Jesús Fernández Úbeda/Zenda
Hay un personaje de Los nuevos (Destino, 2025), la última novela de Pedro Mairal (Buenos Aires, 1970), que se llama Thiago Vinter y que, en un momento determinado, escucha a la novia de su padre decirle a este: “Comeme la rana”. A Thiago le interesaría escribir, “pero solamente si puedo contar todo con esos detalles. Y no se puede”. El novelista porteño cuenta a Zenda que de esa consigna, tan contraria a la de un taller literario, brotó la historia: “Siempre es el personaje el que quiere contar algo, y acá es al revés”.
Es un libro hermoso Los nuevos. Y cruel. Sus tres protagonistas, el ya citado Thiago, Bruno y Pilar, son tres adolescentes arrojados de la —supuesta— república feliz de la infancia al campo minado, al mundo duro de la vida adulta. Viven en la frontera, en la transición. Como los monstruos. No veas cómo se hostian. “Con los personajes”, nos dice Mairal, “pasa lo que con los hijos: no les puedes ahorrar el dolor. Si se lo ahorrás, no hay historia”. Aprovechando que ronda por los Madriles, conversamos con el novelista, poeta, guionista y músico argentino:
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—¿Tenía razón el tanguero que cantaba que “la vida es una herida absurda”?
—“Lastima bandoneón mi corazón, / tu ronca maldición maleva, / tu lágrima de ron me lleva…”. Es eso, sí. ¡Oh! La vida es una herida absurda. Me gusta lo que sucede con ese sustantivo y con ese adjetivo en la medida en que a lo absurdo le pongamos humor. Esa parte de la palabra “absurdo” es importante. Sí, la vida es una herida y es un dolor. En Los nuevos lo muestro mucho. Me costó lastimar a estos tres chicos. También creo que hay momentos en los que ellos perciben el absurdo de ese dolor y que hay humor. Haya o no humor, tenía razón el tanguero. Pero, si hay humor, mejor (risas).
—Gil de Biedma: “Que la vida iba en serio uno lo empieza a comprender más tarde”. ¿Demasiado tarde?
—Claro. Los adolescentes se toman la vida muy en serio, ¿no? No los ves con una actitud liviana con respecto a las emociones. Lo que se aprende demasiado tarde es que la vida es breve. Percibís que la vida es breve cuando se empieza a terminar. Pensando en estos personajes, a sus diecinueve/veinte años, ellos creen y saben que va muy en serio la cosa. Están muy atrapados en esa seriedad, quizá, dada por su orfandad, su soledad… No sé si te pareció eso.
—Los padres, si no son los villanos, parece que opositan a ello.
—Sí, son de esos villanos que tienen las mejores intenciones, que son los peores de todos (risas). Creo que a todos nos pasa: al salir por primera vez de tu casa, de tu ámbito familiar, te das cuenta de que el mundo va en serio, de que la bromita familiar no da más. ¿Quién te cuida? Te tenés que cuidar solo, ganar tu propio dinero, y creo que, en ese punto, está la historia. En ese: “¡Ah, ahora va en serio!”.
—Puede ser un periodo peligroso. Recordemos a Gramsci: “El viejo mundo se muere, el nuevo tarda en aparecer, y en ese claroscuro surgen los monstruos”. ¿Hay monstruos en Los nuevos?
—Exactamente. Hay monstruos, fantasmas… Después, al terminar el libro, me di cuenta de que hay bastantes fantasmas: la madre de Thiago, que murió; en la parte de Bruno, hay como un fantasma que lo cuida un poco, y creo que Pilar tiene algún fantasma dando vueltas: quizá, la voz de Thiago suene fantasmal para ella… Sí, hay monstruos ahí. Maestros y monstruos dando vueltas. Está buenísima la frase de Gramsci.
—Estaba pensando en la expulsión del Paraíso…
—Es como una aduana donde les van a decomisar la ingenuidad, la infancia, esa mirada tierna del mundo. Hay algo de edén que se resquebraja. Porque les fabrican paraísos. La Lobería, en la primera parte, es un paraíso en el que Thiago muestra las fisuras.
