Franco González Aguilar

El viaje Veracruz-México en tren, y sus cuatrocientos cincuenta kilómetros entre punto y punto, es uno de los recorridos que hubiera deseado realizar de día. Por viajar de noche, me quedé con las ganas de conocer el puente de Metlac y el trazo de vías en las cumbres de Maltrata, dos de las más grandes obras de ingeniería construidas en nuestro país.

Eran las siete y media de la mañana cuando oí la bocina de la locomotora. Abrí los ojos y afuera, a la orilla de la vía, un inmenso valle repleto de magueyes, era el paisaje que indicaba que estábamos en las inmediaciones de la ciudad de México. Una serie de cerros pelones se veían al fondo de la llanura. Los primeros rayos del sol provocaban al caer, la emanación de un transparente vaporcillo al ras del suelo. El intenso azul del cielo sólo era interrumpido por el vuelo de algunas aves que cruzaban sobre los escasos árboles. Del otro lado, en las montañas, el Popocatépetl señoreaba el horizonte.

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En ese momento terminé de despertar. En el asiento de junto y enfrente de mí, dormían los viajeros que iniciaron el viaje desde Veracruz. El guardia hablaba algo a un muchacho de unos veinte años, sentado en la parte delantera del vagón. Un anciano se movía en el pasillo central ejercitando sus piernas. Atrás, una señora con un niño en brazos trataba de calmar su llanto. Descubrí que en nuestro vagón no había lugares vacíos.

Entonces recordé a los poetas con los que había platicado en la media noche, casi a obscuras. Aún estaban en mi memoria sus estrafalarios atuendos. Hice una seña al guardia y le pregunté si en el camino, algunas personas habían abordado el tren y me dijo que no. Lo interrogué sobre pasajeros que hubiesen cambiado de lugar, ocupando asientos del coche donde yo iba. De igual manera, me aseguró que no, y que eso no era posible, por norma de la empresa. Sólo me dijo que el tren hizo una parada en la estación de Orizaba.

Qué había sucedido entonces, me preguntaba. Lo que había experimentado resultaba extraordinario. Como si fuera realidad, había soñado una conversación con poetas e incluso recordaba con claridad sus comentarios y algunos de sus nombres: Eulogio Carpio, Delgado, otro que era minero, Sebastián Segura, y el último, por cierto, el que tenía un apellido raro ¡Luchichí!, sí, así fue.

¡No es posible! ¿Cómo explicar lo acontecido? ¿Era un sueño o fue realidad?, me cuestionaba con inquietud. ¡Pero sucedió!¡Claro que sucedió, no estoy loco!, me volvía a repetir.

Resultaba muy extraña esa experiencia, no sabía, si soñada o vivida. Pensé que la obsesión con que estaba trabajando en la búsqueda de poesías, me había llevado a ese trance que para mí sería inolvidable. Tomé la libreta y procedí a anotar todos los detalles de ese extraordinario sueño con los cuatro personajes, antes de que mi memoria los borrara.

El tren cruzaba los campos aledaños a la gran metrópoli. Aparecieron las humildes casas de la clase proletaria. Viviendas de ladrillo de barro cocido y lámina de cartón, sobre terrenos que antes fueron agrícolas, formaban conglomerados miserables donde se veían niños descalzos jugando y perros callejeros husmeando entre la basura amontonada en las esquinas. Después se empezaron a ver las colonias de la clase media, la que trabajaba en las fábricas, el comercio y las oficinas de gobierno. En sus calles, niños con uniforme escolar, llevados de la mano por sus madres, se dirigían a las escuelas. Los autobuses de pasajeros, recorrían las amplias calles y numerosos automóviles iban y venían por ellas.

La bocina de la locomotora diesel, anunció el arribo del convoy a la estación y las campanas empezaron a sonar. Adentro, en los vagones, los pasajeros se preparaban para bajar del ferrocarril.

Los andenes de la estación de Buena Vista lucían atiborrados de personas que llegaban y de viajeros a punto de salir a distintos lugares del país. Ayudé a descender del tren a la señora Camarillo y me despedí de ella y de un muchacho que la aguardaba. En la gran sala de espera, encontré al Rector de la Universidad, a quien le reiteré mi agradecimiento por su apoyo. Cargando mi equipaje, salí a la calle para abordar un taxi. Contaba con más de una hora para hacer tiempo, por lo que decidí tomar un desayuno en algún restaurante, lavarme la cara y después ir al homenaje a Alfonso Reyes.

El taxista me recomendó un restaurante al que pronto llegamos. Pasé al sanitario y me acicalé un poco. Pedí al mesero un café con donas. Después de liquidar la cuenta, salí con rumbo al Palacio de Bellas Artes y a las diez de la mañana estaba admirando su fachada principal, una hermosa construcción de tres pisos, forrada con mármol y adornada con bellas estatuas, entre ellas, unos hermosos pegasos. El imponente edificio, contiene un teatro con capacidad para cerca de dos mil personas en tres niveles, además de varias salas de exposiciones, biblioteca y oficinas.

Continuará…

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