Franco González Aguilar

Contaba mi padre que él había llegado solo y sin dinero al pueblo de Trapiche del Rosario, al terminar la guerra cristera, con veintitantos años de edad, después de que las enfermedades se llevaron a su hermana, a su madre y al poco tiempo a su padre. Se quedó en el lugar, y al paso de los años, todavía soltero, procreó una hija, a quien vio crecer sin el respaldo de su primera mujer, ya que ésta encontró motivos para abandonar el hogar. Luego de haber conocido a mi madre, se casó con ella, gracias al apoyo y la bendición del Padre Arauz, e ignorando el disgusto de su suegro.

Tenía fama de ser buen carpintero y albañil en virtud de haber dirigido la construcción de la torre de la iglesia y la restauración del puente sobre el río Sedeño, cuando un ciclón arrasó con todo.  Con el mismo empeño, se encargaba de fabricar  cajas de muerto para los cristianos que eran llamados a rendir cuentas al Señor. Mi madre, una linda veinteañera, se distraía practicando el tiro al blanco con rifle y saliendo de cacería con sus hermanos. La vida de los recién casados era supervisada por el abuelo de ella, el patriarca de la familia, Pa Pablo, un hombre de origen español o judío, quien siendo de los ricachones del pueblo, llegaba al extremo de ir a pedirle dinero prestado, sólo para ver si la muchacha vivía sin carencias. Esto, por supuesto divertía a mi padre, asiduo visitante del viejo, el cual fumaba puro a todas horas.

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Pa´ Pablo era propietario de vegas de mango, sembradíos de maíz y frijol, un establo, una tienda, un billar y una cantina; adicionalmente tenía camiones de carga con los que, en compañía de sus hijos, recorría los pueblos para comprar y vender al mayoreo semillas, legumbres y chiles de distintas variedades. Acostumbraba jugar partidas de ajedrez con sus amigos, entre ellos  José Iturriaga, un diplomático e intelectual de la ciudad de México, que en temporadas visitaba el pueblo, ya que en él había vivido de niño. La economía de la población se sostenía gracias al comercio, la fabricación de jamoncillos y el cultivo del mango manila. Constituía una actividad distintiva del lugar, la venta de cerdos en la capital del estado y localidades circunvecinas. La costumbre era introducir seis u ocho cerdos pequeños en costales que se colocaban sobre las ancas de burros, mulas y caballos y de esta manera los vendedores recorrían largas distancias ofreciendo su mercancía. En el pueblo, a estos comerciantes les llamaban cochineros.

Con el fin de que sus hijos estudiaran, un año después de casarse y con dos niños –la hija que había tenido antes y yo -,  mi padre trasladó a la familia a la ciudad de Jalapa, por lo que el contacto con el pueblo sólo se daría durante las temporadas de vacaciones escolares, semana santa y navidad.

Como en aquel tiempo, cuando visitaba la casa de Pa Pablo y jugaba con mis primos Oscar y Saúl, me aventuré  varias veces al campo a refrescar mi memoria y también mi inspiración. Caminé la vieja calzada de piedra por donde habrán pasado miles de  carretas, jaladas por caballos o bueyes, soportando los treinta o treinta y cinco grados de temperatura. Exploré las laderas empastadas de los cerros pelones, en los que había pocos árboles y enormes piedras de un metro o dos de diámetro; salí a la zona del malpaís, por veredas  en las que se veían comadrejas, serpientes, iguanas y lagartijas que  al ruido de mis pasos, corrían o se deslizaban hacia las innumerables cuevas y grietas. Antes de regresar, pasaba a las fincas a comer mangos, papayas, plátanos y zapotes; más tarde, a la hora de la comida, con apetito voraz, engullía los platillos que preparaba mi tía: caldo de camarón de río; pescado frito; carne asada con “entomatadas”; mole de gallina; tamales rancheros; agua de guanábana, ciruela o tamarindo; jamoncillos, dulces de pepitoria y atole de capulines.

