Franco González Aguilar

Después de transcribir los “Versos” de Luchichí, decidí que las once poesías que había seleccionado hasta el momento, eran suficientes para iniciar la etapa de composición de la música, con ayuda de José Marte. Estaba satisfecho porque tenía autores nacidos en municipios diversos y representativos de la geografía estatal; Papantla, Coatepec, Veracruz, Tequila, Córdoba, Tlacotalpan y Cosamaloapan. Y por cuanto hace a la temática, los poemas tocaban los siguientes asuntos: el encuentro amoroso, el amor sin esperanza, la infidelidad, el desdén; el amor maternal; el canto a la tierra; la vida provinciana, el honor, el valor y la muerte.

Intenté realizar una selección lo más homogénea posible, considerando el lenguaje utilizado en los textos poéticos y el tiempo en que fueron escritos, incluyendo sólo a autores de las épocas romántica y modernista, y excluyendo a los poetas contemporáneos, si bien era cierto, que Bonifaz Nuño encajaba en este último grupo.

Algo dentro de mí, sugería hacer un alto en el camino, con objeto de releer las notas escritas desde el inicio de los trabajos de producción. Durante el proceso, había apuntado aspectos importantes a considerar, los cuales era necesario tomar en cuenta antes de emprender la composición de la música para cada una de las poesías. Pero lo haría con la cabeza fresca. Eran las dos de la mañana y en esos momentos, pensaba más en el país de los sueños que en complicaciones poéticas e historias de bardos. Me metí bajo las cobijas con los poemas girando en la mente.

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Al día siguiente desperté con hambre voraz. Desayuné unos huevos revueltos y un jugo de naranja, sin faltar mi café con leche y pan de dulce. Tenía por costumbre, levantarme a las siete de la mañana, darme un baño y preparar lo que iba a comer.

Ese día envolvía el ambiente el aire frío de la montaña; la temperatura era de doce o trece grados y exigía el uso de un suéter, aún estando bajo techo. Desde la calle, se escuchaban las arengas de los comerciantes anunciando sus productos a los transeúntes: elotes, aguacates, tortillas, queso, longaniza, chicharrones; naranjas, piñas, sandías; mesas, roperos; huarachos, zapatos de Naolinco; ungüentos, plantas medicinales y otros artículos más. Mi domicilio estaba situado en una zona de antiguos mesones, cerca del barrio de Xallitic. El clima imperante me recordó la etapa de estudiante en el Colegio Preparatorio, ubicado a cinco cuadras de distancia. Vinieron a mi mente las tardes en el parque Juárez, cubierto de niebla, cuando sueltan las flores los árboles de jacaranda y dejan una alfombra lila en el piso, dibujando una de las estampas más bellas de los meses de otoño e invierno en Jalapa. Desde ahí, en días soleados, pueden verse los volcanes del Pico de Orizaba y el Cofre de Perote, así como la parte suroeste de la ciudad.

Desde que abandoné la casa paterna, llevaba ocho años viviendo solo. El estilo bohemio de los músicos no compaginó con las costumbres metódicas y rigoristas impuestas en el seno familiar por mi padre, quien sin serlo, a veces se comportaba como militar. Siempre guardé una excelente comunicación con él, pero entendía que la inestabilidad que implica la profesión de músico, no era congruente con su orden cotidiano. Por esas razones, tomé la decisión de independizarme, y me sentía muy a gusto en la tranquilidad de las tres habitaciones que formaban mi vivienda. Esta situación me parecía paradójica, puesto que mi propio padre, el día que concluí los estudios de primaria, llegó medio borracho con una guitarra nueva que me obsequió, dándome un fuerte abrazo. De hecho, las primeras clases las recibí de él. Esa tarde cantó algunos tangos que eran su música predilecta junto con canciones de Lara y de Pedro Infante. También recordé que le fascinaba leer libros de historia y literatura –Manon Lescaut del abate Prevost, era una historia de ficción que sabía de memoria-, además de novelas de vaqueros, principalmente de Marcial Lafuente Estefanía.

Continuará…

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