Franco González Aguilar

Me sentía satisfecho con las poesías seleccionadas para la producción: los autores habían destacado en campos diversos; los poemas trataban temas diferentes; y por otro lado, tenían un lugar de origen distinto y representativo del estado. También había decidido los géneros musicales a utilizar: vals, bolero, son y huapango.

Envié un telegrama a José Marte, solicitándole su presencia en Jalapa, para mostrarle las poesías seleccionadas e iniciar la composición de la música. Días después se presentó en mi domicilio. Estuvo conforme con la selección de poemas y en el transcurso de una semana, en los casos necesarios, ajustamos los textos para convertirlos en canciones. Él se haría cargo de los realizados por poetas varones y yo de los poemas escritos por mujeres.

—Me gustaron La cita, Alguna vez te alcanzará el sonido, Al río de Cosamaloapan y A Gloria— me dijo José—. Me comprometo a hacer la música en siete semanas, cuando mucho.

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—En ese tiempo, haré las canciones que me corresponden y voy a buscar al grupo que va a interpretarlas— ofrecí.

—En tal caso, propongo que nos volvamos a reunir a finales de junio, y espero que ya tengas a quienes van a interpretarlas, para que las ensayen— señaló José.

Ambos coincidimos en que tendría que ser un grupo musical con mucha estabilidad, profesional y con buenas voces. Queríamos reunir letras interesantes, buena música y calidad interpretativa.

Como José debía abordar su autobús al terminar de comer, y yo tenía que ver a un amigo que trabajaba en una empresa situada por el rumbo que llevaba, subimos por la calle Revolución hasta la terminal, Ahí nos despedimos, con el compromiso de esforzarnos en la musicalización de las poesías.

Con la pasión que unos recién casados se entregan en la luna de miel del primer mes que viven juntos, así, mi guitarra y yo tuvimos innumerables encuentros durante quince días, hasta que por fin, quedamos complacidos por los sonidos de dos de las canciones que forjamos a partir de los poemas El Afilador y El niño Lucero.

A la luz del día o con la claridad de la luna, por la tarde o en la madrugada, ella, mi guitarra, amorosa como una mujer, entregó sus mejores notas a los versos que yo recitaba (como le oí decir a un compositor cursi). Obediente al toque de mis dedos, o compadecida por mi insistencia febril, en conspiración armoniosa con las musas, me ayudó a crear la línea melódica para esas canciones-poesías.

Y el resultado de esos días intensos no podía ser más promisorio: El Afilador se transformó en un alegre son y El niño Lucero en un cadencioso vals. Para estas canciones, se suprimieron algunas de las estrofas de los poemas, ya que resultaron ser muy extensos. Emprendí a continuación una etapa de perfeccionamiento, de la que fueron saliendo, de manera natural, los pequeños arreglos para guitarra, que vestirían los temas. Al final, tenía dos hermosas canciones de corte popular, con arreglos de música tradicional, que estaba seguro, serían del gusto de cualquier auditorio.

Paisaje, el otro poema de María Enriqueta, uno de mis predilectos, lo dejé para más tarde. Tenía que reflejar en la música, el sentimiento nostálgico y la melancolía de la autora. Necesitaba trasladarme a un lugar que me transmitiera emociones semejantes a las que, según mi percepción, tuvo la poeta en su tiempo. Qué mejor lugar que mi tierra, Trapiche del Rosario, la cual hacia diez años que no visitaba. A ese pueblo de ciento cincuenta casas, dirigí mis pasos.

Sabía que el tío Heriberto me recibiría gustoso, dándome hospedaje en su casa junto al río. En ese lugar, amparado en la tranquilidad campirana, podría buscar la inspiración suficiente hasta encontrar la música de un huapango para Paisaje. Y así fue. Después de abrazarme emocionado y escuchar el motivo de mi visita, ordenó a su familia que no se me interrumpiera Me instaló en un amplio cuarto cerca del baño y con vista al río. El rumor del agua corriendo entre las piedras del cauce, era el único ruido, o más bien caudal de sonidos, que motivaba mis pensamientos. Mi guitarra, silenciosa y fiel, esperaba mis acordes para mostrar su canto.

Hice un plan en el que primero me nutriría de ideas, conversaciones y paisajes de mi pueblo para sacar, o más bien, vaciar desde dentro de mí, emociones y sentimientos que vistieran, que le dieran color al poema. Recorrí los lugares de antaño; disfruté las hermosas vistas desde diversos ángulos; platiqué con algunos amigos y familiares y busqué en lo más profundo de mí. Los recuerdos se vinieron como en cascada, uno tras otro.

Continuará…

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