Antonio Soria
La década de los años sesenta del siglo pasado fue testigo, entre muchos otros, del esplendor de la variante caricaturística conocida como tira cómica, misma que formaba parte –y en algunos, pocos rotativos actuales aún lo hace– de innumerables diarios impresos en todo el mundo. Ya se tratara del hiperconocido Snoopy, o de sus imitadores tipo Garfield, específicamente creados para contar una suerte de microcuento de tono cómico, autosuficiente en términos dramáticos, o de series-personajes como Fantomas, Mandrake el Mago, Tarzán de los Monos o El Fantasma, entre muchos otros, que a diferencia de aquéllos consistían en una serie de “capítulos” pertenecientes a un continuum narrativo –el cual, por otro lado, parecía nunca llegar a su conclusión–, uno de los comunes denominadores de las tiras era, desde luego aparte de las dimensiones más bien reducidas dentro de las cuales debían ser solucionados, su procedencia de nacionalidad: hablando en particular de las tiras asequibles en el México de los años sesenta, los setenta y los ochenta, dicha procedencia era preponderantemente estadunidense. A los arriba mencionados se sumaban –y aquí los nombres con los que eran rebautizados variaba de país en país, al menos latinoamericano– Lorenzo y Pepita, Maldades de dos pilluelos –o El Capitán y los Cebollitas, según–, Educando a papá, Serapio –es decir Bugs Bunny–, El Ratón Mickey, Calvin y Hobbes, Olafo el Amargado, Trucutú, más un etcétera nutrido que excede a la memoria.
Mientras el avasallamiento en la categoría contigua de cultura popular, es decir en el cómic, era prácticamente total a consecuencia de los jamás abandonados –y muy pronto saqueados y vueltos a saquear por el cine– Supermán, Batman, El sorprendente Hombre Araña y demás “superhéroes”, pero también a causa de una constelación con menos suerte a la hora de la evocación, como Archie, La Pequeña Lulú, Periquita, Sal y Pimienta, El Pato Donald, Gasparín el Fantasma Amigable, Riqui Ricón, El Pájaro Loco… mientras esa aplanadora de cuadernillos tamaño media carta engrapados medraba a sus anchas en los puestos de revistas –acompañados, con diversas debilidades y/o fortalezas, siempre entre varios otros por ejercicios locales como El Payo; Susy, Historias del Corazón; Lágrimas, Risas y Amor; Capulinita, Kalimán, Rarotonga, así como el notable por atípico y desabrochado Chanoc–, la tira cómica contaba con una ventaja comparativa nada despreciable, consistente en venir incluida como una sección más de un diario y, por lo tanto, no implicar un desembolso económico aparte ni tampoco una búsqueda específica para su consumo. Es decir que, si bien el cómic –el tebeo en España, o “los cuentos”, como se les llegó a conocer en aquel México de dólares a doce cincuenta viejos pesos cada uno– tenía una más que demostrada popularidad, verificable en tirajes que hoy se antojan fantásticos o fantasiosos, en todo caso envidiables; y si bien dicha popularidad no estaba de ningún modo amenazada por la facilidad y la virtual gratuidad de la tira cómica en los periódicos, esta última formaba parte de algo que, sin regateos, debe ser considerado como una tradición –se insiste, hoy casi extinguida–: la de abrir el diario y saber que, en cierta página, habrían de hallarse los personajes de Cacahuatitos, o séase Peanuts, o séase Snoopy, o cualquier otro de los ya referidos.
Pero dicha tradición, son menester el énfasis y la insistencia, solía implicar que el desaprensivo lector iría a toparse con una tira casi omnímodamente made in usa, víctima o beneficiaria, según cada caso, de traducciones buenas y malas de sus regularmente escuetos parlamentos; pero sobre todo iría a encontrarse, cómo si no, con el flashazo dibujado de un estilo de vida, unas preocupaciones, un carácter, una idiosincrasia intensamente sajones-clasemedia-analfabeta funcional, como puede verificarse con facilidad en la hemeroteca: por citar sólo un ejemplo prototípico, ahí está Lorenzo, el de Pepita, un empleado de oficina cuyas mayores o exclusivas preocupaciones son conseguir un aumento de sueldo de su cejijunto jefe, cenar sabroso todos los días, así como flojonear a gusto los fines de semana.
