En un país donde la ignorancia se administra como política pública y donde algunos gobiernos prefieren ciudadanos dóciles antes que pensantes, vale la pena preguntar —aunque incomode—: ¿para qué sirve la literatura?

Sirve, primero, para lo que más temen los poderosos: para despertar conciencia. Porque quien lee, piensa; quien piensa, cuestiona; y quien cuestiona, deja de ser manipulable. Por eso los presupuestos culturales se recortan sin pudor, por eso las bibliotecas se abandonan y por eso la lectura nunca ha sido prioridad en los gobiernos que prefieren slogans sobre ideas.

La literatura también sirve para recordarnos que existimos más allá del boletín oficial. Mientras la clase política presume logros imaginarios y construye narrativas a fuerza de propaganda, los libros nos devuelven la mirada honesta hacia nuestras propias contradicciones, dolores y esperanzas. Son ese espejo que difícilmente aguanta la burocracia.

En tiempos donde la superficialidad domina y las redes sociales dictan lo que debemos sentir, leer un poema, un cuento o una novela es casi un acto subversivo. La literatura nos obliga a detenernos, a pensar, a sentir, a no aceptar la realidad tal como nos la venden. Es un espacio donde el ciudadano común recupera su voz frente al ruido del poder.

Y lo más importante: la literatura sirve para mantener viva la memoria. Un país que no lee es un país condenado a repetir sus errores… y en México ya hemos comprobado que la desmemoria es costosa. La literatura incomoda, cuestiona, desnuda. Y quizá por eso, precisamente por eso, es incómoda para quienes gobiernan sin ganas de ser vigilados.

Así que la pregunta no debería ser “¿para qué sirve la literatura?”, sino ¿a quién no le conviene que la leamos?

Porque leer, hoy más que nunca, es un acto de libertad.

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