El editor Claudio López Lamadrid murió ayer viernes a los 59 años en Barcelona tras sufrir un infarto en las oficinas de la multinacional Penguin Random House. López Lamadrid se había convertido en las últimas dos décadas en una de las grandes referencias de la edición en español a ambos lados del Atlántico.

Su apuesta por la literatura latinoamericana le llevó no solo a seguir el impulso arrollador de un gigante como Gabriel García Márquez, con quien trabajó estrechamente en sus últimos años, sino también a apoyar la obra de autores como César Aira, Fogwill, Samantha Schweblin, Fernanda Melchor o Cristina Rivera Garza. También acompañó la obra de nobel como J. M. Coetzee, Orhan Pamuk o V. S. Naipaul.

Descendía de familias de marqueses, de los Comillas y los Lamadrid, pero empezó en el sector desde el escalafón más bajo, con apenas 17 años: su tío Antonio López Lamadrid, coeditor de Tusquets junto a Beatriz de Moura, le pidió un día que le ayudará a llevar los pesados paquetes de libros en la que era la primera mudanza del sello.

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Así, como mozo accidental, arrancaba la trayectoria de quien a los pocos años se convertiría en uno de los nombres clave de la historia contemporánea de la edición en España, gracias a una carrera de 40 años que se vio ayer inesperadamente truncada.

“Un editor ha de tener pasión, olfato y saber relacionarse”, resumía. Contaba con las tres virtudes. La primera, fundamental, ya venía de esos días de carretear paquetes y de pelearse con las devoluciones, en esos tiempos en que los libreros aún marcaban los precios con lápiz en el interior, cifras que él se encargaba de borrar.

Cada vez más implicado en la editorial y absorbiendo, como buen observador, los quehaceres de Beatriz de Moura, que le enseñó también sus secretos, le enviaron seis meses a París para que siguiera su aprendizaje con otra institución, Christian Bourgois.

A finales de los setenta entró ya plenamente en labores de edición y redacción editorial, que desarrolló durante una década. Entonces, decidió que debía alejarse de la sombra familiar. Inició un breve peregrinaje por las afueras del sector, como crítico literario y como traductor de autores como Tom Spanbauer.

Fue por poco tiempo: “No me gustaba; ni mi dominio del inglés era tanto, ni el rigor de mis lecturas el necesario”, admitía años después, con su característica sinceridad.

Esas labores temporales de free-lance, sin embargo, le llevaron a contactar con Círculo de Lectores, donde, desarrollando el proyecto literario y el sello de nueva creación de Galaxia Gutenberg, acabó asentando dos pilares sobre los que sustentó su oficio: su lugar más cercano al ámbito de los autores, constatando cierta “impaciencia” personal, como admitía, por los aspectos técnicos de la edición que acabaría dejando, y el refuerzo de su amistad profunda con el editor y crítico Ignacio Echevarría, con quien había coincidido en Tusquets en los 80, trabajando en un irrepetible y enriquecedor “método de ensayo y error”, como admitieron ambos mucho tiempo después.

El ojo de Gonzalo Pontón le llevó a Grijalbo Mondadori en 1997 para cubrir la marcha de Daniel Fernández. Llegó en el momento en que el grupo italiano empezaba a formar el embrión de lo que hoy es, tras la entrada de Bertelsmann, Penguin Random House. El equipo italiano venía capitaneado por un hiperactivo, sagaz y leído gestor, Riccardo Cavallero, con el que congeniaría en lo profesional y en lo personal: “Ha sido uno de mis grandes mentores”, admitía López Lamadrid. Con él llevó a cabo su primer gran catálogo: el de Literatura Mondadori, donde, junto a nuevos valores de la novela estadounidense del cambio de siglo, aparecerían algunos nombres señeros de la nueva narrativa latinoamericana que él consolidó, como César Aira.

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