Carlos Vela nunca aceptó las sugerencias, que en realidad eran ordenes, de nadie. Siempre hizo lo que quería para sí. La afición mexicana pronto aprendió a proyectarse en él: querían que hiciera lo que ellos creían mejor para Carlos Vela. Pero él tenía una visión diferente del futbol. Y eso nunca se le perdonó. Han pasado casi 18 años desde que lo conocimos. Una vida entera ha pasado desde aquel Mundial sub-17 de Perú.
Todo era felicidad cuando se hablaba de aquel delantero sonriente y talentoso. Metía goles, jugaba en las Chivas y tenía carisma. Pero muy rápido empezó a convertirse en sospechoso de demasiadas cosas: que si era un malagradecido por haber dejado botado al equipo de Jorge Vergara; que no tenía la madurez para jugar en Inglaterra y mucho más, porque con el paso de los años se fueron añadiendo nimiedades que, revisadas en la actualidad, son para llorar: Vela se reía socarronamente después de fallar algún gol y hacía explotar a todos de coraje. No por el gol errado, sino por la risa: porque en el futbol está mal visto tomarse las cosas a la ligera.
Y de eso se acusaba a Vela: de no tener disciplina, de desperdiciar su talento, de ser la enésima obra del marketing futbolístico mexicano. La afición y la prensa lo tenían claro. Carlos Vela era el tipo que amaban odiar. Ese vicio no se suelta fácil, porque requiere de consistencia y superstición: aunque todos sabían que Vela era un virtuoso, y que en cualquier momento podía explotar, se le deseaba un fracaso que validara todos los prejuicios: quiso pero no pudo, que era el típico jugador que se subió al ladrillo y no pasó nada con él. Iba bien ese augurio. No pasó nada con él en Arsenal y desfiló por préstamos infinitos en otros equipos.
Pero Carlos Vela encontró el tiempo perfecto en San Sebastián. Seis años bastaron y sobraron para que se convirtiera en ídolo de la Real Sociedad. Goles, goles y más goles. Lo querían en otros lados. Él quería estar ahí. Renunció a la selección, volvió. Entre todo, vivía al fin su mejor momento. No fue Messi pero si fue Carlos Vela, el que todo el tiempo se esperó que fuera. Y ahí todo llegaba a su fin. A los 28 años, Vela terminó sus días en el futbol europeo y tomó una decisión que sacó de a las sospechas del baúl de los olvidos.
Ahora decían que su carrera había muerto, que sólo se iba a Los Ángeles a firmar un retiro dorado: cobrar mucho y hacer poco. Porque aunque en la Real Sociedad demostró que podía pensar y correr, nunca se dejó de ver en él a un jugado indolente, de la especie “juega cuando quiere”. Vela, sin embargo, había aprendido mucho tiempo atrás que todo el ruido debía ser eso: una decoración irrelevante de la vida que él quería vivir.
No encontró un segundo aire en la MLS con el LAFC. Eso sería una injusticia, porque un segundo aire implica la aceptación de un fracaso previo. Y Vela jamás fracasó. Jugó a su modo y en sus términos. En Los Ángeles revirtió todo pronóstico idealizado por quienes, otra vez, lo querían ver en el abismo. Nunca se vio a un mejor Carlos Vela. Porque sí, es verdad que todavía tenía nivel para seguir en la élite, pero esa no fue la única explicación: Vela encontró un lugar en el que jugaba sin toxicidad, sin que todo mundo lo inspeccionara con lupa para encontrar el menor defecto (decían que hablaba como español y que odiaba a México nada más anotarle goles a equipos mexicanos).
En Los Ángeles se han dedicado a disfrutarlo y él les ha dado 76 goles y 43 asistencias, y un emotivo título de liga, el primero para ellos y el primero para Vela. Fue la conexión perfecta. Ahí Carlos Vela disfruta el juego y disfruta todo. No debe responder a las mismas preguntas que le han hecho siempre: “¿No te vas a arrepentir de no haber jugador más con la Selección Mexicana”, “¿No crees que pudiste hacer huesos viejos en Europa?”. Nada. Vela siempre ha hecho lo que ha querido para sí mismo. Y eso fue un agravio para muchos. En la calma de California encontró la calma y la gloria que el futbol había reservado para él.