Franco González Aguilar
Novena entrega
Cuando era niño, mis padres nos trajeron a conocer el puerto a mis hermanos y a mí. Algo que nunca olvidaré son los paseos en tranvía. Me resultaba fascinante ese medio de transporte que me permitía observar con tranquilidad cada uno de los edificios y ver a la gente caminando por las calles de la ciudad. Por suerte todavía existen esos entrañables vehículos y se han convertido en un atractivo turístico. Cuesta quince centavos el pasaje.
El tranvía Playa Villa del Mar, transita por la avenida Independencia, pasa por Prim, Flores Magón y el bulevar Ávila Camacho, y concluye el recorrido en Villa del Mar. La terminal de tranvías está junto a la estación del tren.
La pequeña caminata a la estación, me mostró parte de la magnificencia arquitectónica que le dejó al puerto la época porfiriana. Los edificios de Correos y Telégrafos y de la Aduana Marítima, son claros ejemplos, junto con la estación del ferrocarril y las instalaciones portuarias. Es de todos sabido que durante esos años de dictadura, se le hicieron grandes obras a la ciudad, para convertirla en un importante centro económico del Golfo de México.
Pagué el costo del pasaje al encargado de la ventanilla, quien me dijo que el tren partía a las veintidós horas y llegaba a México a las ocho de la mañana del día siguiente. Me recomendó llevar un buen abrigo, ya que desde la zona del Pico de Orizaba hasta el Distrito Federal, se sentía mucho frío por las noches.
Me preguntaba cómo identificaría a los poetas sin conocerlos. El tren estaba formado por varios vagones de pasajeros, y entre tanta gente, no me quedaría más que confiar en mi olfato bohemio y en que no me engañara la imagen intelectual de algún viajero despistado. Ese pensamiento daba vueltas en mi cabeza causándome inquietud. Decidí dejar de complicarme la vida y caminé hacia el malecón. La tarde era fresca y tenía tiempo para pasear.
En unos cuantos minutos, estaba sentado en una banca mirando el mar y a la fortaleza de San Juan de Ulúa, pensando en toda la historia que guarda. En ese islote empezó el comercio entre españoles e indígenas en 1518: Juan de Grijalva daba cuentas y espejos, y los indígenas oro y plata. Ahí también llegaron barcos piratas a asaltar el puerto en varias ocasiones: en 1568 el corsario Francis Drake y un siglo después, en 1683, Laurent Graf –el pirata Lorencillo-, entre otros.
Para mejorar la defensa de la población, un tiempo después se construyó el fuerte, utilizando piedra múcara que los españoles tomaron de los arrecifes cercanos. Ya en los inicios del siglo XX, la fortaleza fue cárcel para presos políticos como Benito Juárez, y también sede de gobierno para Venustiano Carranza. Como buen veracruzano, yo no podía olvidar las defensas heroicas ante invasores franceses y norteamericanos, que dieron gloria a la ciudad.
Recordé a los españoles que durante los años de 1939 a 1942, llegaron por barco a Veracruz y desde aquí se dispersaron hacia varias ciudades del país. Después de casi veinte días de navegación, arribó al puerto el buque Sinaia, el trece de junio de 1939, con los primeros mil seiscientos inmigrantes republicanos de la guerra civil española, que fueron derrotados por Francisco Franco. Más tarde llegarían miles de españoles más, hasta completar veinticuatro mil, a bordo de barcos como Ipanema y Mexique. Entre los refugiados venían campesinos, artesanos, intelectuales y artistas, a quienes el presidente Cárdenas les ofreció todas las facilidades para su integración en la vida nacional.
La modernidad y la trascendencia histórica, política y social de la ciudad, me llevaron a pensar que al desarrollarse más la aviación comercial, veríamos menos trasatlánticos. Antes, los barcos solían venir hasta dos veces al año con sus cargamentos de ultramarinos y de pasajeros. Me dicen que en los últimos tiempos, sólo han atracado los buques Andrea Gritti, Covadonga y Marqués de Comillas, éste con cerca de seiscientos viajeros.
Continuará…
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