Rafael Aviña/La Jornada/La Semanal
‘Los olvidados’, de Luis Buñuel, fue duramente criticada y acusada de denigrante por mostrar “la miseria física y moral en los barrios bajos de nuestro país” encarnada en niños y adolescentes. En este artículo se contrasta la muy dura pero valiente y lúcida mirada del director español sobre esa “infancia abandonada”, con la producción cinematográfica de la época con el mismo tema, pero intensamente marcada por el melodrama y el sentimentalismo.
Para Armando Barrón
En octubre de 1949 finalizaba la filmación de El rey del barrio, de Gilberto Martínez Solares. En el rodaje se habían conocido René Ruiz –el enano Tun Tun– y Roberto Cobo Calambres, de diecisiete y diecinueve años, respectivamente, quienes tenían aquí una participación pequeña pero sustanciosa. Ambos formaban parte de esa oleada de trabajadores informales que esperaban afuera de los estudios de cine en busca de un papelito. Era la segunda película de Tun Tun y la onceava de Cobo en calidad de extra; además, bailaba en el Tívoli y el Lírico. Uno le dijo al otro sobre las próximas audiciones para una película en la que contratarían a varios menores de edad: a Tun Tun le darían un brevísimo bit jalando un carrusel y a Cobo el antagónico del filme que, en breve, se conocería como Los olvidados.
Dirigida por Luis Buñuel, la cinta se estrenaría el 9 de noviembre de 1950 en el Cine México, quebrando los moldes de una cinematografía que utilizaba las desventuras infantiles como burdo pretexto para una serie de relatos melodramáticos, cargados de moralina, que exaltaban las virtudes de niños nobles y heroicos que se aventuraban por infiernos cotidianos. Los olvidados, en cambio, proponía una serie de viñetas que se anteponían a las estadísticas oficiales de la época.
Entre finales de 1947 y 1949, Buñuel recorrió junto con el escenógrafo Edward Fitzgerald y su coguionista, el también español Luis Alcoriza, varias de las ciudades perdidas y colonias proletarias del Distrito Federal, hurgando además en expedientes de clínicas de la conducta y tutelares de menores, en lo que sería la génesis de Los olvidados, un intento por documentar la infancia abandonada. Lo curioso es que este filme hiperrealista despertó enconados comentarios relativos al espectáculo “denigrante” de la miseria física y moral en los barrios bajos de nuestro país, incluyendo escenas que sugerían abuso sexual infantil, desamparo materno y paterno, homicidios y un brutal desenlace donde el protagonista (Alfonso Mejía) era arrojado como inmundicia a un tiradero de basura, en una escena inspirada en una nota real de aquel entonces.
Pedro de Urdimalas, encargado de mexicanizar los diálogos, renunció a su crédito, al igual que la responsable de peluquería. Se solicitó la expulsión de Buñuel de nuestro país y el estreno fue un fracaso; no obstante, el Premio a la Mejor Película en Cannes y la defensa que hizo Octavio Paz del filme, trastocaron la vida de éste con un exitoso restreno y once premios Ariel para una obra irrepetible, atemporal, crudísima y magistral, sobre la iniquidad social y moral cometida contra una infancia desamparada.
Miseria y melodrama
Un dato que destaca de ese año 1950, es la gran cantidad de obras cinematográficas dedicadas a ventilar temas de violencia, pobreza, orfandad infantil, niños de la calle y redención social, mismos que Buñuel y Alcoriza exploraron desde una mirada muy alejada del imaginario fílmico de aquel contexto. Elementos de delincuencia juvenil observados desde diversas opciones genéricas aparecían en varias cintas estrenadas ese año o poco después, como Ángeles del arrabal, Nosotros los rateros, El rey del barrio, Perdida, Vagabunda, Quinto patio, Víctimas del pecado, Amor vendido, Arrabalera, Trotacalles, El suavecito y muchas más.
Lo mismo ocurría con los temas de pobreza y explotación infantil, tópicos que Buñuel no redujo a simples asuntos melodramáticos, creando una sensación de malestar debido a su visión tan opuesta a los cánones de tragedia guiñolesca del cine mexicano de aquellos años, que producía obras similares y a su vez tan opuestas. El papelerito (Agustín p. Delgado, 1950), por ejemplo, resulta la antítesis perfecta de Los olvidados: abre con las risas inclementes de un Santa Claus mecánico mientras observamos el rostro de Ismael Pérez Poncianito, adherido al aparador de Sears Insurgentes, donde mira los juguetes que nunca tendrá, con Jaime Jiménez Pons, niño que desea ser médico para curar a Gloria Alonso, la chamaquita tullida de la vecindad, y el pequeño Jaime Calpe, quien sueña con ser músico pero es humillado y explotado por su madre cabaretera (Amanda del Llano) y su despiadado amante, Eduardo Noriega.
Lo mismo ocurre en Víctimas del pecado (Emilio Fernández, 1950), con el mismo Poncianito, a quien el destino enfrenta a una vida de penurias como la de tantos niños de la calle que se ganaban el pan como boleros o papeleros y que dormían a la intemperie cobijados por la noche, las estrellas y las primeras planas de El Universal y Excélsior, mientras sus madres transitaban del cabaret a la penitenciaria o viceversa, sufriendo enfermedades y explotaciones, según lo muestra el cine mexicano de aquel período.
