Más allá de las Adelitas, hubo grandes mujeres mexicanas que lucharon en la Revolución desde otras trincheras.

Adelitas y soldaderas desfilan en las representaciones de las mujeres mexicanas durante la Revolución. Están presentes en el archivo Casasola y en las pinturas de Diego Rivera, se representan en todas las recreaciones y han vivido en el imaginario del cine de oro mexicano. ¿Pero quiénes fueron estas mujeres revolucionarias? ¿Acaso todas eran soldaderas o adelitas? ¿Qué es lo que limita tanto la participación de las mujeres en la Revolución Mexicana?

El imaginario de la mujer revolucionaria

En la autobiografía que redactó desde las glorias de Hollywood, el actor Anthony Quinn contó la historia de su madre durante la Revolución Mexicana. Es una historia verídica y que evoca todo el imaginario que conocemos sobre el papel de la mujer en la gesta revolucionaria. Ese mismo papel que caracterizó tan bien Elena Poniatowska:

“Las mujeres con sus enaguas de percal, sus blusas blancas, sus caritas lavadas, su mirada baja, para que no se les vea la vergüenza en los ojos, su candor, sus actitudes modestas, sus manos morenas deteniendo la bolsa del mandado o aprestándose para entregarle el máuser al compañero, no parecen las fieras malhabladas y vulgares que pintan los autores de la Revolución Mexicana. Al contrario, aunque siempre están presentes, se mantienen atrás. Nunca desafían. Envueltos en su rebozo, cargan por igual al crío y las municiones. Paradas o sentadas junto a su hombre, nada tienen que ver con la grandeza de los poderosos. Al contrario, son la imagen misma de la debilidad y de la resistencia. (…) Las soldaderas son bultitos de miseria expuestos a todas las inclemencias, las del hombre y las de la naturaleza.”

La madre de Anthony Quinn, Nellie, describió así el inicio de su aventura como soldadera:

“Un día, el muchacho, que se llamaba Francisco, se me acercó. Era un sábado en la tarde y me dijo:

Me voy a incorporar al ejército y quiero que tú seas mi soldadera.”

Y así, una mañana, como si fuera una decisión pasajera, Nellie se fue a la guerra con un joven alto y apuesto del que sólo sabía el nombre. Juntos se subieron a un vagón de tren en la mañana. El tren estaba repleto de revolucionarios y sus mujeres. Se dirigían a Durango, a la lucha, con el general José Doroteo Arango, mejor conocido como El Caudillo del Norte, Pancho Villa.

El tren se detuvo en el desierto y Nellie se tuvo que bajar a cumplir con su labor como mujer en el frente. Así que cocinó, por primera vez, junto a las otras mujeres, para su hombre. Los tacos le quedaron buenos, al parecer, y Francisco invitó a otros hombres para que los probaran. Sonó una canción dulce y las luces comenzaron a apagarse en el frío del desierto. Los hombres abrazaban a sus mujeres debajo de las cobijas extendidas al azar en el desierto entre las lámparas de keroseno.

Nellie no sabía qué hacer:

“Tendría que acostarme junto a este muchacho a quien apenas conocía, este muchacho que nunca me había dicho cosas bonitas y que, sencillamente, lo había dado por sentado.

Me vio tiritar de frío.

Ven, métete debajo de la frazada.
No puedo dormir contigo – dije
Esto es una locura. No te voy a tocar. Sólo te pido que te metas debajo de las mantas, hace frío.

Sacudí la cabeza en forma negativa.

¿Crees que la gente puede dormir junto sólo cuando está casada? – se río
Por supuesto – dije, sabiendo que no era verdad.

En el otro extremo del vagón iba un sacerdote. Francisco lo llamó.

Padre, acérquese. Esta chica y yo queremos casarnos antes de morir.

Lo primero que dijo Francisco después de la sencilla ceremonia fue: ‘Muy bien, métete debajo de la manta’”

A partir de ahí, Nellie durmió bajo las cobijas con su nuevo esposo. Por las mañanas, él se iba a la guerra; ella lo esperaba. Francisco subía colinas para enfrentarse a los disparos de las fuerzas federales y nunca volteó la cabeza para despedirse de su mujer…

La historia de Nellie se reproduce en las fotos de Casasola y en una imagen constante de la mujer revolucionaria. También, contrasta con la imagen de la mujer que se cambiaba el nombre para pasar por hombre y luchar codo a codo con los revolucionarios. En cualquiera de los casos, la imagen de las mujeres en la Revolución Mexicana está plagada de lugares comunes, omisiones y francas invenciones.

Adelitas y Soldaderas desfilan en el imaginario colectivo, se dice que fueron parte esencial de la revolución y se les relega siempre a los mismos roles. Eran peleadoras que demostraban por su valía ser las iguales que los hombres -bajo el precio de tener que camuflarse en ellos-; compañías para las noches frías que portan por la eternidad una carga erótica; encargadas domésticas que ser transportaban con los hombres para cumplir las labores domésticas desplazadas… Pero las mujeres tuvieron papeles diversos y complejos en la Revolución Mexicana.

Las otras mujeres de la Revolución

Claro, las soldaderas existieron, como demuestra la historia de Nellie, pero no fueron las únicas mujeres en la Revolución y no abarcan todas sus funciones. De hecho, los perfiles que aquí presentamos fueron mujeres que lucharon, desde el frente ideológico, más allá de las armas, para llevar a puerto las esperanzas de un pueblo maltrecho. Fue su tesón y su lucha constante la que llevó, también, a que se incluyeran importantes apartados a favor del divorcio y de la igualdad de paga en la constitución de 1917; y a que, finalmente, se lograra el sufragio universal en México, después de tantas luchas, en los años cincuenta.