—El Paraíso tiene rincones siniestros.
—Sí. Lo mismo pasa con el supuesto paraíso donde mandan a Bruno a estudiar, una universidad americana. Ese supuesto privilegio de: “Vas a estudiar Economía en EEUU”. Y él detesta eso, está solo, no quiere volver en las vacaciones de invierno porque está gordo y no quiere que la madre lo vea… De nuevo, ese supuesto paraíso es un lugar espantoso. Y la pobre Pilar, también: la van echando de sus distintas casas y termina en un trastero durmiendo. Su paraíso se va resquebrajando, o le ve las rajaduras que ya estaban ahí. Hay algo de: “Pobrecitos los tres, los expulso”. Pero necesitan hacer eso. En las últimas páginas, hay un momento específicamente adánico con un cuadro. Y hay una reflexión de Pilar: quiere advertir a los nuevos, pero, a la vez, lo tienen que hacer. No se les puede ahorrar el dolor. Con los personajes pasa lo que con los hijos: no les puedes ahorrar el dolor. Si se lo ahorrás, no hay historia.
—A Thiago lo ubica en un psiquiátrico.
—Sí, eso no es espóiler porque empieza así. Le quieren hacer escribir o contar algo que él no quiere contar. Esa fue la semilla de la novela: alguien no quiere contar algo. Me pareció como si fuera una consigna, ¿viste?, de taller literario (risas): siempre es el personaje el que quiere contar algo, y acá es al revés. Es un chico que está en carne viva, muy lastimado por la muerte de la madre, ¿qué es lo que no quiere contar? Y, en el verano del 23, estaba en un lugar medio parecido a La Lobería, tuve una pesadilla con un incendio que lo causaba yo. Y dije: “¡Ahhhh, mirá! Ahí está lo que quiere contar”.
—El nombre de Pilar Reina no es gratuito, ¿verdad?
—Todos los nombres tienen que ser, como dice Cervantes, “sonoro” y “peregrino”, cuando habla de Rocinante.
—De Rocinante y de Dulcinea, respectivamente.
—Justo. Tiene que sonar bien para mí un nombre. Thiago le llama “Pil Vicious”. Y el apellido “Reina” me gustaba mucho: es una reina destronada, la van empujando de su reino. Viene de una familia de clase media-alta, pero no tiene nada, salvo unos cuadros de unas antepasadas en un trastero. Después, “Thiago Vinter”, “Bruno Galda”… “Bruno” tiene esa u oscura, y me daba idea de alguien grandote y bueno. “Bruno” tiene algo de gigantón bueno. Hasta que doy con el nombre, no veo del todo al personaje.
—Bruno quiere dedicarse a la música, a pesar de lo que opinan sus padres. Usted quería estudiar Letras, y en su casa no lo vieron con muy buenos ojos.
—Los tres personajes, lo quiera yo o no, tienen muchas cosas mías, sin duda. Thiago tiene la muerte de la madre reciente; mi madre, cuando escribí el libro, había muerto hacía poco. Bruno tiene esa cosa de estar estudiando algo que no le gusta. Me pasó con Medicina y no se lo confesé a mis padres. Sin duda, mi faceta musical está en Bruno. Después, en Pilar, está la parte cinematográfica, ese pensar en imágenes. Esa parte de unir mundos muy dispares: hay algo mío en eso, que tiene que ver con una cosa de mi madre. Ella era asistente social y conectaba mundos todo el tiempo, porque pasaba de trabajar con gente en situación de calle al cóctel de la embajada al que iba con mi padre, ¿viste?, al que iba con mi padre. Eso lo hago con la literatura: juntar mundos.
—¿Cuánto pesa la música en esta novela?
—En la novela, la música va mucho más hondo de lo que parece. Funciona como una especie de mensajes cifrados que se mandan los personajes. Por ejemplo: la abuela de Pilar le hace escuchar tangos y le habla de otra Argentina. Los tres arman una banda…
—Hijos Únicos.
