JUSTICIA Y REDENCIÓN

El escenario establecido por el dramaturgo de La Tempestad es una “isla deshabitada” en algún lugar del Mediterráneo, donde viven el exiliado duque de Milán, Próspero, su hija Miranda, Calibán, su siervo, y una serie de espíritus que le sirven, de los cuales el principal se llama Ariel. Este sitio rodeado por el mar es su reino entero, que gobierna mediante la magia. Por azar, sus enemigos de Italia, castigados con una tormenta y de otras maneras, quedan a merced de sus artes, y él recupera su reino original.

La obra ha sido considerada a veces como una comedia de venganza. Pero uno siente que, salvo por su interés en que se haga justicia, Próspero no siente verdaderos deseos de recobrar su reino original (“donde de cada tres de mis pensamientos uno se consagrará a mi tumba”); tampoco en el pasado deseaba realmente gobernarlo o administrarlo: estaba más interesado en el estudio. Me parece justo considerarlo como un gobernante involuntario tanto en el primero como en el último de los tres periodos de la historia de sus oscilaciones. Si también se le debe considerar como un gobernante involuntario en el segundo periodo —el de los doce años en la isla, que culmina en la tarde durante la cual se desarrolla la acción de la obra (aproximadamente, de las dos a las seis de la tarde)— es una pregunta que me permito posponer. Hablar de venganza, salvo como agente de la justicia, no es adecuado para calificar lo que sucede. Pero el término venganza tampoco es una caracterización satisfactoria por otra razón. Es menos impresionante el castigo que el perdón de Próspero a sus enemigos, y todavía más sorprendente es la esperanza de que la naturaleza de su ser haya cambiado —la mayoría de ellos ha cambiado— por los castigos que han sufrido y por el perdón que él les otorga —castigos, por cierto, obviamente simbólicos: naufragio inofensivo en una tempestad mágica, y angustias mentales causadas por una distracción mágica. Sin embargo, lo que hemos dicho debe calificarse de dos maneras. En primer lugar, Próspero reina de modo absoluto, ningún otro personaje de la obra está tan firmemente a cargo de todos los acontecimientos presentados; y en segundo lugar, Próspero no impresiona al lector o al espectador como un hombre al que le sea natural perdonar. Por otro lado, está claro que gobierna con justicia, o en nombre de la justicia; y que le preocupa —como le ha preocupado la educación de Calibán— el destino espiritual de sus enemigos. Asumamos, tentativamente, que la obra es una tragicomedia de justicia y redención y revisemos un curioso parlamento de Gonzalo.

Los visitantes involuntarios de la isla están dispersos en cuatro lugares: Fernando está solo y habrá de encontrarse con Próspero y Miranda, Esteban y Trínculo, que encontrarán a Calibán, los marineros (de los que no nos ocuparemos), que todavía se encuentran en la nave, y por último, el grupo al que podemos llamar la corte: el rey Alonso, Gonzalo, y el resto. El principal tópico de Gonzalo, que también lo es para los cortesanos náufragos, es un poco sorprendente: cómo debería organizarse o desorganizarse la sociedad. “Si hubiera de cultivar (es decir, colonizar) en esta isla, mi Señor,” dice,

Anuncios

En mi república dispondría todas las cosas

al revés de como se estila. Porque no admitiría

comercio alguno ni de nombre ni de magistratura;

no se conocerían las letras; nada de ricos, pobres

y uso de servidumbre; nada de contratos,

sucesiones,

límites, áreas de tierra, cultivos, viñedos;

no habría metal, trigo, vino ni aceite; no más

ocupaciones;

todos, absolutamente todos los hombres

estarían ociosos;

y las mujeres también, que serían castas y puras;

nada de autoridad […]

Todas las producciones de la naturaleza

serían en común, sin sudor y sin esfuerzo […]

la naturaleza produciría por sí misma,

con la mayor abundancia,

lo necesario para mantener a mi

inocente pueblo […]

Gobernaría con tal acierto, señor,

Que eclipsaría la Edad de Oro.

