Por Juana Elizabeth Castro López
Un año terminó y otro empezó y el mundo está literalmente infectado y tiene un paradigma muy rígido acerca de la forma en que se contraen las enfermedades. Sin embargo, existe un principio divino revelado en las Sagradas Escrituras cristianas acerca del verdadero origen de las enfermedades; este resquebraja los modelos establecidos y promueve un cambio de patrón mental, para restablecer la salud del mundo.
Entre los significados de la palabra paradigma usaremos el que se refiere a un patrón de pensamiento establecido por costumbre y que se usa como base para enfrentar y resolver problemas o situaciones determinadas, planteadas por la rutina a los habitantes del mundo. Estos modos de pensar muestran sus limitaciones cuando son rebasados por desafíos mayores, como es el caso de la pandemia que padecemos. En un caso así, es un deber volver la vista a la senda antigua; para retomar el hilo original, ahí, justo antes de que se perdiera el rumbo tras paradigmas erróneos y restablecer lo correcto, por salud de todos.
Comúnmente, el paradigma establece que las enfermedades provienen del exterior del individuo; no obstante, Jesús, el Maestro por antonomasia reveló el principio divino a la multitud: “Escúchenme todos —dijo—y entiendan esto: Nada de lo que viene de afuera puede contaminar a una persona. Más bien, lo que sale de la persona es lo que la contamina.”
En este sentido, la enfermedad no proviene del exterior sino del interior mismo del hombre. De esta manera sencilla y profunda el Maestro echa por tierra el paradigma del mundo. Jesús explicó a sus asombrados discípulos: “Lo que sale de la persona es lo que la contamina. Porque de adentro, del corazón humano, salen los malos pensamientos, la inmoralidad sexual, los robos, los homicidios, los adulterios, la avaricia, la maldad, el engaño, el libertinaje, la envidia, la calumnia, la arrogancia y la necedad. Todos estos males vienen de adentro y contaminan a la persona” (Marcos).
Por otra parte, en el antiquísimo Libro de los Salmos aparecen enlistadas todas las instrucciones que Dios da al hombre para que no viva de forma azarosa: “La ley del SEÑOR es perfecta: infunde nuevo aliento. El mandato del SEÑOR es digno de confianza: da sabiduría al sencillo. Los preceptos del SEÑOR son rectos: traen alegría al corazón. El mandamiento del SEÑOR es claro: da luz a los ojos. El temor del SEÑOR es puro: permanece para siempre. Las sentencias del SEÑOR son verdaderas: todas ellas son justas”. El salmista reconoce que todas esas indicciones, si se teme reverentemente a Dios, se seguirán puntualmente y esto librará del juicio divino y sus justas sentencias, es por esto que encuentra que: “Son más deseables que el oro, más que mucho oro refinado; son más dulces que la miel, la miel que destila del panal” Entiende que son advertencias de vida, que libran de cometer errores deliberadamente o por ignorancia y traen galardón: “Por ellas queda advertido tu siervo; quien las obedece recibe una gran recompensa. ¿Quién está consciente de sus propios errores? ¡Perdóname aquellos de los que no estoy consciente! Libra, además, a tu siervo de pecar a sabiendas; no permitas que tales pecados me dominen. Así estaré libre de culpa y de multiplicar mis pecados. Sean, pues, aceptables ante ti mis palabras y mis pensamientos, oh SEÑOR, roca mía y redentor mío.” Tanto los pensamientos como las palabras provienen del corazón del hombre, si están en línea con la voluntad de Dios para él, estará libre de males y enfermedades y será próspero.
Sí. La ley del Señor es perfecta. Dios dio leyes a cada una de sus creaciones, el agua tiene su ley, así mismo el viento y cada elemento. El hombre, los animales tienen su ley; a los animales no se les dijo “no matarás”, pero al hombre sí. De hecho, Jesús resumió la ley de Dios para el hombre en dos mandamientos: ama a Dios sobre todas las cosas y a tu prójimo como a ti mismo. Estos en realidad son uno solo: el mandamiento del Amor. Dios ha creado todo perfecto y quien obedece su ley se libra de la casualidad, es decir, quien se adhiere a la ley que Dios ha determinado para el hombre, se libra del vaivén de lo fortuito.
El inconmensurable Dios de amor afirma que “Nadie tiene amor más grande que el dar la vida por sus amigos” (Juan). Él está hablando de una renuncia que trasciende todo lo conocible y entendible, es un amor que no tiene ancho, largo ni profundo; porque las medidas, en sí, limitan; pero él es ilimitado, Él es Amor. Por tanto, esta humanidad del súper ego sólo puede salir adelante si logra declinar, por el bien y a favor del prójimo, todo cuanto cree bueno para ella. Solamente así, esta humanidad enferma, sanará.
¿De qué manera se logra asimilar el cambio de paradigma? Sólo bajo presión y, en ese sentido, la pandemia nos da la oportunidad de volver la vista a la senda antigua trazada por Dios, para que caminemos sin tropiezos.
¿Cómo se lleva a cabo el cambio? Poniendo por obra la voluntad de Dios: “Y éste es mi mandamiento: que se amen los unos a los otros, como yo los he amado”. Es importante puntualizar que la ley del amor incluye a tus enemigos, los que no tienen palabras ni gestos amables para contigo y viven criticando, dañando y causando males. Recuerda que Dios hace salir su sol para todos. Así que el cambio implica dar la otra mejilla, caminar la milla extra, dar la túnica y también la capa; así es como se logra el cambio.
Para que la enfermedad cese no bastan las indicaciones de los médicos y el tratamiento; consumir antiinflamatorios y anticoagulantes; tener una dieta rica en proteínas y evitar los carbohidratos. En paralelo, es menester que vacíes tu corazón y tu mente de lo que te contamina y los llenes de amor y del consejo divino, para que este mundo enfermo sane y haya verdaderamente un Feliz Año Nuevo.