—Hijos Únicos. Y en sus canciones se mandan mensajes también. La música tiene un peso enorme. Quizá, por primera vez, confluyen en mí la parte musical con la parte de narrador. Hay un código QR escondido por ahí con las canciones que ellos escriben. La idea de que Bruno sea el que mejor parado queda y sea el que descubre su vocación es algo que me alegra mucho. Viéndolo ahora, desde la distancia, Bruno es el que descubre una ocasión, la defiende y se emancipa, se libera de una manera que me gusta, y es gracias a la música.
—Aparece varias veces el nombre del genial Charly García. En España no caló en exceso, pero en Argentina es un dios.
—Charly es un dios total. Probablemente, el mejor músico de música popular argentina vivo. Ahora está un poco mal, pero sacó un disco el año pasado.
—La lógica del escorpión.
—Y está por sacar un feat con Sting. La música de Charly marcó a varias generaciones. Cuando mi hijo era un niño, le hice escuchar a Charly, a Spinetta, a Cerati…, y para él, ahora, es música de su banda sonora vital. Cuando, en realidad, alguna de esa música ni siquiera fue de la mía: cuando componían canciones en los setenta, todavía no escuchaba música así. A mí me llega más Serú Girán (uno de los grupos de Charly García), que creo que es ya de los ochenta. El rock nacional era algo que sucedía en la habitación de mis hermanas (risas). Sin embargo, pasó a formar parte de mi vida, se lo hice escuchar a mi hijo y, para él, es parte de su cultura. Es curiosísimo cómo atraviesa generaciones. Me gusta mucho eso: la parte atemporal del arte.
—Como sociedad, ¿tratamos bien a los jóvenes?
—Creo que no. Hay una cosa que les estamos haciendo, y es muy negativa: no mostrarles un futuro posible. Estamos todos muy apocalípticos y distópicos. Yo, personalmente.
—A ver, las circunstancias no ayudan.
—No, por supuesto. Pero tiene que haber utopías, y no las hay: no hay utopías, no hay ideas de un futuro posible. Hace poco, Lucrecia Martel, la cineasta argentina, decía que tenemos la obligación de imaginar un futuro que nos guste; si no, ni siquiera va existir y, además, nos lo van a fabricar. Eso me resultó interesante. Me doy cuenta, hablando con gente que ahora tiene veinte años, de que yo no puedo estar contagiando mi distopía, mi apocalipsis, mi fin del mundo. Porque creo que hay un momento, a partir de los cincuenta, en el que se confunde el fin del mundo con el fin de tu mundo, y no es lo mismo. Efectivamente, tu mundo empieza a dejar de existir: tu cultura pop, tu juventud, tu imaginario, tu época… Todo eso se empieza a romper, esa ola se va y vienen otras olas detrás. Efectivamente, tu mundo empieza a llegar a su fin, pero no tienes que contagiar eso: es tu mundo, ellos empiezan otro.
—Bruno dice que, en EEUU, todo le parece una película “donde no pasa nada. Se fueron los actores, quedó el set de filmación”. ¿Suscribe el parecer de su personaje?
—Bruno se queda solo en las vacaciones de invierno. No quiere volver a Buenos Aires porque está gordo y la madre le controla el peso. Ni hace videoconferencias con la madre, no la quiere escuchar. Entonces, él se queda solo y, claro, se va vaciando la escenografía. Lo interesante es que la tiene que limpiar: consigue un trabajo, limpia baños y pasa la aspiradora en las habitaciones vacías… Fue muy interesante: la posibilidad de describir ese trabajo me dio la posibilidad de describir un espacio. En la narrativa, la pregunta es: “¿Por qué estoy describiendo este lugar con sus detalles? ¿Para qué sirve?”. En la parte de Bruno, el trabajo me lleva a describir el espacio. Y hay algo muy lindo en crear un espacio en la escritura: permite que un texto sea inmersivo. Creás un espacio literario, el lector empieza a leer, se mete ahí y está ahí de un modo. Está en los dos mundos: en su sillón, leyendo, y en el espacio que vos generaste. Y me resultó muy gratificante crear ese espacio de Bruno a través de su trabajo. Yo lo conocí en 2007: fui una semana, o un poco más, a la Universidad de Wisconsin en pleno invierno. Y era así, como lo describo: un lugar muy duro, congelado… Entonces, Bruno tiene esa sensación: uno ve ese EEUU del cine, con esa idea ingenua de Nueva York, con mucha gente y mucho movimiento, y después, va a Wisconsin y no hay nada.