Esta visión es satirizada por los demás a medida que la desarrolla y al cabo Gonzalo concede que ha hablado con sorna. Pero es en realidad una idea europea del siglo xvi bastante respetable —o más bien: digna— de la organización social primitiva que el dramaturgo ha tomado en gran medida, casi palabra por palabra —algo bastante excepcional en él— del ensayo de Montaigne sobre los caníbales. Gonzalo también está vinculado con Próspero, no sólo como el único hombre notablemente bueno de ese pequeño remedo de corte, sino como el salvador de Próspero en el momento de la usurpación. La Mascarada de Ceres también apunta hacia una Edad Dorada cuando dice: “¡Que la primavera llegue para vosotros lo más tarde / al final de la cosecha!” —es decir, una edad sin invierno. Pero más allá de ciertas semejanzas superficiales entre la descripción irónica de Gonzalo y de la comunidad que Próspero ha establecido en la isla, hay por supuesto diferencias radicales e imponentes, mediante las cuales podemos suponer que el dramaturgo desarrolla su tema. Tomaré como ejemplos cuatro de esas diferencias.

LA VOZ DE PRÓSPERO

Se trata, en realidad, de racimos de diferencias, y podrían formar una cadena, pero la primera es absoluta: “nada de autoridad”, dice Gonzalo, y Próspero es un autócrata. La naturaleza de su oscilación puede deducirse mediante la consideración de algunas de las características de su habla. Aun entre los grandes monarcas que Shakespeare imaginó, Próspero es dueño de una voz de incomparable solemnidad y majestuosidad. Cuando su hija aventura una pregunta, contesta, envuelto en su manto, ceremonioso:

Vas a saberlo con creces.

Por la más extraña de las

casualidades,

la bienhechora Fortuna (de nuevo

mi cara amiga),

ha conducido a mis adversarios

hasta estas playas,

y, gracias a mi conocimiento del

futuro, descubro

que mi cenit se halla dominado por

la estrella más propicia,

cuya influencia debo utilizar ahora,

pues si no,

veré para siempre abatida mi

fortuna.

El hecho de su linaje, de su gobierno, de su edad y sabiduría, no bastan para explicar la severidad de ese tono; Próspero también es un mago y suena como tal. Habla para sí mismo de su “dignidad”; en esta obra, la transición de la frivolidad al mal, tanto en los cortesanos como en los borrachos, es fácil. Entonces, su ceremoniosa elaboración es coherente con la brusquedad más violenta o expresiva —una brusquedad de la que las siguientes líneas brindan un manifiesto ejemplo:

Ahora no me preguntes más.

Te vence el sueño; es un buen reparador, déjale paso.

Sé que no puedes defenderte de él…

En el lento descenso de la frase final escuchamos sucumbir a Miranda, que inmediatamente se queda dormida; sentimos que el hechizo es real. Su solemnidad tiene el poder de convertir las palabras en actos.

Majestad, actividad. Otra característica del habla de Próspero que vale la pena señalar es su ostensible poder. Consideremos algunas líneas de su conjuro final a los espíritus:

y vosotros, cuya ocupación

consiste

en hacer brotar los hongos a

medianoche,

que os regocijáis al oír el solemne

toque de queda,

con cuya ayuda, aunque sois débiles

maestros,

he oscurecido el sol a mediodía,

despertado los vientos procelosos y levantado una guerra rugiente

entre el verdoso mar y la bóveda

azur.

