Franco González Aguilar

El evento al que asistía, era un homenaje nacional a Alfonso Reyes, en reconocimiento a su trayectoria en el mundo de las letras y su aportación a la cultura mexicana. El recinto lucía imponente, lleno de artistas, escritores, políticos y empresarios. El presidente Ruiz Cortines ofreció una atinada pieza oratoria y entregó una medalla y un pergamino al homenajeado.

Alfonso Reyes, ilustre escritor regiomontano, nacido en 1889, estuvo autoexiliado en España y Francia, y fue parte del servicio diplomático en Argentina y Brasil. Ha escrito más de cien libros de poesía, cuento, novela y ensayo, además de artículos para diarios y revistas de diversos países. Instalado desde 1939 en México, formó una biblioteca de cerca de veinte mil volúmenes. Obtuvo el Premio Nacional de Literatura en 1945. Entre sus obras destaca Visión de Anáhuac, la más difundida. De él se ha dicho que “ha sido educador y civilizador del pueblo mexicano. En su poesía se amalgama el habla coloquial y el más selecto lenguaje; lo popular y lo culto”. O como dijo Octavio Paz: “Un hombre para quien la literatura ha sido algo más que una vocación o un destino; ha sido una religión”.

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Entre los invitados, lejos de mi asiento, en las primeras filas, pude ver a Enriqueta Camarillo, a Rubén Bonifaz, a Aureliano Hernández Palacios y a Lázara Meldiú, en lugares separados, muy atentos al desarrollo del evento.

Al finalizar el acto dos horas después, ya de salida en el vestíbulo, encontré a Jorge Tadeo, quien abriéndose paso entre la concurrencia se acercó a saludarme.

—Te andaba buscando —exclamó—. No pude asistir a Veracruz, pero ya conseguí información.

—Vamos al Comedor Francés, en Paseo de la Reforma, tienen una excelente carta y buenos vinos —dijo. Subimos a su automóvil y en media hora llegamos al lugar.

—He estado pensando en la forma en que se deben seleccionar las poesías— señaló Jorge, al tiempo que probaba su copa de vino—. Creo que la temática, el lenguaje utilizado o las épocas de los poemas, determinarán el contenido de la antología.

—Es verdad—contesté—. Yo también estuve analizando la conveniencia de considerar el lugar de origen de los poetas. No deben ser poetas de una sola región del estado; habrá que abarcar municipios a lo largo del territorio. Debe ser una muestra representativa de la poesía de toda la entidad, pero desde luego, buscando que sea homogénea. Soy consciente de que estos factores determinarán la selección.

—Vamos bastante bien—señaló Jorge—. Y podemos hacer un segundo volumen de poesía cantada, ya con otros autores. Así podrán entrar poetas de la nueva camada.

—Ya investigué si en otros países tienen proyectos semejantes— continuó—. Fíjate que no encontré gran cosa. En España, en Cuba y en Chile existen algunos ejemplos. Han realizado algo similar con base en textos de Machado, de Martí y de Neruda, pero no conozco si se incrementó la popularidad de esos poetas.

—Lo importante —agregué— es que ya estamos subidos en el barco y debo confesarte que estoy muy entusiasmado con esta experiencia. Tanto, que hasta dormido platico con poetas— le dije—, recordando lo que había soñado unas horas antes, durante el viaje en tren.

Continuamos hablando del tema hasta que terminamos de comer. Había sido una buena elección de restaurante; comida deliciosa y vino francés. Como siempre ocurría, Jorge pagó la cuenta y me llevó a la terminal. Bajé de su automóvil, agradecí su invitación y entré a comprar mi boleto de regreso. El autobús con destino a Xalapa, salía a las dieciséis horas con treinta minutos.

Cuando llegó la hora, abordé el camión, me senté en uno de los lugares de atrás y caí como fardo, ya que me sentía desvelado. Desperté en la terminal de Puebla, donde aproveché para comprar dos cajas de camotes Santa Clara, tal como era costumbre en la familia, cada vez que íbamos a esa ciudad. A las doce de la noche estaba de vuelta en mi casa. Tomé un vaso de leche y me dispuse a conciliar el sueño después de esos pesados días de investigación.

Continuará…

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