Juana Belén Gutiérrez de Mendoza

Juana Belén Gutiérrez de Mendoza nació en la pobreza y aprendió a leer sola. Cuando, en el pequeño pueblo de San Juan del Río, Durango, pudo reconocer suficientes letras, empezó a leer a Kropotkin y a Bakunin. Todavía adolescente comenzó a enseñarle a leer y escribir a un minero analfabeta que conoció y con el que después se casaría. Para Gutiérrez de Mendoza, entonces, la lucha anarcosindicalista no era algo pasajero sino el centro mismo de su formación personal.

En la ciudad de Guanajuato, fundó Vésper, un periódico libertario junto a Elisa Acuña. Era 1901 y acababa de pasar una temporada en la cárcel por protestar a favor de los derechos laborales de los mineros en Chihuahua. En los albores de la Revolución Mexicana, se escuchaban vientos de cambio y Gutiérrez de Mendoza fundó Las Hijas de Anáhuac, un grupo conformado por más de 300 mujeres libertarias. Por sus constantes actividades revolucionarias y por atacar duramente al régimen porfirista desde todas las trincheras editoriales posibles, fue deportada a Estados Unidos. Pero nada pudo callarla.

Cuando Madero logró desterrar a Porfirio Díaz, Gutiérrez de Mendoza reclamó al nuevo gobierno revolucionario por el voto de las mujeres; participó en la organización del Plan de Ayala en 1911; y, cuando Carranza subió al poder, se unió al zapatismo. Fue la dirigente del regimiento Victoria, fue encarcelada en múltiples ocasiones -llegó a pasar más de tres años en prisión- y se convirtió en una de las primeras impulsoras del feminismo en México. Fundó el Consejo Nacional para las Mujeres y siguió luchando por los derechos de los trabajadores hasta su muerte, en 1942.

Su figura monumental no ocupa un lugar prominente entre el imaginario de la mujer revolucionaria y, sin embargo, Gutiérrez Mendoza fue una de las más aguerridas activistas de la historia de México.

Elisa Acuña Rossetti

Elisa Acuña conoció y congenió profundamente con Juana Belem Gutiérrez de Mendoza en la infame cárcel de Belén. Ahí permanecieron presas por más de tres años y, al final de sus condenas, huyeron juntas a Estados Unidos. Pero el activismo de Elisa Acuña había empezado muchos años antes. Acuña ya había recibido el título de maestra por una normal rural en Hidalgo a la edad de 13 años. A partir de ahí, comenzó a formar ideas liberales que la llevaron hasta la puerta de los hermanos Flores Magón, en el periódico El Hijo del Ahuizote de la Ciudad de México.

Durante la revolución fue co-fundadora y colaboradora de los periódicos Vésper, La Guillotina, Fiat Lux y Nueva Era. Participó también en los grupos de mujeres libertarias las Hijas de Anáhuac y las Hijas de Cuauhtémoc, hasta que, tras el asesinato de Madero, se unió a las fuerzas de Zapata.

Como su compañera Gutiérrez de Mendoza, siguió trabajando en colectivos feministas después de la Revolución. Participó en el Consejo Feminista Mexicano y en la Liga Panamericana de Mujeres antes de desaparecer de la vida pública y fallecer, algunos años después, de cáncer.

Dolores Jiménez y Muro

A Dolores Jiménez y Muro se le conocía, entre sus compañeras, como “La antorcha de la revolución”. El apodo no era gratuito, Jiménez y Muro, a diferencia de Gutiérrez de Mendoza y Acuña Rossetti, no era joven cuando estalló la revolución. Ella había nacido más de sesenta años antes, en 1848, en el seno de una familia privilegiada de liberales potosinos. Ella conoció la dictadura de Porfirio Díaz desde el principio hasta el final; ella creció con los ideales de las Leyes de Reforma y se convirtió en una poderosa redactora, pensadora y oradora.

Por eso, a Jiménez y Muro, a pesar de ser la de mayor edad entre las compañeras de lucha, los carceleros la trataban peor, la aislaban, la maltrataban, en la cárcel de Belén a la que también fue a parar. A pesar de las vejaciones y de su avanzada edad, Jiménez y Muro era incansable: estuvo presente en la redacción del Plan de Tacubaya y del Plan de Ayala (del que, incluso, escribió el prólogo); siguió a los zapatistas como maestra, educadora y oradora. Por su oposición a Huerta, volvió a terminar en la cárcel.

Después de la Revolución, Jiménez y Muro colaboró periodísticamente en el Correo de Señoras y entre las Hijas de Anáhuac. Su vida fue un ejemplo de lucha íntegra y dedicada, como lo demuestra una carta que escribió desde la cárcel:

“…huérfana de padre y madre desde muy joven; viviendo siempre de mi trabajo, y, desde hace tiempo también, sola en el mundo, no existe otra influencia para mí que la de mi criterio y la de mi conciencia, no aspirando a nada material ni arrendrándome nada tampoco, si no es obrar torcidamente, lo cual está en mi mano evitar.”

Se dice que en la famosa foto de 1914 en la que Villa y Zapata se encuentran sentados en el sillón presidencial, la mujer que se asoma entre los dos caudillas era, nada más y nada menos, que Dolores Jiménez y Muro.

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