Este lenguaje espeluznante es cortés, no ornamental. Llama a sus asistentes “débiles” pero los saluda como “amos”; cuyo amo es él. Ha oscurecido (palabra de una nota muy alta) el sol en la hora en que tal hazaña podría considerarse más difícil —una fantasía tomada de Ovidio, que la exagera. Luego ha llamado (nota baja o neutral, como llamar a los perros) a los vientos, que no quieren acudir (imagen que describe al desobediente Ariel) y, sin embargo, acuden. Luego sigue una imagen vasta y centelleante relativa al océano, a la bóveda celeste y al espacio entre ellos, y tras un elegante “azur” viene un sencillo “verde” avivado por “mar”. Ahora bien, en este espacio, y entre estos grandes escenarios naturales “levanta” —una palabra local, detallada, como si fuese a edificar una bodega— una guerra, y antes, o justo mientras uno lee la palabra “guerra”, ésta ya “ruge” ante nosotros. Autoridad, entonces, contra la anarquía de Gonzalo. Una autoridad cuyas características, evidentes en el estilo, son la solemnidad ritual, la actividad, el poder que todo lo domina. La autoridad de Próspero en el mundo de la obra, la isla, se funda en el poder y nada más. Sin embargo, su poder se funda, y aquí llegamos a una segunda diferencia frente a la república de Gonzalo, en el conocimiento. “No se conocerían las letras”. Una y otra vez se subraya el saber de Próspero, sus artes mágicas, sus libros, incluso estudia mucho durante el breve transcurso de la obra, y al final decide arrojar su libro al mar. Nos enteramos de que Próspero también ha educado cuidadosamente a Miranda; y él y Miranda han enseñado a Calibán tanto como éste podía aprender. Próspero, de hecho, es un pedante real —Shakespeare se atrevió a correr un riesgo al llevar a Próspero en esta dirección y hacerlo poco simpático para el público.

LA REPÚBLICA DE PRÓSPERO

El gobernante, en síntesis, trabaja. Todos en la república de Próspero trabajan. Miranda en su educación y en la de Calibán; Ariel y Calibán en tareas propias de su condición. Esto marca una tercera diferencia entre la imagen que Gonzalo tiene del ocio universal y lo que ocurre en la isla, y esto es algo muy poco usual en una obra de teatro. El propio público ha estado trabajando todo el día (justamente el público popular de la época isabelina trataba de acortar su trabajo para ir al teatro al final de la tarde) y no tenía ganas de ver gente trabajando en el escenario. Mostrar a una persona trabajando —cargar leños, por ejemplo— era una acción muy floja desde el punto de vista teatral. El único de los visitantes de la isla con el que su gobernante entra pronto en contacto, Fernando, es puesto a trabajar inmediatamente. Desde luego, debemos distinguir entre la inadecuada labor que realizan Fernando y Ariel, por un lado, y lo que hace Calibán, por otro. Lo que hace Fernando es una prueba de templanza para determinar la naturaleza de su devoción a Miranda. Lo de Ariel se debe a un acuerdo —otro rasgo de la sociedad excluido por Gonzalo. Lo hace en parte por gratitud a Próspero, y en parte porque Próspero ha prometido dejarlo en completa libertad. Y aquí encontramos por primera vez lo que casi cualquier lector ha de percibir como uno de los temas dominantes de la obra: la inminente libertad de Ariel. El trabajo realizado por estos dos personajes tiene un plazo limitado y es teleológico: tiene un fin, que es entendido no necesariamente por el sujeto que lo realiza (no en el caso de Fernando), pero sí por el gobernante. Los trabajos de Calibán son harina de otro costal. Una cuarta diferencia entre la descripción de Gonzalo y la república de Próspero nos permite describir como un error cometido por Gonzalo el que hable de “mi gente inocente”. Ni la mayoría de quienes integran la pequeña corte de náufragos, ni Esteban y Trínculo, ilustran una concepción de la naturaleza humana como la que subyace en tal (seguramente irónico) optimismo; pero ya llegaremos a ello. En la isla hay una criatura capaz de convertir en carne molida esa idea de Gonzalo —o la idea posterior, coherente con aquella, del Noble Salvaje. Sin embargo, Calibán, sin duda una de las más exquisitas creaciones de Shakespeare, crucial en esta obra, es tan complicado como sus ancestros —y conste que me preocupa simplificar excesivamente la descripción de este personaje que vale por tres. En su primera aparición es llamado “Tú, terrón de barro”, y a las amenazas de Próspero sólo responde, “Tengo derecho a comer mi comida”, y gran parte de sus parlamentos presenta a la naturaleza en su forma terrenal. Le dice a Esteban:

Te ruego me permitas llevarte

a donde crecen los cangrejos;

y con mis largas uñas te desenterraré

trufas.

He de mostrarte un nido de grajos y

enseñarte

cómo se coge a lazo al ágil mono.

