Franco González Aguilar

Quinta entrega

Llegué al puerto de Veracruz a principios de febrero, cuando no hace tanto calor y se puede caminar sin sudar la camisa. Un jueves por la mañana me instalé en el Gran Hotel Diligencias, ubicado en la avenida Independencia frente al Palacio Municipal, teniendo de por medio la Plaza de Armas y a un lado la Parroquia del Sagrario y Catedral de la Asunción.

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El hotel ocupa un edificio de cuatro niveles que se construyó en la alborada del siglo XVIII. Cuenta con habitaciones confortables, además de restaurante y bar. En sus portales colocan mesas, casi siempre ocupadas por huéspedes y parroquianos, que desde ahí, disfrutan de una inmejorable perspectiva de lo que acontece en esa zona, también conocida como el zócalo.

Comercios y oficinas de diversos ramos se sitúan a ambas aceras de la muy concurrida avenida Independencia. Por ella se ven transitar automóviles, camiones de pasajeros y tranvías. Enfrente de la iglesia se encuentra el tradicional Café de la Parroquia, con cerca de ciento cincuenta años de antigüedad, fundado en 1808, en las postrimerías de lo que fue la Nueva España.

El restaurante y el bar del hotel, así como el Café de La Parroquia, se convirtieron en mis lugares de trabajo, reflexión y distracción, durante esos días dedicados al conocimiento de la vida y obra de Salvador Díaz Mirón, alguna vez llamado “el príncipe de la lengua castellana”.

Quizá imbuido por mis propias reflexiones, llegué a pensar que el poeta habría sido visitante frecuente de esos tres sitios que ahora eran la base de operaciones de mi investigación. Debo confesar que en algunos momentos creí verme transportado al tiempo en que vivió.

Mi estancia en Veracruz coincidía con las fiestas del carnaval; ese año sus apologistas presumían que era el más importante del país, y probablemente era verdad, porque a medida que pasaban los días se acrecentaba el número de clientes en el hotel y en el café. A pesar de ello, y aunque me gusta la diversión, no podía permitirme poner en segundo término la búsqueda y selección de las poesías “diazmironianas” -o mironianas- que necesitaba para nuestro proyecto.

En el Café de La Parroquia trabé amistad con Pedro Degollado, un atento mesero originario de Toluca, quien a invitación de su hermano, había llegado a Veracruz a conocer el mar. Tanto le gustó el ambiente porteño, que se quedó en la ciudad a estudiar contabilidad, ayudándose a pagar los estudios prestando sus servicios en varios hoteles. Así lo hizo hasta que entró a trabajar en esa cafetería.

Aunque todavía estábamos en invierno, el calor tropical provocaba en mí la necesidad de tomar café varias veces al día, por lo que me convertí en asiduo visitante del lugar. Fue así como observé que en la parte más cercana a la puerta y encima de una larga barra, colocaban charolas con vasos llenos de agua, que eran ofrecidos a los sedientos jóvenes que pasaban por ahí después de salir del colegio a la una de la tarde. Esto me pareció un admirable gesto altruista de los dueños del negocio.

Pedro me proporcionó la dirección del lugar donde nació el bardo y que ahora es el Colegio La Paz; también, el domicilio de una casa que habitó en la calle de Zaragoza, actualmente muy deteriorada, así como la ubicación de la glorieta en donde se encuentra la estatua de Díaz Mirón, inaugurada el año pasado, sobre la avenida que hoy lleva su nombre y que alguna vez se llamó De la Libertad. Esta palabra me parece muy representativa de la vida del poeta, quien, pudiera decirse, nunca encontró límites en ningún aspecto de su vida.

La estatua en la que su mano derecha apunta al suelo, mira hacia el cementerio. Por cierto, el lugar en que terminaron dos de los enemigos del poeta, tras quitarles la vida en sendos duelos, que en esa época eran usuales para dirimir diferencias y salvar honores.

 

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