Las tecnologías digitales tienen dos caras, y a ambas les presta casi toda su atención Mónica Nepote (Guadalajara, México, 1970). Esta escritora, editora y gestora cultural dirige el proyecto de e-literatura o literatura electrónica del Centro de Cultura Digital de Ciudad de México y advierte de que la tecnología nunca es neutral. Casi toda la que nos envuelve hoy está programada con unos objetivos determinados y reproduce los sesgos de sus creadores. Por otra parte, hay espacios minoritarios en los que la tecnología se convierte en aliada del ser humano para expandir nuestra creatividad y a la vez dar voz a la cultura de comunidades que tradicionalmente han estado fuera de todo canon académico. Nepote ocupa la portada del último número de la revista Telos que edita trimestralmente la Fundación Telefónica, dedicado en esta ocasión al presente y al futuro de las humanidades digitales, y está de paso en Madrid para presentarlo.

“El proyecto que coordino surgió hace siete años para reflexionar sobre qué tipo de lectores y escritores somos en el siglo XXI, rodeados de pantallas, hardware, software y demás”, explica Nepote. “Queríamos ser disparadores de literatura digital, pero aparte de esa parte experimental también tenemos una publicación —la Revista 404— dedicada a la divulgación de un montón de conceptos sobre nuestras formas de producir cultura a partir de las tecnologías”.

Literatura electrónica no es lo mismo que libro electrónico, que no es más que la traslación del formato libro de papel —basado en la página y la lectura lineal— a un entorno digital. Para explicar en qué consiste la literatura electrónica, Nepote echa mano de la definición de otra estudiosa de este fenómeno, la profesora Laura Borrás —que dejó el ámbito académico por la política en las filas del independentismo catalán—, fundadora del grupo de investigación Hermeneia. “Es la literatura hecha y pensada desde los dispositivos electrónicos para ser vista, consumida y leída en esos mismos dispositivos”. Es un terreno en el que el formato influye de manera sustancial en el contenido, y donde priman la escritura generativa (donde cobra protagonismo la combinatoria y el azar), la poesía visual y cinética, la literatura con hipervínculos (lo cual deja en manos del lector). Algunas de estas prácticas son descendientes de las vanguardias históricas, del dadaísmo, del OuLiPo, de los Cien mil millones de poemas de Raymond Queneau, de Rayuela de Cortázar… Conceptualmente nada nuevo, pero hipervitaminado con las posibilidades que ofrecen hoy las tecnologías digitales.

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Pregunta. ¿Hasta qué punto todas esas variantes y experimentos son más que un mero divertimento? ¿Realmente aportan riqueza al contenido o desvían la atención de lo importante: la calidad literaria de lo que estamos leyendo?

Respuesta. Es cierto que habrá cosas más cercanas al juego y cosas literariamente fallidas, pero la idea de juego que hay en todas estas prácticas lo que hace es romper con el concepto académico del canon literario. Cuando mis alumnos me preguntan si la literatura electrónica es literatura, yo les pregunto: ¿Qué era poesía para un trovador del siglo XIII? ¿Y para el poeta Nezahualcóyotl, de los pueblos originarios, que tenía un acercamiento a la escritura totalmente relacionado con la naturaleza? ¿Y para Rimbaud? Es difícil encajonar una sola idea que defina toda la producción literaria de todas las culturas a lo largo del tiempo. Cuando hablamos del canon literario nos referimos casi siempre a los siglos XIX y XX, es un concepto muy limitado. ¿Qué es la literatura para las sociedades que no tienen escritura y solo tradición oral? Antes esta quedaba fuera del canon y hoy al menos queda reflejada y archivada en el entorno digital.

»Otra idea interesante es que en el ámbito digital se tiende a poner menos énfasis en la figura del autor. No tenemos esa imagen de un García Márquez que llega y abre todo a su paso como si fuera el Mar Rojo, sino que hablamos de pequeños productores que hacen muchas cosas —ya sea literatura, música…— desde otros lugares. La idea de descentralizar la creación cultural me resulta sumamente fascinante.

P. Un paso más allá en la integración entre creatividad y tecnología es la posibilidad de que la inteligencia artificial cree obras de arte de manera autónoma. ¿Cree que llegará ese momento en el que un ente sin emociones escriba literatura capaz de emocionar a los humanos?

R. Puede ser que suceda pero me cuesta mucho imaginarlo. Creo que seguirá siendo un trabajo de colaboración entre humanos y máquinas, como ocurre con la literatura generativa, que existe desde los años 50 e incluso antes, si tenemos en cuenta las instrucciones de Tristan Tzara para construir un poema dadaísta, aquello de coger un periódico, recortar frases y sacarlas al azar de una bolsa… Pero siempre habrá una parte en la que entre en juego lo humano para determinar qué combinación suena mejor. Me cuesta pensar para qué y para quién haría literatura la inteligencia artificial. Lo que debemos cuestionarnos con respecto a ella es quién la programa, por qué, con qué intereses y con qué sesgos ideológicos o de género. Por ejemplo, en México se dio el caso de una novela creada por un software de escritura a partir de una serie de datos, que es la historia de un príncipe azteca y una princesa, con unos roles de seducción muy esquemáticos y unos verbos sumamente patriarcales para referirse a la princesa. Aunque las máquinas son capaces de hacer cosas realmente interesantes, la experimentación seguirá estando del lado de la inteligencia humana.

P. ¿Qué papel deben cumplir las humanidades en un mundo cada vez más dominado por la ciencia y la tecnología, el llamado “mundo STEM” (acrónimo de ciencia, tecnología, ingeniería y matemáticas en inglés)?

R. Lo importante es mantener una distancia crítica frente al tecnoentusiasmo. Porque la gran pregunta es en manos de quién vamos a dejar la programación de los espacios que habitamos. Si tenemos una vida online, tendríamos que tener el control sobre ella nosotros, como ciudadanos. Todo el mundo en algún momento tiene alguna pregunta ética que hacerse, y todo el mundo debería tener derecho a reflejar esas preguntas y a hablar de sus propias comunidades y de lo que es importante para ellas. Y quienes tenemos que realizar esa crítica debemos ser precisamente los interesados en la cultura digital. Pero si seguimos pensando que hablar de literatura y filosofía es hablar de libros, tenemos un problema.

P. ¿Cree que el ser humano está cambiando en su esencia (a nivel cognitivo, ético, emocional) en esta nueva era digital?

R. Aquí el primer problema es el término “esencia”. Es como si fuera la misma desde que nos erguimos sobre dos patas, como si no hubiera cambiado hasta que llegaron las computadoras, pero creo que esa supuesta esencia no ha sido tan esencial como se suele pensar. Desde luego las nuevas tecnologías han cambiado muchísimo la forma en que nos relacionamos, nuestros afectos están totalmente sesgados por su uso. Cuántas parejas se forman y se rompen debido a las redes sociales o una aplicación móvil. En cuanto al nivel cognitivo, yo ya no puedo llegar a la esquina sin GPS, mi relación con lo espacial cambió a partir de tener una herramienta de mapeo. Nuestra inteligencia se ha vuelto conectiva y menos acumulativa y de memorización. Pero esto pasa desde que existen los libros. Si fuéramos druidas celtas pasaríamos ocho años en la oscuridad memorizando. Por eso digo que la esencia humana no ha sido tan inmutable como creemos.

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