Te conduciré

bajo las ramas del avellano, y

algunas veces

atraparé para ti jóvenes gaviotas de

las rocas. ¿Quieres acompañarme?

O, al hablarle de Miranda:

Se convertirá en tu lecho, lo

garantizo,

y te dará una bravía descendencia.

Claro que esto es muy poético, y el contraste entre el tono de esta última afirmación y la respuesta de Esteban a ella (“Monstruo, daré muerte a ese hombre”) deja aún más claro que a Calibán no le han sido negadas facultades mucho mayores que las de un mayordomo o bufón. Así que no nos sorprende del todo que el poeta ponga estas palabras en su boca:

La isla está llena de rumores,

de sonidos,

de dulces aires que deleitan y no

hacen daño.

A veces un millar de instrumentos

bulliciosos

resuena en mis oídos, y a instantes

son voces que,

si a la sazón me he despertado

después de un largo sueño,

me hacen dormir nuevamente. Y

entonces, soñando,

diría que se entreabren las nubes y

despliegan a mi vista

riquezas prontas a llover sobre mí;

a tal punto que,

cuando despierto, lloro por soñar

de nuevo.

El abismo entre él y sus colegas se abre otra vez cuando Esteban comenta sobre esto:

Será para mí este un gran reino

Donde tendré música a cambio

de nada.

Pero en el comentario de Calibán sobre esto —“Cuando Próspero sea destruido”— se nos recuerda su tercera naturaleza o, mejor dicho, la disposición que gobierna, para la acción y en la república, tanto su naturaleza representativa (o inferior) como su naturaleza más alta. Esta disposición (reconocida por el propio Calibán cuando dice: “¡Me habéis enseñado a hablar, y el provecho que me ha reportado es saber cómo maldecir!”) es obstinada y malévola, y llega hasta el punto de tramar la violación de Miranda y el asesinato de Próspero, planes que requieren ser frustrados, exigen castigo, y hacen inevitable su condición de esclavo. No es dueño de sí mismo, y por lo tanto no cabe la posibilidad de que disfrute de la libertad, como Ariel: Calibán debe ser permanentemente dominado. Algunos editores han creído que uno de los parlamentos que pronuncia es una mera bobería dicha por un borracho. Calibán juguetea con su nombre: “Ban, Ban, Cacaliban.” Pero Shakespeare no juguetea. “Ban” significa maldición, y las dos primeras sílabas de “Cacaliban” son sugerentes: insinúan la palabra “cacodaemon” (o demonio), una palabra que el poeta había aplicado veinte años antes a Ricardo iii, quien también es deforme. Finalmente Próspero, en el acto iv, lo llama “demonio”. Podemos preguntarnos si la naturaleza de Próspero —en la intención del dramaturgo— no se ha agriado en parte por su fracaso con la educación de Calibán: “Cuanto he hecho por él, en lo humanamente posible, ha sido tiempo perdido, completamente perdido…”

“LOS DIOSES, QUE APLAZAN, MAS NO OLVIDAN”

Estamos listos, tal vez, para una formulación más detallada. Sociedad implica autoridad. La autoridad debe basarse en el poder y el poder debe basarse en el conocimiento. El trabajo es necesario y debe realizarse por acuerdo, con un propósito visible para el gobernante, excepto cuando el súbdito es incapaz de llegar a un acuerdo porque no se puede confiar en él para que cumpla su tarea; tales casos existen y no son incompatibles con la posesión de facultades considerables e incluso elevadas, excepto en materia de autodominio. El acuerdo es más fuerte cuando tiene una triple base: en gratitud por un hecho pasado, en un temor presente y en una esperanza futura. El motín contra un gobernante justo (como lo planeaba Ariel, y lo practica Calibán) es el peor crimen social y da lugar a, o acompaña a todo otro mal. De manera que en realidad no existe “libertad” en esta isla. Incluso Miranda estudia y educa a Calibán y solaza a Próspero. El trabajo del gobernante consiste en: educación (incluyendo la autoformación continua), administración de justicia (incluyendo el castigo) y redención. Antes de pasar a este tercer trabajo del gobernante, sobre el cual no hemos dicho casi nada, quiero destacar en la obra un claro proyecto dramático de administración de la justicia.

