Franco González Aguilar
—No hay duda de que soy un hombre afortunado—le dije a Aureliano Hernández—. Antes de que me presente con los otros poetas, me gustaría que usted me hablara de su trayectoria, de su actividad como Rector y de su experiencia como escritor, si no tiene inconveniente
—Amigo mío, siempre hay que darse un tiempo para la conversación, y más cuando ésta se encamina hacia temas que a uno le gustan—contestó—. De mí, en realidad no tengo mucho que hablar, y eso lo puede usted encontrar en cualquier publicación de la Universidad. Pero le diré que soy profesor y abogado y que como buen veracruzano me gusta la política. Nací en Naranjal y me crié en Tequila. He ejercido la docencia en todos los niveles educativos, incluyendo la preparatoria, la escuela normal y la propia universidad.
—La docencia— explicó enfático— me ha brindado grandes satisfacciones porque me permite tener contacto con los jóvenes, con quienes todos los días se aprenden cosas interesantes. En cuanto a la poesía, le diré que es una de mis aficiones. Creo que es el momento más íntimo que puede tener el ser humano, en el cual se vacían emociones, deseos, recuerdos, tristezas y alegrías, y quedan plasmados para la eternidad, como un espejo en donde otros pueden ver a uno.
—En la Universidad —continuó—, he podido contribuir un poco en lo que se refiere al desarrollo de las artes. Creamos el Departamento de Bellas Artes, el Instituto de Lenguas, organizamos unas Jornadas Cervantinas en Jalapa, y hace unos días, el dieciocho de febrero, se fundó la Facultad de Filosofía y Letras. Fortalecer esta institución es uno de mis objetivos fundamentales. Considero que tanto investigadores como profesionales deben abrevar en las fuentes de la filosofía, para poder realizar la función capital de transmitir cultura, dando sentido a nuestra vida histórica con valores tradicionales y filosóficos, elaborados a partir de nuestra vida propia y auténtica. Tengo puesta mi fe en la juventud, porque sólo el idealismo y la abnegación juveniles nos permitirán clavar nuestros anhelos, como dardos luminosos, en el corazón de las estrellas.
—No cabe duda que la filosofía y la literatura le apasionan—apunté—. Ahora entiendo lo de aspirante a poeta. ¿Ha publicado poesía?
—He publicado algunos libros de literatura y ética, así como en revistas y suplementos culturales de periódicos—respondió—. De poesía, tengo un libro que se llama Voces de angustia.
—Oiga, ¿podría sugerirme algún texto de su producción para mi proyecto? — pregunté—. Como le dije, nuestra idea es convertir poemas a canciones y hacer una grabación con artistas populares y promoverla en la radio.
—Por supuesto— contestó—. Precisamente, tengo un poema que se llama Coatepec, que parece una canción; a esa bellísima ciudad que me trae muy gratos recuerdos, le di las primicias de mi poesía. Otra más, que escribí allá por 1943, cuando fallecieron dos queridísimos amigos míos, situación que me provocó mucha tristeza y profundas reflexiones filosóficas sobre la muerte. Escuche esta poesía —señaló—, se llama A tiempo:
A tiempo
A tiempo, como las sombras,
a tiempo me voy muriendo,
como las sombras que huyen
cuando el día va amaneciendo…
Y es que mi muerte no es muerte
sino vida a destiempo,
que llegó sola a deshoras
y fue náufraga del tiempo.
Como las aguas que dejan
en el fondo un sedimento,
así me deja la vida
un extraño sentimiento:
angustia de ya no ser en
el espacio y el tiempo,
pena de sentir mi muerte
aunque yo siga viviendo.
—Esta es una de mis mejores poesías—señaló—. Al menos eso dicen mis amigos. Considero que podría servirle para su proyecto.
Lo que nunca supo don Aureliano, es que al ir escuchando el poema que iba declamando casi en mi oído, me conmovió en lo más profundo y de alguna manera me identificó con él.
—Me parece excelente —le dije—. Pero, quisiera que usted como conocedor del tema y máxima autoridad universitaria del estado, me sugiriera los nombres de algunos poetas veracruzanos del siglo pasado para incluirlos en mi antología.
—Mire Víctor, creo que debiera considerar poetas de varias regiones del estado, con independencia de su éxito literario —señaló—. Desde luego, hay algunos que son imprescindibles, entre ellos Manuel Carpio, quien realizó importantes aportaciones en medicina y fue miembro de la Academia, por ejemplo. Pero tendrá que meterse a los libros para buscar esa poesía de otras épocas, que usted pueda reunir con la de Díaz Mirón y Carpio.
—Tomaré su consejo—le dije—. Pero le recuerdo su compromiso de presentarme a los poetas que conoce y que vienen en este viaje.
—Es cierto—contestó—. Vamos a buscarlos y de paso estiramos las piernas un poco. Los dos son grandes conversadores y estoy seguro que estarán encantados de colaborar con usted. Eso sí, yo se los presento y me vuelvo a mi asiento, porque debo afinar un discurso que tengo que dar mañana.
Hicimos un pequeño recorrido al vagón posterior, dejándome conducir por mi acompañante. Era también un coche de primera clase, pero este venía con más asientos vacíos que el nuestro. No le costó trabajo a mi embajador, localizar a su amiga. Ésta se encontraba mirando la oscuridad de la noche, a través de la ventana del ferrocarril. Era una señora de unos cincuenta años.
—¡Lázara, déjame saludarte!– le dijo Aureliano Hernández, dándole la mano—. Este joven que ves aquí conmigo, trae un proyecto muy interesante. Te ruego lo escuches y platiques con él. Pero antes, déjame presentarlo con Rubén Bonifaz, que también viaja en el tren.
—En un momento regreso, señora— le dije a modo de saludo—. Voy a conocer al señor Bonifaz y vuelvo inmediatamente.
Realizamos otra caminata entre vagones y llegamos a donde se encontraba Rubén Bonifaz Nuño. Era un hombre delgado, de unos cuarenta años, de cabello ondulado y bigote, vestido con un traje impecable. Lo sorprendimos abstraído, observando a través de un caleidoscopio forrado en papel plateado, que se había colocado ante el ojo izquierdo.
—Rubén, buenas noches– le interrumpió el Rector de la Universidad—. Te presento al señor Víctor Roble, músico y compositor, quien desea tu colaboración. Está trabajando en una idea de convertir poemas en canciones, con la finalidad de llevar la poesía al pueblo.
—Buenas noches, señor Bonifaz— dije—. Tengo interés en platicar con usted. Sólo le ruego se sirva esperarme un poco porque ya tengo una reunión concertada con una escritora que acabo de conocer aquí en el tren. En una hora estaré de regreso, si no le importa.
—No tenga cuidado, yo lo espero— contestó amable—. Soy una persona muy desvelada y el ruido del ferrocarril me puede traer la inspiración para concluir uno de mis poemas.
Antes de dejarlo, el Rector y Bonifaz Nuño se estrecharon en un abrazo. Observé que se trataban con afecto y consideración.
Acompañé al licenciado Hernández Palacios hasta su lugar, agradeciéndole el apoyo que me había brindado.
Continuará…