una deuda, aplacar la soledad cuando un trabajador pasa meses lejos de casa, o tener una salida laboral temporal debido a las altas tasas de desempleo.

«No podemos olvidar el patriarcado y la poligamia. Hay muchos escenarios prevalentes. Los hombres sienten que tienen derecho a tener múltiples esposas y, sin embargo, a menudo no pueden o no quieren cuidar de ellos y de sus hijos. Las jóvenes quedan embarazadas y no cuentan con el apoyo de sus familias o del hombre que las dejó embarazadas. Se desalienta a las mujeres de hablar sobre el sexo culturalmente, por lo que con frecuencia hay insatisfacción sexual en un matrimonio. La espiral sigue y sigue…», explica Msitang.
Este es el contexto en el que la antigua Suazilandia celebra sus 50 años como país independiente, con un cambio de nombre que, en realidad, nada cambia.

Retos para una monarquía
El país, que celebra el 6 de septiembre el 50 aniversario de su independencia, es una de las pocas monarquías absolutas que sigue habiendo en el mundo, junto a Catar, Burnéi, Omán y Arabia Saudí, entre otras. El ahora denominado Reino de eSwatini es uno de los países menos desarrollados de África: cerca del 20 por ciento de la población está infectada por el virus del sida (ONUSIDA, 2017), la esperanza de vida es de 49 años, la tasa de paro ronda el 50 por ciento y seis de cada diez habitantes viven por debajo del umbral de la pobreza (Banco Mundial, 2015).

Publicidad