Un rasgo singular de la estructura de La Tempestad es que la catástrofe ocurre en la escena inicial, que pone a los enemigos de Próspero en su poder, aunque en el momento en que eso ocurre los lectores (o los espectadores) no lo sabemos. Sólo vemos que hay una tormenta en el mar, que hay nobles a bordo, y que hay un naufragio. Durante la segunda escena nos enteramos, primero velada y paulatinamente, y luego de manera brusca, que los enemigos de Próspero están a su merced, como se dice en el parlamento que cité para ejemplificar su solemnidad. Pero mientras tanto hemos escuchado sobre otra “desgracia marítima” ocurrida doce años antes, en la cual estuvieron a punto de morir Próspero y su hija. Así, el instante de pleno reconocimiento de lo que ha sucedido implica un pleno reconocimiento de por qué sucedió. Aquellos que primero se vieron torturados por el mar eran inocentes; los que causaron esa tortura son culpables y ahora son torturados por el mar; la justicia existe. Ya bien adentrados en la obra, Ariel hace explícito el paralelismo:

vosotros tres

expulsasteis de Milán al buen

Próspero

y expusisteis al mar, que ya se ha

desquitado,

a él y a su inocente hija. Por esa

acción odiosa,

los dioses, que aplazan, mas

no olvidan,

han sublevado mares y playas,

y a todas

las criaturas contra vuestra paz.

Es debido a este empleo inusitado de la acción catastrófica, como ha señalado un crítico alemán, que la imaginería de La Tempestad no cumple su habitual función shakespeareana de anticipación, sino que más bien se utiliza para rememorar, para recordar lo sucedido (y así, también, para comprender su significado). Cito dos ejemplos morosos y desdeñosos de la manera en que la persistente imaginería marítima está ligada a los culpables, y de la idea del océano como un agente que aplica un castigo moralmente justo. Cuando Antonio convence al inerte Sebastián de que asesine a su hermano, Sebastián admite:

Sebastián: Soy agua estancada.

Antonio: Os enseñaré a desbordaros.

Sebastián: Hacedlo; a retroceder mi hereditaria pereza me instruye.

Aquí la imagen del agua es forzada a convertirse en una imagen marina por el empleo de “retroceder”. La otra, quizás la imagen más elaborada de esta obra escasa en imágenes, es pronunciada por Próspero, en el acto v, con relación a los culpables cuando los libera de su perplejidad:

Su entendimiento

ya empieza a crecer, y la inminente

marea

en breve cubrirá de razón su costa, ahora fangosa e inmunda

Aquí sólo dos términos abstractos (entendimiento y razón) mantienen el tema a la vista, lo demás es una metáfora despectiva; una manera de misericordia con venganza.

Alonso es castigado con el dolor que sufre creyendo muerto a su hijo; finalmente, cuando Ariel le recuerda lo que le hizo a Próspero y a Miranda, es llevado a la desesperación:

y cuando el trueno,

ese órgano grave y tremendo,

pronunciaba

el nombre de Próspero, mi crimen

retumbaba.

Un aterrador juego de palabras —y de allí al arrepentimiento. Su enemistad con Próspero no era particular, como tampoco lo fue su crimen contra Milán. En cambio, con Antonio, el hermano de Próspero, es necesario adoptar medidas más duras. Antes de que se le castigue (mientras los otros se hallan sumergidos en un sueño mágico), se le hace, movido por la tentación, representar de nuevo su crimen persuadiendo al soso Sebastián de que asesine a su hermano; y al persuadirlo casi tiene el tono de Iago —no suena en absoluto como una comedia. Incluso el tonto y cruel Sebastián, cuando por fin advierte hacia dónde lo quiere llevar Antonio, es movido a decir, “¿Y vuestra conciencia?”:

Antonio: ¡Bah, señor! ¿Dónde yace esa? Si fuera un sabañón,

me pondría zapatillas, mas mi pecho

no siente a esa diosa. Veinte

conciencias

que hubiera entre Milán y yo, por mí

que se hielen

y derritan, que no me estorbarán.

