Elena Poniatowska
–¡Te vas a morir de tanto dulce!
–¿Y qué?
La niña mira despacito. Acaricia los dulces con una fruición de gran catador. Va de un puesto al otro; costales llenos de monedas de chocolate, arcones de cacahuates garapiñados, una cueva de paletas de oro y miel que relampaguean en los tablones de madera y refulgen desde la acera en la que se encuentra el puesto hasta el Anillo de Circunvalación. Nadie imaginaría que este lugar resguarda un mercado popular de dulces como no hay otro en América Latina.
–¿A cómo los cacahuates?
–A tres por 10.
Los cacahuates se alinean en fila india, entubados en papel celofán. Cada tubito lleva por lo menos ocho o nueve cacahuates.
–¿Y los chocolates? (“Este me lo como poquito a poquito, con la pura puntitita de la lengua… nada más a que cruja; nomás a que se me derrita; nomás a que quede una hebrita pero no me lo paso sino hasta lo último.)
–Depende… ¿de cuál quieres?
–¿Tiene conejitos de chocolate?
Junto a los chocolates están las manzanitas de pasta de almendra, las palanquetas de coco y los cacahuates garapiñados, las bolas de naranja y de limón. Cada puesto despliega sus golosinas que se desparraman en montones abundantes y la mayoría de los estanquillos parecen enmarañadas selvas de colores. Los jamoncillos pintados con esa chillona anilina color de rosa saltan a la vista cuando no a la boca.
En el puesto El Negrito se acurrucan las frutas cubiertas; el brillante calabazate color caoba, el camote blanquecino, el acitrón que dicen que es bueno para las embarazadas que están de antojo, las naranjas, los limones rellenos de coco y las piñas, las peras y los higos cubiertos, las lustrosas jaleas, los ates de membrillo, las cajetas, las varitas de tejocote y un sinfín de otras frutas gelatinosas cuya miel atrae a las abejas.
En cambio, ni se paran en el puesto de junto: el del pinole que se vende en minúsculos cucuruchos de papel periódico y que hace toser hasta que las lágrimas se asomen a los ojos. Los niños pasan de lo empalagoso a lo seco; a la sal de la vida; las pepitas verdes con las que uno se pica y sigue comiendo hasta el diluvio final, los rancheritos, las papas fritas, los charritos, los cacahuates recubiertos con chile o simples de sal, las habas tostadas, las palomitas de maíz. El comercio está invadido por los Salvavidas y Charms sanforizados y agringados porque de allá vienen, dulces que algunas amas de casa elegante prefieren porque están envueltos higiénicamente pero no tienen, ni de chiste, el encanto de nuestros pirulíes, de nuestras grageas y chochitos de hierbabuena, nuestras lágrimas (que dicen las vendedoras que tienen vinito adentro, ¡mentira, son tan misteriosas como las humanas!), paletitas y coquitos de aceite, marquetas de coco, morelianas, cigarritos de chocolate, las ricas cocadas, y los pececitos de colores que se desbordan y van a dar al mar de la saliva porque se hace agua la boca y ahí adentro también nadan los caramelos de menta y de grosella, las peritas de anís y las galletas surtidas.
A un lado de las palanquetas, se recargan los animalitos de goma: lagartijas, culebras, tortuguitas, gallitos, los aguacates de coco y las gelatinas transparentes, con una fresa con todo y hoja prensada
–¿Cómo le metieron la fresa?
–Pos metiéndosela… A esa hay que comérsela rápido por la fresa… Aguanta poco. Viene de Uruapan.
Creí que sólo existían dos clases de chicle: Adams y Canels, pero resulta que hay una variedad infinita además del chicle natural que traen de Campeche y se vende por trozos.
Chicles, chiclosos, globitos
El puesto El Coquito advierte: “Pida chicle Zepelín”. También se exhiben los chicles Sorpresa y los chicles Novedades comprimidos en pastillas verdes, rosas y blancas en cajitas que quieren imitar las marcas famosas. ¡Chiclosos, chicles globitos, chicles bomba que estallan en las narices del de enfrente! ¡Cloc!
Los chicles siempre me remiten al cuentista Juan de la Cabada que trabajó de adolescente, en Campeche, de sol a sol, recogiendo el caucho en el tallo de los árboles. Se compadeció de los chicleros porque su trabajo era muy pesado y muy mal pagado.
Como banderas se yerguen las paletas envinadas Mimí y las trompadas de melcocha, color del café con leche, que las mamás miran rezongando porque son muy malas para los dientes. Los destructores muéganos se nos meten en las encías y llegan hasta donde no, pero saben a cielo, y los chocolates con nuez nos quitan lo torpe del estómago.
¡Y ni hablar de los pistaches, de los garbanzos, de los mazapanes, de los dátiles dizque de Oriente y de las almendras dizque francesas que con tanta parsimonia ofrecen El Mirlo, El Gran Mundo, El Rayito de Sol, El Paso del Norte, El Fronterizo, La Luz Bella y La Perla del Bajío.
A La Josefina acuden señoras de mandil que compran dulces al mayoreo y los dulceros que revenden en los camiones y se bajan de angelito para alcanzar la hora de salida de alguna escuela. Después de todo, los niños son sus mejores clientes. También compran para revender algunas viejitas de rebozo y rosario. Más tarde instalarán en el atrio o en la puerta de su vivienda un mísero puestecito sobre una caja de jabón. Allí permanecerán encogidas, espantando las moscas y los pecados con el fleco de su rebozo, echándose su sueñecito hasta que llegue la noche.
En el mercado de dulces, la cantidad no tiene pretensiones. Los dulces no están aprisionados tras de aparadores de cristal.
Ese verdadero alud de paletas y de golosinas ensancha los ojos de los niños y de los malheridos y los hace creer que el mundo es bueno. Salen atiborrados de azúcar, sudorosos de la emoción porque por un veinte reciben un altero y muchas veces hasta les regalan los recortes –desperdicio de dulces– que saben igualito a los demás.