Algo similar sucede en Vagabunda (Miguel Morayta, 1950). Consciente de las tragedias que le esperan, Leticia Palma convence al anciano músico Manuel Noriega para que se lleve a su hermanito (Jaime Calpe) a Monterrey: “Sáquelo de este ambiente de vicio y brutalidad en el que tarde o temprano caerá”, le pide. Un ambiente de horror que imperaba no sólo en la realidad sino –según los censores de la época– también en las inocentes historietas de la época como Paquín y Pepín Chamaco. En El billetero (Raphael j. Sevilla, 1951) se narra la historia del billeterito Chiquilín (Raphael j. Sevilla Jr.), quien huye de un incendio provocado por el malvado Zopilote (Rodolfo Acosta), para después reencontrarse con su padre amnésico, el buen carpintero interpretado por David Silva, quien había quedado así a causa de los golpes propinados por el villano. No falta aquí el final feliz donde la familia se reintegra, así como secuencias de humor involuntario como aquella del niño vendedor de billetes cantando en Chapultepec.
También está Ciudad perdida (Agustín p. Delgado, 1950), escrita por José g. Cruz, donde la cámara recorre los barrios pobres y sus escenarios de miseria y orfandad, en los que aparecen niños enfrentados en pandillas por pequeños territorios, para un filme que pronto se trastoca en un melodrama con situaciones que rayan en el humor. Más delirante resulta Los hijos de la calle (Roberto Rodríguez, 1950), con Miguel Inclán –el ciego Carmelo de Los olvidados– como cruel líder de una banda de ladrones que habitan una ciudad perdida, capaz de golpear a niños tullidos e intentar quemar con plomo derretido al enloquecido y adicto Andrés Soler y a su hija Evita Muñoz Chachita, en contraste total con El vagabundo (Rogelio A. González, 1953), con Tin Tan, quien comparte su único taco con un niño de la calle que lo devora de dos mordidas.
Alfonso Corona Blake y su guionista Matilde Landeta documentaron las injusticias sociales de la infancia en El camino de la vida (1956), protagonizada por los hermanitos Humberto y Rogelio Jiménez Pons y Poncianito, con Enrique Lucero como exniño de la calle convertido en buen abogado que presta sus servicios en un centro correccional para varones, en donde se intenta regenerar a menores infractores. Por su parte, La ciudad de los niños (Gilberto Martínez Solares, 1956) narra las peripecias del sacerdote Álvarez de Monterrey (Arturo de Córdova), dedicado a rescatar a infantes abandonados a su suerte, varios de ellos pequeños delincuentes. Y en el mejor de los episodios de Amor en cuatro tiempos (1954), escrita y dirigida por Luis Spota, Resortes es un tragafuegos callejero, calcinado por su pequeño acompañante, un niño huérfano que ha recogido y a quien decide abandonar al enamorarse de una fritanguera que no quiere “estorbos”, en un relato surgido de un encabezado de nota roja.
Los chicles
No obstante, en esos extremos representados por Buñuel y la porno miseria infantil del cine nacional de entonces, aparecería una pequeña joya que jamás llegó a la pantalla y que, sin abandonar el melodrama, plantea de forma realista el tema de la explotación de menores, además de insertar curiosos y atípicos elementos oníricos. Se trata del corto Los chicles, escrito y dirigido nada menos que por Julio Bracho e Ismael Rodríguez, que formaría parte de un proyecto titulado Antología del miedo. Tres episodios de veintisiete minutos cada uno –con seguridad, los otros dos son La puerta y La mujer del carnicero, de Luis Alcoriza y Chano Urueta, respectivamente, junto con Ismael.
Los chicles inicia con un suicida que se arroja desde un puente y un encabezado de El Heraldo: “Nueva crueldad de la vida moderna: el cese despiadado amenaza a mayores de 40 años.” Después, un burócrata (¡John Carradine!) es despedido y vaga por Paseo de la Reforma, donde se hace pasar por invidente para obtener dinero; ahí se topa con dos niños vendedores de chicles (Patricia Colín y Ahuí Camacho), explotados por una anciana (Isabel Vázquez La Chichimeca) con la que viven y que los agrede y amenaza todo el tiempo. Además del registro de época que incluye el Cine Diana y el Paseo, Buenavista, la Torre Insignia y la presencia de Paco Ignacio Taibo y Pedro de Urdimalas como extras, el desenlace ocurre en los Juegos Mecánicos de Chapultepec hacia junio de 1968.
Mientras la anciana se dedica a beber cervezas en el exterior de la feria y los niños son obligados a vender en el interior de ésta, la pequeña protagonista es conminada por Carradine a subirse a un juego y es ahí donde explotan sus miedos y traumas. La niña observa las caídas de agua de las fuentes, los clavos que perforan sus pies y que le impiden caminar, y se ve asimismo entre las estructuras y en la cúspide de la Montaña Rusa, en una escena notable y antológica de un relato casi sin diálogos, que se mueve entre lo experimental, lo amateur y la documentación realista de una infancia en orfandad y situación de calle permanente, como hoy en día.