Vuestro hermano duerme. No

valdrá más que la tierra

en la que yace si está, como ahora

parece, muerto,

y yo, con este acero, con tres

pulgadas de él,

le haría dormir por siempre,

mientras vos,

haciendo así, los ojos cerraríais para

siempre

a este viejo bocado, este don

Prudencio,

que no ha de censurar nuestra

conducta.

Los demás lo tragarán como el gato

lame leche,

y en cualquier asunto verán en el

reloj

la hora que nosotros les digamos.

Esta impuesta recapitulación infernal —son los conspiradores quienes lamen la leche envenenada que se les ha servido— es justicia con venganza. ¿Hemos retrocedido a la “venganza”? Que exista un elemento vindicativo discernible en Próspero no debe hacernos confundirlo como un hombre vengativo, en lugar de un espíritu justo. Además de los doce años de bárbaro exilio que ha sufrido, debemos tener en cuenta la naturaleza de los crímenes: intento de asesinato y, algo todavía peor para un isabelino o un jacobino, usurpación e intento de usurpación. La usurpación, por otra parte, había sido, o iba a ser cometida, por gobernantes inferiores contra uno superior —menospreciarse no es una de las debilidades de Próspero—, y Milán, su estado natal, se habría convertido así en un vil estado tributario. Sin embargo, creo que nos vemos obligados a admitir que en cierto sentido, al final, Próspero perdona a sus enemigos más por justicia (han sufrido lo suficiente y se han arrepentido y merecen ver su estima restaurada) que por misericordia. Hay destellos de misericordia; pero aun esos destellos se ven acompañados de cierto resentimiento racional, y al obrar la redención de los culpables Próspero es más racional que emocional:

Aunque herido en el alma por sus

crueles agravios,

Tomo el partido de mi noble

corazón contra mi furia

Más elevado mérito se alberga en la

virtud que en la venganza…

Y qué conciliación puede escucharse en esto:

En cuanto a vos, el más malvado de todos,

a quien no podría llamar hermano

sin infectar

mi boca, te perdono tu más negra

infamia…

—palabras a las que Shakespeare, sabiamente, decide que Antonio no dé respuesta. ¿Qué concepción general de la naturaleza humana encontramos aquí? Una no muy alta, en efecto. Me parece que ver en las obras tardías de Shakespeare, como lo hacen los críticos recientes, una especie de ministerio de la reconciliación, es sentimentalizarlas y falsificar nuestra experiencia de su realidad. Los personajes de esas obras no terminan besándose y reconciliándose todos. Ni siquiera en El cuento de invierno que (al carecer de villanos) puedo considerar como la más caritativa de ellas.

Ahora bien, para un gobernante la virtud consiste en hacer que la virtud florezca en él mismo y en sus súbditos o, si ya existe, en alentarla, refinarla y mantenerla, como Próspero lo hace con Miranda, con Fernando, con Gonzalo y consigo mismo. Pero si no existe, debe procurarse que la virtud florezca en la medida de lo posible, según la naturaleza de los individuos; y esto nos lleva a revisar la suerte de Alonso, de Sebastián, de Esteban, de Trínculo y de Calibán.

LA PALABRA CENTRAL

Tomemos al primer grupo. Sin insistir en mi término “redención”, creo que no hace falta dudar de que Alonso, Antonio y Sebastián son redimidos —reclamados, rescatados, liberados de su culpa— por Próspero, en una secuencia de operaciones deliberadas. Esto hace la situación esencialmente distinta de la de Cómo gustéis, donde también un duque ha sido desterrado por su hermano a una especie de utopía, su hija está con él, el usurpador viene y es convertido e, incluso, también, otro mal hermano se reforma. La imaginación de Shakespeare utiliza los mismos materiales una y otra vez durante el periodo de madurez de su vida, pero siempre los emplea de manera diferente. La diferencia instructiva y reveladora entre las convencionales reformas de la comedia en el bosque de Arden [Como gustéis] y las de la isla encantada [La Tempestad], es el martilleo temático en ésta última de la palabra “libre”, la palabra central de la obra. Una palabra de Shakespeare. Primero aparece como “Libertie”, en la demanda de Ariel que, con la promesa de Próspero, a la que se alude durante toda la obra y al final se ve realizada, es la principal enseñanza metafórica y dramática de la obra. Pero las palabras constantes son “libertad” y “libre”. Alonso, Sebastián y Antonio (quizás) son liberados de su antiguo ser, de su culpa. Incluso Calibán, cuya naturaleza impide la libertad, es liberado, en todo caso, de sus ilusiones respecto de Esteban y Trínculo y en su discurso final (una de las notas más extrañas y atractivas de Shakespeare) se compromete a “ser más sensato / y a buscar vuestra complacencia.” ¿Cómo es que Esteban y Trínculo no tienen o no pueden tener parte alguna en esta redención general?

