La gente habla del fenómeno de las series y el binge watching como si la magia de la tecnología hiciera surgir algo nuevo y completamente sin precedente de la nada. Y no es así.

En el siglo XIX las series y Netflix se llamaban folletines.

Muchas más obras de las que pensamos se han publicado por entregas en forma de folletín. No sólo Dumas, que es el máximo exponente del género y con el que alcanza la máxima gloria, sino Dickens, Dostoievsky y Tolstoi.
Los Miserables de Víctor Hugo, Crimen y Castigo (hola Victòria), Madame Bovary, La Flecha Negra de Stevenson, la mayoría de novelas de Dickens, Guerra y Paz, y claro, toda la saga de los Mosqueteros, La Dama de las Camelias, miles de novelas que sólo hemos conocido en un formato de libro único se publicaron inicialmente como entregas en periódicos y revistas.

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La gente se tomaba muy en serio esta clase de contenidos, muy enserio.
Igual que la gente puede quedar con los amigos para ver el final de Juego de Tronos, la gente quedaba en sus casas a leer en voz alta cada nueva entrega del folletín al que estaban enganchados.

Igual que hay gente que se ve una serie entera en un fin de semana, había gente que se iba guardando las entregas para poderlo leer todo del tirón, sin salir de casa los días que hiciera falta. En París, por ejemplo, se contabilizaron no menos de 20 duelos relacionados con spoilers del final de los Tres Mosqueteros. Sólo en París. En un caso concreto, el señor de Bézier, estaba en un café con sus amigos y escuchó al de la mesa de al lado describir con detalle la escena de la muerte de Porthos, así que ni corto ni perezoso sacó una pistola y le pegó un tiro en medio del establecimiento, porque “ningún caballero cometería semejante indignidad en un lugar público”.

La entrega de cada episodio era un acontecimiento especial, sobre todo en América. En el apogeo de la popularidad de Dumas, la demanda era tal que había navieras especializadas en transportar ejemplares de los folletines más populares. A tal punto era así que el propio Dumas a menudo bromeaba diciendo que, en todo momento, siempre hay al menos un barco con mi obra surcando el Atlántico.

En no pocas ocasiones se producían disturbios porque la gente se iba al puerto a recibir los barcos con los folletines, y si les parecía que no se iban a descargar lo bastante rápido o que quizá una parte no se iba a distribuir y alguien se podía quedar sin, asaltaban los barcos para llevárselos.

En al menos dos ocasiones se perdió todo un cargamento de folletines debido a los disturbios, y en Boston se decidió que los barcos con las entregas llegaran de noche y en secreto para que la gente no formara tanganas. No sirvió.

La isla de Montecristo se hizo tan famosa que el botánico inglés George Watson Taylor le compró la isla al Gran Ducado de Toscana en 1852, unos 12 años después de la publicación del Conde de Montecristo.

Taylor habitó en la isla junto con su mujer durante seis años, hasta 1860, y acabó logrando que se le diera el título de conde de Montecristo. Tras su muerte, el reino de Italia compró la isla a los herederos de Taylor, y el Emperador Vittorio Enmanuelle iba a veranear allí con frecuencia.

Ahora vemos el hype con los estrenos de las nuevas series y pensamos que estos es algo muy nuevo. Pero en realidad está todo más que inventado.

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