Franco González Aguilar
Eran las dos de la mañana cuando al fin pude echarme a dormir en el asiento. Por suerte, mi abrigo libraba con suficiencia el frío que empezaba a calar. Los ojos me ardían, con la sensación de tener arena dentro de ellos. Preví que el sueño estaba a punto de vencerme. En mi cabeza daban vueltas las escenas del carnaval, las pláticas con los poetas, el ruido de las ruedas del ferrocarril sobre las vías, así como las campanas de las locomotoras diesel que jalaban el convoy.
Más dormido que despierto, oí que alguien anunciaba la próxima parada en Orizaba. ¡Estaremos veinte minutos en la estación!, decía. Con un gran estruendo, el tren irrumpió en la estación de Orizaba, disminuyendo poco a poco la velocidad, hasta que detuvo su marcha. Las puertas de los vagones se abrieron y varios pasajeros, cargando sus pertenencias, descendieron por las escalerillas. Otros bajaron a estirar las piernas. El coche en el que yo iba, dejó la mitad de los viajeros. Los asientos cercanos al mío quedaron vacíos.
Unos minutos más tarde, por el pasillo central del vagón, entraron cuatro personas sin equipaje alguno y se sentaron en los asientos que estaban vacíos, justamente a un lado y enfrente de mí. Me causó extrañeza su aspecto y sus ceremoniosas maneras de conducirse. Parecían conocerse entre ellos y algo se decían que yo no alcancé a entender.
Estos señores tienen un aire muy extraño, pensaba. Algo hay en ellos que no alcanzo a comprender. Su vestimenta está pasada de moda, y ya no digamos los zapatos tan fuera de lo común que llevan.
En efecto, los cuatro personajes, que prácticamente me rodeaban, llevaban atuendos que parecían sacados del ropero de mi bisabuelo o de un museo, como si fueran de época distinta a la mía, o más bien, de distintas épocas. Uno de ellos vestía una capa y un raro sombrero; otro más llevaba puesto un gabán muy gastado. Otro, con una chaqueta color mostaza, ajustada que le llegaba casi a las rodillas, y a la cintura un grueso cinturón con hebilla grande. El último portaba una gabardina café y zapatos de ese color, combinado con blanco.
¿Serán de alguna de las comparsas del carnaval?, llegué a preguntarme. Es lo más seguro, pensé. Espero que no se pongan a platicar a esta hora sus andanzas en Veracruz.
—¿Es usted Víctor Roble? — me sorprendió de repente el de la gabardina—. Soy Miguel Luchichí. A mis amigos y a mí nos gusta la poesía y nos enteramos que usted pretende convertir poemas en canciones.
Con la idea de que iban de parte de alguno de los poetas que había conocido en el tren, le respondí al instante:
—Sí, por supuesto, ¿en qué puedo servirles?
—Caballero—-me dijo—, permítame presentar a mis distinguidos acompañantes, los señores, Eulogio Carpio, Sebastián Segura y Rafael Delgado, ilustres exponentes de la ciencia, la política y la literatura, y a quienes, como yo, nos fascina la poética. Creo que es preferible que cada uno le refiera el largo camino que ha transitado para llegar a este momento. Empezamos por la derecha, con usted, don Eulogio, si me hace el favor.
—Desde luego don Miguel—asintió el aludido—. Soy de la región del Papaloapan, pero desde niño vivo en Puebla. De manera autodidacta empecé con otros amigos el estudio de la medicina, y con los años, en la capital del país, logré el título de profesor de esa materia. He realizado algunas publicaciones de temas médicos, estuve en la docencia y en el consultorio. Pero como bien dice don Miguel, he discurrido por los caminos de la poesía y tengo algunos trabajos que mucho me complacería, fueran dados a conocer en la tierra que me vio nacer. Yo preferiría que en los años por venir, me recordaran también como poeta.