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Una excepción con (Ma)falda
Es en ese contexto donde surge, por más de un concepto volviéndose inmediata excepción, la argentina Mafalda. De nuevo circunscribiendo el tema al ámbito espaciotemporal del México de hace unas cuatro décadas y media, poco más o menos, debe decirse que Mafalda llegó a este país integrándose a las páginas del hoy extinto diario Novedades, y debe también decirse que en principio no causó –y nada parecía sugerir que lo haría entonces ni después– mayor revuelo ni celebridad notable.
Lo relevante, desde luego, era su procedencia: por fin una tira cómica que no era gringa, que es tanto como decir por fin la presencia de un personaje –mejor dicho, y como todo mundo sabe, un grupo numeroso de ellos– nacido, desplegado, puesto a “vivir”, originalmente en un contexto bastante más afín al nuestro de lo que jamás podrían ser el aséptico suburbio de Charly Brown, el chabacanísimo Riverdale de Archie, ni mucho menos la Metrópolis de Clark Kent o la Gotham City de Bruce Waine.
Oriunda de Buenos Aires y nacida, periodísticamente hablando, en 1964, Mafalda se erigió –de seguro sin el concurso de su voluntad y quién sabe si también en ausencia de la de Quino, su igualmente célebre autor– en excepción, como es evidente por lo dicho hasta este punto, pero también en parteaguas, y no sólo en el primer ámbito de su naturaleza, es decir el correspondiente a ser una tira cómica, parte de un diario, cuyo cometido básico e ineludible consiste en “entretener”, atendiendo en todo caso a las infinitas interpretaciones que el vocablo entrecomillado convoca.
La condición excepcional de Mafalda en tanto elemento de una tradición, que la antecedía con mucho y que por eso mismo la determinaba, pero a la que llegó a contradecir con el simple hecho de ser lo que era: no estadunidense, para empezar, y no morigerante, para acabar; dichas excepcionalidad y espíritu contradictorio, pues, quizá expliquen, así sea en parte al menos, el salto trascendental –o cualitativo, si se le tiene repeluz al otro término– que muy pronto y sin lugar a dudas dio hasta hacerse de un sitio propio en el imaginario colectivo, lo cual se hizo asaz evidente en su traslado, poco más adelante tan definitivo como definitorio, de las páginas papel revolución del diario a las hojas bond del librillo-recopilación que para muchísimos lectores son, y no sin paradoja, el único soporte en el que han accedido a las tiras de Mafalda.
Volviendo a los tiempos idos, pero fundacionales en este tema, del primer boom mafaldesco mexicano, es preciso mencionar la multiplicación gráfica de la que se hizo objeto a la galería entera de los personajes mafaldeanos: los finales de los años setenta y prácticamente todos los ochenta, con sus pósters –afiches, carteles–, sus llaveros, sus estampas y pegotitos, sus separadores de libros, bolsas y bolsos de todos tamaños, playeras… convirtieron a Felipe, Susanita, Manolito, Miguelito, Guille y Libertad, pero sobre todo a la propia Mafalda, en iconos verdaderamente dignos de ser considerados como tales, en tanto fueron útiles para dar testimonio lo mismo de una estética que de una ética que, por decirlo en esos términos, del espíritu de una generación que hablaba y pensaba como Mafalda et al., que escuchaba lo mismo que ella, que vivía en un departamento muy similar al habitado por ella; que se preocupaba, en fin, por asuntos afines o idénticos a los de ella.