Igual que antes, también fui al río de casa, un nacimiento rodeado de jazmines y flores de limonaria, en donde hay una pila de agua para uso doméstico, dos filas de lavaderos cubiertos con una techumbre de teja, que le da nombre al lugar y,  al extremo, un bebedero para las bestias. En ese  sitio, todavía se reúnen las muchachas a platicar las novedades del pueblo y a esperar a sus pretendientes. Uno de esos días, acudí al pequeño circo de malabaristas, payasos y osos pardos, que presentaba un grupo de gitanos húngaros, cuyas mujeres, ataviadas con coloridos vestidos hasta la rodilla y muchas cadenas en el cuello, leían la mano y decían la suerte a cambio de unas monedas. Otra ocasión, subí a caballo al pueblo de Coyolillo, habitado exclusivamente por negros de ascendencia africana, que cada año celebran su carnaval, portando atuendos y máscaras de  diablos, toros y venados. En ese lugar habitan hermosas mujeres de origen afroamericano y suaves maneras.

Entre los recuerdos que vinieron a mi mente, están aquellas veces en que a las diez de la noche, sentados en el atrio de la iglesia, los primos nos reuníamos a platicar las leyendas que se tejían alrededor del pueblo: —Sabían que Beatriz, la hija de tío Juan, se murió recién casada porque de niña se la llevaron los duendes. Cuando cumplió siete años se perdió y la encontraron después de ocho horas por el rumbo de la vainilla, cerca del viejo trapiche. Cuando le preguntaron lo que había hecho, ella contestó que estuvo jugando con unos niños chiquitos—relataba Saúl.

—Eso no es nada, un vecino que tuvo que viajar a Jalapa de noche, cuando iba por el camino en plena oscuridad, vio unas bolas de lumbre que cruzaron cerca de él y salió despavorido —agregaba Oscar.

—¡Cállate la boca! Hace años, el tío Beto iba en su caballo por el campo a media noche y cuando llegó a la casa, le platicó a mi abuela que en todo el camino sintió que llevaba a un cristiano en las ancas del animal. Dicen que eso les sucedía a muchos que debían viajar de noche y casi se morían del susto —añadía el mayor de los primos.

Luego de escuchar esos  inquietantes relatos y a punto de dar las doce, los chiquillos nos retirábamos presurosos a dormir cuando ya todo mundo descansaba y el pueblo parecía estar sumergido en un oscuro silencio.

Recordé también que los domingos al medio día, los hombres nos bañábamos en El Chorrito, una finca en donde el agua caía de un enorme chorro desde el extremo de un acueducto artesanal que iniciaba en un nacimiento y que iba librando el declive natural del terreno. A ese lugar, enclavado en medio de la oscura fronda formada por las redondas copas de los árboles de mango, solo iban los varones, quienes después de afeitarse y bañarse en calzoncillos, hacían “comelitones” a base de caldos de gallina o camarones y bebían aguardiente de caña. A las cinco de la tarde concluía ese extraño ritual masculino.

Como lo hice tantas veces en el pasado, visité el sitio en donde se encuentra El Chorrito y observé el nacimiento, aunque en esta ocasión sólo el ruido del agua cayendo del acueducto y los sonidos de las aves, interrumpían el relajante silencio bajo la fronda de los árboles.

En esos calurosos días de junio, en que conviví con mi familia materna y con los amigos de la infancia, recordé mi historia temprana. Retorné a las imágenes que guardaban mis ojos, nutrí el espíritu y encontré preciosos  instantes de inspiración. Sólo el mugido de las vacas y el canto de los gallos interrumpían la tranquilidad que brinda el rumor del río al recorrer su cauce.

Gracias a esa vivificante experiencia, un día al amanecer, mi guitarra y yo encontramos los acordes de un  huapango para Paisaje, el hermoso y nostálgico poema de María Enriqueta.

Continuará…

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