El pasado 26 de junio, celebramos 115 años del nacimiento del presidente de Chile Salvador Allende Gossens. A casi medio siglo de su trágica muerte en el palacio presidencial de La Moneda en llamas, no cesan las discusiones en torno de su nombre. Después de todo lo que ha pasado en el mundo en todo este tiempo, el interés hacia su personalidad no baja y en su actual imagen de granito, casi bíblica, es cada vez más difícil distinguir los rasgos de un ser humano de carne y hueso. 

Recorriendo Chile de norte a sur, con su variado y multicolor paisaje, siempre incrustado en el marco montañoso de la Cordillera de la Costa con la de los Andes, uno siempre se encuentra con Allende. A pesar de las cinco décadas de su caída y los 15 años de la prohibición de su nombre durante la dictadura de Pinochet, su imagen emerge en todos los rincones del país: en las artesanías de los mercados campesinos, con viejos recortes de los diarios en las casas de los mineros, en nombres de calles, en los pueblitos de pescadores y en las sedes sociales de las comunidades mapuche.

La prensa de la dictadura hizo de todo para manchar y borrar para siempre su nombre. La prensa de la seudodemocracia neoliberal hizo aún más para apropiarse de su imagen, mientras los funcionarios de los gobiernos de turno que decían ser socialistas y derramaban sus lágrimas de cocodrilo en su tumba privatizaban todo en el país, su salud y educación, su agua y su aire, y así se llenaron los bolsillos por los negocios con sus nuevos socios pinochetistas.

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Allende no se iba, seguía mirando este mundo desde su cielo de mártir marxista, y seguía siendo fuente de la máxima inspiración para su pueblo, una especie de santo popular y un ángel guardián de cualquier pensamiento contestatario. 

Los que tuvieron la suerte de conocerlo personalmente siempre me hablaban de tres características suyas: su sentido del humor negro, su mal genio y su enorme dignidad. 

Una vez le dijo a un adversario político: “Esta carne es para el bronce”, un poco medio en serio, un poco medio en broma, pues sabía que él trascendería su tiempo. Tres veces seguidas perdió las elecciones presidenciales y cuando le preguntaron, en una entrevista, qué epitafio le gustaría tener en su propia tumba, respondió: “Aquí yace Salvador Allende, el futuro Presidente de la República de Chile”. 

No fue fácil para él convertirse en un líder de izquierdas: desde sus tiempos de estudiante era considerado como un ‘pije’, palabra que en aquel entonces en Chile significaba ‘presumido’. Le gustaba la ropa bonita y cara, la buena cocina, el whisky Chivas Regal… Allende no tenía nada en común con la imagen de cartel del asceta revolucionario, creador de historia a partir de las células de su propio dogma ideológico. Más que nada en la vida, amaba la vida misma y sabía que ésta debía ser bella en todas sus manifestaciones. 

Sus exigencias estéticas formaban parte de una ética en la que no había nada de pose ni de espectáculo.

En una rueda de prensa le preguntaron por qué idea merecería la pena morir y él respondió: “Por aquella sin la cual no vale la pena vivir”

La palabra ‘pueblo’, que utilizaba con frecuencia, tenía para él un significado superior, casi religioso, tras el cual estaban los ojos y los rostros de aquellos a los que trataba con infinito respeto y ternura, sentía que su misión personal era convertirse en el instrumento para que millones de compatriotas desfavorecidos consiguieran el derecho a la educación, a la cultura y a la vida humana. El poder que buscaba y al que aspiró toda su vida era para él un medio con el que podría alcanzar su mayor sueño: la creación en Chile de una sociedad basada en la justicia y el respeto por los demás. 

Cuando llegó a la Presidencia, muchos lo acusaron de burgués y reformista, exigiéndole que acelerara el proceso revolucionario y rompiera con la ‘constitución burguesa’. Su código de honor le impedía violar la Constitución, que había jurado respetar y defender. Cuando silbaron las primeras balas, muchos de los ‘revolucionarios’ que solo ayer lo insultaban exigiendo ‘avanzar sin transar’ corrieron a las embajadas extranjeras a pedir asilo político. Allende no estaba hecho de la misma pasta. Se dirigió a su puesto de trabajo, que le confió su pueblo y que juró defender con su vida. 

En los tres años incompletos del gobierno de la Unidad Popular que encabezó Allende se hizo más que en las décadas de sus antecesores, una vez más demostrando que tener una decisión e intención de verdad siempre abre las posibilidades

También hubo muchos problemas, tropiezos y errores inevitables, como en cualquier camino inexplorado, además de una guerra económica que impuso el imperio del norte de siempre, que nunca dejó de ofrecer al mundo las sanciones económicas y los golpes de Estado dentro del mismo paquete. 

Pero lo que más recuerdan los chilenos del presidente Allende fue del vaso diario de leche que les prometió y que le dio a cada niño de su país en cada día de su gobierno. A fines de la década de 1960 en Chile, como en la mayoría de los países de Latinoamérica, la desnutrición infantil era un mal endémico. De cada mil nacidos vivos, 200 morían antes de llegar al año de vida, y los sobrevivientes de la desnutrición quedaban con efectos en su salud física y mental por el resto de la vida. Para combatir este problema, entre las 40 medidas del gobierno de Allende, que era médico de profesión, la número 15 garantizaba medio litro de leche diario a cada niño hasta los 15 años de edad y a todas las mujeres embarazadas y que amamantaban. En pocos meses de la implementación del programa, la desnutrición infantil bajó en Chile de un 60% a un 12%. Esta medida cambió la historia de la salud pública en Chile y fue tan popular y contundente que la junta militar que derrotó al gobierno de Allende no se atrevió a abolirla, aunque varios médicos y profesionales que la desarrollaron e implementaron terminaron en las cárceles y los campos de concentración. 

Hoy se discute mucho sobre el gobierno de Allende y si tuvo algún chance aquella revolución pacífica chilena. Es muy difícil volcar nuestra mirada hacia aquellos mundos que ya no existen y proyectarla en los trágicos acontecimientos de aquellos tiempos. Sin entender los contextos, cualquier drama histórico fácilmente se convierte en una consigna muerta o en un tema para los ejercicios de literatura. Estoy seguro de que Allende buscaba otra cosa. 

Todavía es tan poco comprendida por nosotros la historia de vida y de muerte del ‘compañero presidente’, que es urgente y necesario conocerla, recordarla y aprender la lección para nuestros días. También es una prueba contundente de que la política no siempre tiene que ser algo sucio y cínico, porque, si no fuera así, el mundo ya desde hace tiempo se hubiera olvidado de Allende.

Oleg Yasinsky

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