Más de una vez asignándoles palabras que en realidad Quino jamás les puso en la boca –se habla aquí de nuevo de esa eclosión icónica que multiplicó la melena negra y abundante y la boca amplísima de la porteñita quinesca–, estos personajes-niños acabaron siendo emblemas generacionales, en particular de quienes, por esas épocas, contaban grosso modo entre los diez y los veinte años de edad.
La piba de todas partes
Al autor de estas líneas le consta: tener cuarenta, cincuenta o más años de edad no es condición sine qua non para no solamente conocer, sino también gustar de Mafalda, o lo que es lo mismo, para que ella pueda todavía comunicarle algo –mucho en realidad– a generaciones tan benjaminas como las nacidas en la década de los años noventa del siglo pasado y que hoy no tienen siquiera veinte. Más claro: un personaje de caricatura que está cumpliendo cuarenta y ocho años de vida, concebido a partir de la inmediatez intrínseca de la prensa diaria y por lo tanto signado por la amenaza de un potencial desleimiento progresivo, ha dialogado al menos con las tres generaciones más recientes y, en algo que pareciera juego de espejos respecto de la forma en que comenzó su camino –en México al menos–, nada parece sugerir que dejará de dialogar.
¿Cómo se explica la vigencia de un discurso así de claramente inserto –como sin lugar a dudas es el que Quino despliega en las tiras mafaldeanas– en una época concreta, de la cual versa, sobre la cual borda, en torno a la cual reflexiona, en función de la cual asiente, discrepa, celebra o se queja? Y no sólo eso, pues debe añadirse la ya referida ubicación cronológica precisa y, por lo tanto, de/limitada, y a esas dos condicionantes súmese una clara voluntad de localía, lo mismo geográfica que cultural que social: se trata de Argentina o, para ser tan específico como el propio Quino, de Buenos Aires –puntuado apenas con las bien conocidas tiras-secuencias correspondientes a las vacaciones de Mafalda y su familia, sea a la playa o a las montañas–; y no por cierto de la mítica urbe en su totalidad sino, cabe deducir, de alguno de sus innúmeros barrios, obvio es apuntarlo, aquel donde transcurre la cotidianidad mafaldesca.
Mas no paran ahí las condiciones de crasa especificidad quinesco-mafaldeanas, ya que deben incorporarse –y puede que ubicándolas mejor a la cabeza de todas las anteriores– varias otras cuya naturaleza es innegablemente ideológica y cultural: Mafalda es clase media-media; también es, como el Feo Bradomín, “católica y sentimental”; es anticomunista –o por lo menos antiMao y antiFidel–; es buena argentina que se pone su cinta albiceleste en la cabeza en las fechas patrias…
Pero Mafalda es, igual y naturalmente, todo aquello que más encomian sus bienquerientes: crítica, pacifista, demócrata, solidaria, buena amiga de sus amigos, feminista avant la lettre, amorosísima hija y hermana, beatlemaniaca y, en fin, dueña de una personalidad clara, bien definida y mejor defendida.
Acompañada principalmente del avaro codicioso –Manolito–, del atribulado laborioso –Felipe–, del ingenuo buenazo –Miguelito–, de la cursi esnob –Susanita–, de la radical minorista –Libertad–, del aprendiz avezado –Guille–, eso sí, todos ellos en última instancia poseedores de un humanismo que, dado el caso, es antepuesto a sus defectos-cualidades particulares, Mafalda es, con ellos y por su propia cuenta, actor y testigo, protagonista y narradora de su propia historia; es, para decirlo en una sola idea, conciencia actuante o actor consciente, en términos absolutos, de su tiempo y su circunstancia, dibujados-dialogados por Quino con la minuciosidad y la profundidad indispensables, como bien se sabe, para que una historia –en este caso una larga serie– de vocación claramente local acabe convertida en una suerte de paradigma de alcance universal.
Debe ser por eso que, casi medio siglo después, Mafalda sigue pugnando con las mismas fuerzas por la paz mundial, la proscripción de las armas nucleares y la abolición de la sopa.