Tal vez se debe a que están ebrios. Aunque aquí sus bufonerías son tratadas graciosamente, en las obras de madurez de Shakespeare la embriaguez no es un tema cómico —ni en Hamlet, ni en Otelo, ni en Medida por medida. La embriaguez de Esteban y Trínculo ilustra su propia esclavitud y la estupidez moral que les hace rendirse ante las malevolentes sugerencias de Calibán. Asimismo, su crimen, al igual que el de los hombres de la cúspide de la sociedad, no sólo consiste en asesinar, sino también en usurpar: Esteban quiere ser rey en lugar de Próspero. Irracionales, colocados por sí mismos al margen de la razón, se encuentran fuera del alcance del plan redentor del monarca. Creen que son “libres”, por supuesto, de la misma manera en que Calibán se imagina con su nuevo amo. “¡Libertad! —grita— ¡Prosperidad! ¡Prosperidad! ¡Libertad!” La tonada que cantan Stephano y Trínculo, adaptación de un proverbio ya empleado en Noche de epifanía, encarna sin duda una de las ironías más atrevidas y simples del dramaturgo: “¡Burlémoslos y vigilémoslos, y vigilémoslos y burlémoslos! / ¡El pensamiento es libre!” El tema rige sin sombra de ironía el final de la obra, cuando Ariel por fin escucha:

¡… recobra en los elementos tu libertad, y adiós!

Y en el verso final, en la palabra final del epílogo, Próspero le pide al público que lo deje “libre”. Probablemente tenemos razón en preguntarnos si Próspero no es liberado de alguna manera en la obra o por efecto de ésta. Como es evidente, a Próspero tenemos que verlo al menos en dos personajes: como el exiliado, herido y vengativo, y asimismo como el gran mago y juez —Dios, en el escenario— que deshace los entuertos del propio exiliado, redentor de sus enemigos hasta donde la naturaleza de sus espíritus lo permiten. Es claro entonces que la liberación de Próspero tiene un doble sentido: tanto de su necesidad de venganza (cuyo sentido es muy explícito en el quinto acto) y de la sensación de injusticia, como de su poder abrumador. Quizá sólo aquellos hombres que han ejercido un poder formidable pueden sentir plenamente lo que significa querer librarse de él. Todo el mundo comprende la fatiga y el deseo de liberarse de las responsabilidades del poder. Pero ser libres de deseos desordenados e indignos es el corazón del deseo de la obra, e incluso en esto participa Próspero, liberado de las intoxicaciones del odio y el poder. La maravillosa escena que descubre a Fernando y Miranda “jugando ajedrez” también los involucra en la conclusión de este tema. He aquí un juego que parece oponerse a todo lo que ha hecho antes la pareja. No es un juego vulgar: es un ejercicio antiguo, ordenado e intelectual. Recordamos el severo exhorto que Próspero le hace a Fernando antes del matrimonio:

No des rienda a tus apetitos,

Los juramentos más fuertes son paja

Para la hoguera de la sangre

y los vemos conteniendo sus deseos, y quizás recordamos la exclamación de Hamlet:

Dadme un hombre

que no sea esclavo de sus pasiones,

y yo lo colocaré

en el centro de mi corazón; sí, en el

corazón de mi corazón…

Nadie que no haya sido esclavo de la pasión podría haber hecho de la añoranza de estas líneas algo tan decisivo en su obra más personal, y un sentido tan necesario en el designio de su última obra.

Fuente La Razón

Publicidad