Cuando en 1933 le alcanzó la muerte, irónicamente vestida con los ropajes de un cáncer de garganta que le dejó sin voz, Constantino Cavafis era ya, aunque aún casi desconocido, uno de los mayores poetas del siglo XX y el gran renovador de la lengua griega. Sin embargo, para llegar ahí el poeta recorrió un largo y tortuoso camino a través de sus demonios más íntimos. Inseguro y tímido, el joven Cavafis vivía un lento despertar poético ahogado por la tiranía de una madre sobreprotectora y el peso familiar, cercado por la estrechez de una Alejandría provinciana y decadente, y atormentado por su homosexualidad, foco de vergüenza e incomprensión. Frustrado y en plena crisis existencial, el poeta encontrará en una breve estancia de tres días en París la vía de escape para desarrollar el vasto mundo poético constreñido en su limitada realidad cotidiana.

“En 1897 Cavafis era un aspirante a poeta, lleno de ambición, pero tímido y atormentado por las dudas. Aún no era famoso, pero los pocos poemas que había publicado en pequeñas revistas literarias le habían granjeado la atención y el respeto de un pequeño y discriminado grupo de admiradores”, relata la escritora griega Ersi Sotiropoulos (Patras, 1954), que en su novela Que queda de la noche (Sexto Piso) reconstruye las tres jornadas que el escritor pasó en la capital francesa, que a la postre serían la espoleta para el despertar de su poesía. “Esos tres días en París sirven como un viaje de iniciación, una aproximación al mundo de un joven poeta, un mundo aún en desarrollo, líquido, imperfecto. Hasta entonces, salvo algunas excepciones, Cavafis había escrito poemas bastante modestos, a menudo había intentado imitar a los grandes maestros”.

Además de unos años en Estambul cuando él y su familia huían de la guerra anglo-egipcia, y varios de niño en Inglaterra, Cavafis pasó toda su vida en Alejandría, donde nació en 1863. En contraste con las decadentes metrópolis orientales y la gris Inglaterra, el París al que llegó el poeta era una ciudad vibrante en plena ebullición. “Aquel París de finales de XIX era la meca de la vanguardia, el lugar donde Baudelaire, Rimbaud, Hugo o Verlaine habían vivido y creado. Artistas de todo el mundo acudían en masa a Montmartre generando nuevas corrientes poéticas”, relata la autora. “Alejandría, con sus falucas y vendedores de agua y su decadente aristocracia, era un lugar apartado en comparación, una ciudad de provincias aún sumida en el pasado”. Paseando por las calles y visitando los cafés y restaurantes de la capital francesa, el joven Cavafis siente brutalmente ese contraste y cómo allí se desborda su creatividad.

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En la novela, Sotiropoulos se convierte en la sombra del poeta y se adentra en sus pensamientos, encontrando la voz de un Cavafis joven, torpe y apasionado, muy diferente a la imagen del poeta anciano al que estamos acostumbrados. “Buceé en el personaje tratando de entender como ese poeta mediocre, oprimido en su vida personal, un hombre de cobarde destruido por la quiebra económica y el declive familiar supo convertirse en la figura que fue”. La escritora muestra a través de las dudas del poeta que lo que parece un salto mágico es en realidad un camino doloroso que requiere sacrificios, que el precio de la libertad artística siempre es alto.

El deseo, unión ética y estética

“Al trabajar en esta novela, llegué a dos conclusiones, cada una de ellas relacionada con la importancia del año 1897 para Cavafis como poeta y como persona”, explica Sotiropoulos. Fue tras su estancia en París cuando Cavafis encuentra esa deseada voz propia perdiendo el miedo a compararse con los grandes maestros de la literatura. “Abandona el lirismo, se sacude la influencia de los poetas románticos y simbolistas, y desarrolla su propia voz distintiva, en la que los significados complejos se transmiten en una forma desnuda y límpida”. Pero además de lo puramente formal o estético, su poesía sufre otra transformación casi catártica relacionada con su vida privada.

Manuscrito del poema “Voces”, junto a el poeta de joven

“En ese 1897 Cavafis había aceptado interiormente su homosexualidad, aunque socialmente era una persona conservadora y pasada de moda”, revela la escritora. “Pero sin importar cuán atormentado y reservado pueda haber sido por su deseo hacia otros hombres, Cavafis estaba llegando a un punto clave en su desarrollo como poeta donde sería capaz de escribir sobre ese deseo abiertamente, de una manera directa y sin complejos”. A partir de entonces, el poeta relacionará deseo físico y creatividad. Descubre que la poesía es la única manera de gestionar esa intensa pulsión que no encuentra salida, lo que le lleva a la madurez poética. “Desde ese momento, el arte y la vida serán imposibles de disociar en Cavafis”.

En esta recurrente dicotomía entre arte y vida Cavafis no veía el arte como una necesidad, sino, ante todo, como un placer. “Un placer necesario, como el juego de un niño, que pocos eran capaces de apreciar”. Por eso el deseo erótico, placentero, es la fuerza impulsora de su arte. “Su preocupación era cómo dar carne y hueso a este deseo, cómo te supera y se traduce en algo más que puede conmover a los lectores que no están relacionados con él y que lo desconocen”, opina Soitropoulos, que arguye que el triunfo de la poesía de Cavafis es que “sería capaz de escribir sobre este deseo uniendo su pasión por el pasado, especialmente por el período helenístico, con su pasión por otros hombres en poemas que cumplían con sus propios y rigurosos estándares de publicación”.

El poeta escribe a favor del placer, en contra de la cobardía que reprime las pasiones carnales. Se enfrenta a “los que visten de gris, los que disertan de moral”. Esta visión del arte queda patente para la escritora en un extracto del poema oculto “Media hora”, que asegura que ha servido como “una especie de hilo central para mi libro”: “Pero nosotros los que servimos al Arte /a veces, con la intensidad del pensamiento,/ y ciertamente sólo /por poco tiempo, /creamos un placer /que parece casi real”.

Un poeta más allá del tiempo

Desde entonces, con ese descubrimiento guardado para sí, Cavafis continuó su lenta maduración, marcada por un perfeccionismo que le llevaría a rehacer sus poemas durante décadas (“La ciudad” que se menciona en la novela, tardó más de diez años en completarse), pero ya nunca se bajaría del pedestal que se construyó a sí mismo. “La importancia de Cavafis reside en su originalidad. Se abrió paso a su manera, único y sin precedentes. Pasó frente a su tiempo, cruzando el tiempo”, afirma Sotiropoulos. “En sus poemas, escribe sobre el pasado, pero habla sobre el presente. Su ángulo visual puede abarcar el pasado y el futuro, por lo que sigue siendo actual y más relevante que nunca”.

El final de la novela pone el foco en esta imagen: un Cavafis enajenado por la creación, poseído por su hallazgo, que como en trance, destruye todos sus poemas con la intención manifiesta de comenzar algo nuevo desde las bases de sí mismo. “Esto sucede todo el tiempo. Los escritores destruyen su trabajo. Pero nunca comienzas desde cero. No hay nacimiento virginal en el arte”.

Tomado de El Cultural

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