—Si estuviera en su lugar, tendría el mismo deseo que usted, señor— le dije—. Pero, ¿cómo puedo conocer su poesía?
—Estimado caballero—respondió—, volteando a ver a sus compañeros, propongo que le hagamos llegar los poemas de nuestra predilección para que él los seleccione.
—¡Estamos de acuerdo! — contestaron en forma unánime.
—Entonces, sea usted, don Eulogio, el conducto para hacer el envío por el medio más pertinente —reafirmó Miguel, al tiempo que se dirigía a otro de sus acompañantes: — Y si me hace el honor don Rafael, tome usted la palabra por favor.
Me tenía sorprendido el modo en que me abordaron, pero sobre todo el hecho de que no existía congruencia entre la manera en que iban vestidos y la formalidad con que se expresaban, además del tema que me estaban tratando. Por lo tanto, les pregunté sin preámbulos:
—Disculpen que interrumpa, pero, ¿vienen de participar en alguna comparsa del carnaval?
Al dicho mío, los cuatro personajes soltaron estruendosas carcajadas, desternillándose de risa.
—¿Cómo ven, estimados amigos, lo que dice este caballero? —les preguntó el que dijo llamarse Miguel—. Coincidirán conmigo —agregó— en que de alguna forma tiene razón: somos una comparsa en un mundo que no es el nuestro, o quizá somos actores del utópico viaje de un soñador obsesivo.
Reí con ellos, sin entender sus palabras y, conforme con la respuesta, les pedí que continuaran.
—Muy agradecido—continuó el aludido, saludándome con la mano—. Permítame manifestarle que estamos sumamente complacidos por la noble tarea que se ha echado a cuestas para llevar la poesía al pueblo, a través de la vía de la música. Me llamo Rafael Delgado y nací en Córdoba. Soy un amante empedernido de la literatura y he tenido la fortuna de que me publicaran algunas de mis novelas. Al igual que estos reconocidos caballeros, he incursionado por los caminos de la poesía, y aunque en mi caso no es abundante mi producción, deseo someterla a su generosa opinión. Y claro, le enviaré algunos de mis poemas también —concluyó.
—Yo soy Sebastián Segura—se presentó el que seguía—. Soy ingeniero de minas y trabajo en las montañas de Real del Monte y Pachuca. Procuré instruirme en ciencias y letras y conozco algunas lenguas, por lo que he realizado traducciones de los grandes maestros de la literatura universal. Soy de Córdoba y desde los dieciséis años escribo poesía. Espero que algunos de mis sonetos sean elegidos para su antología musicalizada —dijo para terminar.
—Pues bien—tomó la palabra el que todavía no había presentado sus timbres—, yo soy periodista y poeta—. Mi nombre es Miguel Luchichí, como ya mencioné. Nací en la villa de Tlacotalpan, a la ribera del caudaloso río Papaloapan. Amo en extremo a mi tierra, a la que he cantado, exaltando su paisaje y sus costumbres. No es grande mi producción, pero ojalá que una de mis poesías logre estar en su recopilación. Le enviaré a usted algunas de ellas.
—Me dará mucho gusto recibir sus textos, señores— les manifesté convencido—. Reconozco su interés en compartir conmigo sus experiencias literarias. Créanme que pasé con ustedes muy gratos momentos y observo que nos une el amor por la poesía. Mi domicilio es en la calle Jesús Díaz número cuatro en Jalapa. Y en efecto, estoy en un proceso de búsqueda y selección de poemas.
—¡Sabemos cómo encontrarlo! —contestó el de la gabardina, quien parecía ser el interlocutor—. De esa manera, con una leve inclinación de cabeza, se retiraron en medio de la penumbra del vagón, por donde habían entrado, mientras yo reflexionaba en lo extraño de su comportamiento. En ese momento caí en la cuenta de que en la selección de poesías, con seguridad iba a excluir a varios autores, de los que no tendría oportunidad de conocer su obra.
Continuará…