—¿Y qué tipo de película es hoy la Argentina?
—Uff… Una película grotesca, un poco de terror. Es una pesadilla que no termina nunca. Ojalá las cosas mejoren en algún momento. Yo tengo un gran amor por la cultura argentina y por mi país. Hay un músculo creativo en Argentina.
—Es un país con duende: en la literatura, en la música…
—Y en el teatro, y en el cine… Hay una fuerza creativa enorme. Y ningún pésimo gobierno va a poder detener eso.
—Pilar dice que Madrid es un “acelerador de partículas”. Buenos Aires no se queda atrás.
—Sí. Tenés que tener cuidado porque, además, es enorme, muy diverso, hay muchos grupos. Te podés llegar a atomizar y quedarte disperso en las moléculas del aire. Es muy intenso Buenos Aires. Muy, muy intenso. Y es una ciudad que llevo siempre encima. Vivo en Montevideo desde hace cinco años y, de todas formas, estoy conectado emocionalmente a Buenos Aires todo el tiempo. Es lo que dice Borges en su primer poema de sus Obras completas: “Las calles de Buenos Aires ya son mi entraña”. Y es verdad. Puedo escribir sobre Buenos Aires casi sin tener que ir a chequear cosas. Los barrios están en mí.
—Tengo la sensación de que Buenos Aires es como esa mujer que es más guapa que ninguna, más lista que ninguna, más divertida, etcétera, pero que, como te cases con ella, te arruina la vida.
—(Risas) Sí, es buena esa analogía. Yo me fui de Buenos Aires, en parte, para tener una vida en la que el tiempo me dure un poco más. Me estaba, no sé si arruinando la vida, pero me estaba gastando. En Montevideo, el tiempo me dura de otra manera.
—Va la última. Escribe: “Dentro de algunos años seguro va a estar prohibido escribir a mano en libretas y cuadernos. Va a estar prohibido el papel. La palabra escrita va a tener que ser abierta y online. (…) La obra de un autor podrá ser modificada en caso de que alguno de sus temas ofenda la moral o ponga en peligro algún aspecto del bienestar mundial. No va a existir el original. Toda obra será una obra cambiante”. Lo clavó: novelas de James Bond reeditadas sin referencias raciales; los editores de Roald Dahl eliminan contenidos supuestamente ofensivos…
—Estuvimos hablando con libreros hoy. Ellos recordaban lo de Roald Dahl. No sólo eso: van retirando del mercado los libros no modificados. Esto ya está pasando. Supón que hay un PDF original: eso va a ser modificado. Entonces, un autor va a tener una obra cambiante, aunque haya muerto. Ninguna obra va a ser definitiva: va a ir cambiando según las incomodidades de la época, las leyes de la época, etcétera. Por eso, el papel, probablemente, va a ser una cosa un poco inquietante: va a detener algo que no va a querer ser detenido. Los autores vamos a tener que tratar de tener un original para que nosotros digamos: “Esta es mi obra”. Pero, ¿cómo vamos a sujetar eso? En el cine, así como hay cortos, ¿van a desplazar a un actor por otro por apoyar una causa con la que no estás de acuerdo? No va a haber original de nada. Todo va a ser una especie de mundo adaptado a cada individuo: “Tu versión de Los nuevos va a ser una que no te ofenda a vos”. Por ejemplo: me ofenden determinados temas. Cuando aparezcan en la novela, van a estar modificadas para no ofenderte a vos. Es muy distópico como idea. El arte, justamente, trata de esa otredad: de ese lugar distinto a vos; de lo que, de algún modo, te viene a modificar, a afectar, a poner incómodo. No está mal que te despierte emociones un libro.










